Por Carolina Gómez-Ávila
La emigración de venezolanos
nos hiere a todos. A todos nos ha alejado de familia, amigos y planes. A todos
nos ha dejado cojos de afecto y sin puntos de apoyo para sobrellevar las
variadas formas de precariedad que se pueden experimentar en la vida, a pesar
de que sirvan para la supervivencia. Eso sería un milagro.
Pero una cosa es lo humano y
otra lo político. El éxodo de connacionales está en la rebatiña por parte de
quienes aspiran a liderar la opinión pública. Dependiendo de cómo interpretemos
la migración, dependiendo de cómo lo hagan el resto de los países de la región
y cómo lo valoren los del resto del mundo, podría cambiar el equilibrio de
fuerzas políticas. Eso sería milagroso.
Pero lo que es una crisis
casi inmanejable en Cúcuta puede representar una gran oportunidad de mercado
para Pekín, un negocio ubérrimo para el Kremlin y quién sabe si una promesa
para el Daesh. Además, los miles de venezolanos que llegan caminando a
Pacaraima no implican lo mismo que los otros miles que aterrizan en el
Aeropuerto Internacional Arturo Merino Benítez y se reflexiona poco sobre estas
diferencias.
Para algunos países de la
región, evitar que miles de venezolanos que emigran enfermos produzcan una
pandemia sería un milagro. Para otros, aprovechar la mano de obra venezolana
como catalizadora en sus planes de crecimiento económico sería milagroso
Pero para nuestros líderes
políticos que intentan recuperar su maltratado prestigio, la diáspora es el
sustituto de las guarimbas de 2014 y de las manifestaciones de 2017. Como en
esas ocasiones, algunos piden acciones y apoyos lícitos, lo que sería
milagroso; otros, piden que extranjeros hagan el trabajo sucio y luego no nos
pasen factura, lo que sería un milagro.
Que el discurso político (y
su versión más devaluada: la “conversación” en el mundo virtual) giren
únicamente en torno a ello, no es sino otro error que nos aleja aún más de lo
que podemos y debemos hacer los venezolanos que seguimos viviendo aquí para
producir una transformación en el poder político, ya que un cambio podría
resultar mucho peor.
Si bien es cierto que hace
20 años muchos vimos claramente hacia dónde apuntaba el proyecto personalista
del felón de la patria, no tuvimos idéntica agudeza para entender que
participar en cada una de sus iniciativas era la única forma de hacerle el
adecuado contrapeso.
Pusimos de moda la altanera
e inútil indignación y nos movilizamos hacia ninguna parte; es decir, no
hicimos nada. Hoy, quienes no hemos querido o podido expatriarnos, ni siquiera
tenemos líderes sensatos que nos ayuden a reinsertarnos de una manera que sirva
para propiciar la restitución de la República y la restauración de la democracia.
Pero mientras, desde afuera, se nos exige que iniciemos una rebelión. Sí, a
nosotros, hambreados, enfermos, temerosos y sin recursos. ¡Caramba, eso sería
un milagro!
Sobre el coraje para
proponer participación con método; sobre cómo mostrar a la base chavista que no
hay gloria, mérito ni retribución alguna en su revancha social porque la
discriminación por hambre y enfermedad es un búmeran, no se dice que sería
milagroso.
Creo que no habría mejores
ni más útiles patriotas que quienes aprovecharan esta oportunidad para dar el
ejemplo de que es necesario transformarnos todos. No concibo mejores ciudadanos
que quienes -sin ocultar ni presumir de sus llagas- actúen en favor integrarnos
en esta hora.
Y la integración es un
método de transformación de la sociedad operado desde las bases
inexplicablemente abandonadas por los políticos. Sería lento y claro que no
sería un milagro, ¡pero sería milagroso!
29-09-18
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