Por Carolina Gómez-Ávila
Quisiera leer historias
acerca de la autoexclusión narradas en primera persona. No es imprescindible
que incluyan admisión de responsabilidad en el actual estado de cosas, eso se
narra solo. Quisiera leerlas porque no recuerdo a cabalidad cuándo comenzaron a
suceder ni en cuáles áreas tuvieron lugar en los primeros tiempos de la
destrucción.
No sé si fue tras el proceso
“supraconstitucional” porque aún estaban en escena los “notables” y la
autoexclusión les daba más visibilidad. Pero sí sé que se hizo cada vez más
frecuente, como todo lavado cerebral, con pequeñas y desafiantes propuestas del
felón de la patria.
Cambiar el nombre de la
República quizás fue una menudencia o la punta del iceberg porque, después,
todo cambió de nombre. El caballo del tercer cuartel del escudo ya no estaría
pendiente de quién lo sigue y la provincia de Guayana pasaría a ser una
estrella en la bandera nacional para dejar de serlo en el desarrollo del país.
A cada novedad, la
indignación moral (la estrategia más usada para darle al idiota algo de
dignidad, dijo Mc Luhan) producía una suerte de “¡Pues yo no!” que servía de
ladrillo para construir el muro de separación entre venezolanos
Lo reclamé. Corría 2002 y
por supuesto que fui vista con sospecha por quienes se suponía que eran mis
iguales, de modo que yo también eché mano de la cuchara de albañilería que
todos cargamos en la busaca y argamasé el futuro que hoy es presente.
Así pues, visto de cerca, no
había que registrarse para obtener el Certificado de Productor Nacional
Independiente, no había que trabajar en los medios de comunicación del Estado,
no había que participar en las mesas de trabajo en las que se redactaría la Ley
Resorte. Y un poco más allá, no había que formar parte de los Consejos
Comunales, no había que comprar la marca de atún que ahora era de estos
ladrones, tampoco aquella de pan y mucho menos pisar ciertas tiendas.
Como entonces, hoy creo que
tales decisiones fueron las peores. Intenté, como intento hoy, abogar por
participar en todo, incluso en lo que sepamos perdido, porque sólo
integrándonos podremos ir convenciendo (trabajosamente y uno por uno, nadie
espere milagros) a los encantados por el flautista que nos llevó a este
precipicio en el que hoy mal vivimos todos.
Me sentí poca por aquella
paremia sobre las golondrinas y el verano. Además fracasé: fui incapaz de
competir con quienes sembraban la monstruosa propuesta que llevó a millones a
autoexcluirse en las pequeñas cosas hasta terminar por autoexcluirse del suelo
patrio.
Pasó el tiempo y con él lo
que se preveía. El delirio autoexcluyente llegó a su clímax cuando propuso
pedirle a extranjeros lo que sólo nosotros podemos y debemos hacer.
No habrá invasión, no debe
haberla. Ni siquiera una que derrumbe ese gigantesco muro que levantamos para
no participar y sobre el cual los venezolanos lloramos nuestra desgracia.
Porque a diferencia del de
Jerusalén, este muro de las lamentaciones no es sagrado. No es lo que quedó en
pie tras el ataque; al contrario, fue lo que levantamos laboriosa y tozudamente
durante casi 20 años de pésimas decisiones de autoexclusión que impidieron
motorizar una oportuna enmienda que diera al traste con la reelección
indefinida y la prohibición de financiamiento de los partidos políticos por
parte del Estado.
A esto último, un puñado de
políticos zánganos le tuvo miedo. Ahora que lloran, quizás comprendan que,
aunque durante algunos años hubieran tenido menos dinero, a estas alturas ya
tendrían el poder. Y en este punto lloramos todos.
22-09-18
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