Trino Márquez 19 de septiembre de 2018
@trinomarquezc
Durante
la Guerra Fría, el deslinde entre la democracia y las dictaduras totalitarias
colectivistas era claro. De un lado se alineaban las democracias liberales con
sus gobiernos alternativos, su sistema de partidos plurales, parlamentos
representativos, poderes autónomos y medios de comunicación independientes. A
la vanguardia se encontraban los Estados Unidos y las naciones de Europa
occidental. Del otro lado se agrupaban los países comunistas, bajo el mando
supremo de la Unión Soviética, sin ninguna de las virtudes republicanas.
Si
había un desarreglo o anomalía en alguna de las áreas de influencia de los
poderes hegemónicos mundiales, Estados Unidos y la URSS, estos intervenían para
restablecer el orden y la insubordinación se solucionaba manu militari.
Problema resuelto. La Unión Soviética aplastó la rebelión de Hungría, en 1956,
y la Primavera de Praga, en 1968. Estados Unidos intervino en República
Dominicana en 1965 y en Granada en 1983, para evitar que se repitiera la
experiencia cubana. Lo ocurrido en la isla antillana en 1959 significó un duro
golpe para Estados Unidos. La instalación de misiles soviéticos en Cuba colocó
al mundo a horas de que se desencadenara la primera guerra atómica en la
historia mundial. El Equilibrio del Terror, como se le llamó a esa mutua
destrucción asegurada entre Estados Unidos y Rusia, se convirtió en garantía de
que el área de influencia de una superpotencia sería respetada por la otra.
El
panorama cambia a partir de la caída del Muro de Berlín y el colapso de la
Unión Soviética. Estados Unidos emerge como el único superpoder militar
mundial. Parecía que democracia liberal se extendería por todo el planeta.
Entre muchos otros instrumentos legales, se aprueba el Estatuto de Roma, se
crea la Corte Penal Internacional y se firman acuerdos democráticos, como la
Carta Democrática Interamericana, con el fin de impedir que regímenes de facto,
violadores de los derechos humanos, se engrapen al poder.
Los
nostálgicos del comunismo y del totalitarismo se ven obligados a adaptarse a la
nueva realidad geopolítica y a la nueva legalidad internacional. Debido a que
la democracia y su símbolo más notable, el voto, no pueden ser suprimidos,
empiezan a tramar una estrategia que les permita adueñarse del poder y
perpetuarse en él, utilizando el sufragio como catapulta. En América Latina, el
pionero del giro estratégico fue Hugo Chávez. Luego vinieron Evo Morales, el
relanzamiento de Daniel Ortega y el heredero Nicolás Maduro. Cada uno de ellos
utiliza la institución del voto para deformar y prostituir la democracia.
Desdibujarla hasta el punto de que en Bolivia, Nicaragua y Venezuela se imponen
neodictaduras parecidas a la establecida en Cuba desde 1959, aunque en el caso
de Bolivia y Nicaragua se respetan generalmente las leyes de la economía de
mercado. En Venezuela, ni siquiera se aplican esas normas básicas que aconseja
el sentido común, ni se aprenden las numerosas lecciones dejadas por el fracaso
recurrente del intervencionismo abusivo.
El
neocomunismo de Nicolás Maduro ha hundido a Venezuela en la peor crisis de su
historia. La destrucción de las instituciones democráticas se combina con la
debacle económica. Una de las expresiones más inapelables del descalabro es la
estampida de venezolanos que huyen despavoridos a refugiarse en los países
vecinos. La destrucción nacional ocurre en presencia de una comunidad
internacional que no sabe cómo actuar para proteger al país de la agresión
interna, desatada de forma implacable por la alianza militar cívica construida
por el madurismo. Para protegerse, el régimen apela a los lugares comunes más
cínicos del diccionario político. Habla de soberanía nacional, pero resulta que
acabó con la Asamblea Nacional, órgano que por excelencia encarna esa
soberanía. Dice que los problemas de Venezuela tienen que resolverlos los
venezolanos; ahora bien, ¿cómo podemos resolverlos los venezolanos si los
partidos más importantes están proscritos, los líderes políticos inhabilitados,
presos u obligados a exiliarse? ¿Quién puede ser el interlocutor del gobierno
o, incluso, de la comunidad internacional, si una de metas del régimen (y la ha
logrado) ha sido perseguir, debilitar y fragmentar a la oposición, e inventar o
magnificar intentos de golpe que jamás comprometieron la estabilidad del
régimen?
Al igual
que el gobierno utiliza sin pudor los instrumentos de la democracia para
pervertirla, se vale del discurso patriotero ancestral para defender una
‘soberanía’ que solo favorece a la cúpula que disfruta de modo obsceno del
poder. Los demócratas venezolanos jamás podremos sacudirnos el yugo madurista
sin la cooperación activa y permanente de los países amigos de la libertad. El
régimen construyó un modelo hermético e inexpugnable del cual goza una gruesa
capa de militares, la burocracia del Psuv y la clase económica surgida a la
sombra de la inmensa corrupción que ha campeado durante veinte años.
Los
llamados piadosos al diálogo y al entendimiento, como la última declaración del
Grupo de Lima –con el rechazo de Colombia, Canadá y Guyana- solo sirven para envalentonar
a un régimen dispuesto a moverse en el escenario de la tierra arrasada. Sin
llegar al extremo de la invasión militar, hay muchas otras formas de presionar
desde el exterior para salvar a Venezuela.
Trino
Márquez
@trinomarquezc
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