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sábado, 29 de septiembre de 2018

La terapia de Zapatero, por Federico Vegas




Federico Vegas 28 de septiembre de 2018

Por razones que necesito examinar, suele ocurrirme que cuando un español me habla siento que está imitando a un español. Al principio me resultaba placentero este trastorno perceptivo, pero se ha ido acrecentando y convirtiendo en algo que no puedo evitar ni soportar. Es como vivir dentro de una comedia costumbrista rodeado de actores, en la que soy el único espectador de una ficción que debería tomarme en serio.

Cuando encuentro un venezolano en Barcelona, me refugio en la calidez y seguridad de nuestro inimitable acento y tiendo a ponerme muy serio, exagerando criollismos y buscando reposo en ese reiterativo compartir de nuestras angustias por un cataclismo que, por cierto, un español es incapaz de comprender.

Una de las posibles causas de mi patología puede ser el cambio que ha vivido mi generación. En menos de medio siglo, España pasó de ser una pobre madre patria a una madrastra rica e indiferente. Estos radicales cambios de perspectiva suelen generar esas risitas nerviosas, incluso hipócritas, de los desubicados. Durante la locura de mediados del siglo XX, los venezolanos veíamos a los españoles como unos personajes que venían a prestarnos servicios. Había excepciones. Recuerdo un señorito con ínfulas aristocráticas que llegó a Caracas a la búsqueda de una novia rica, y se trajo un mayordomo que decía orgulloso:

—Mi señó es tan señó, que no usa ni reló.

En una ocasión leí en un clasificado de El Universal: “Se solicita servicio de adentro. Gallegas abstenerse”. Hoy parece un aberrante y surrealista exabrupto, pero muchos burgueses venezolanos creían en esos años de posguerra que en Europa estaban las colonias que nos proporcionaban mano de obra.

Comienza el siglo XXI y los venezolanos hemos vuelto a ser colonia y carne de cañón retrocediendo dos siglos. Pasamos de ser centrípetos a centrífugos. El presidente Maduro se burla de quienes se van al exterior a limpiar pocetas, y alguno le contesta:

—Es preferible limpiar pocetas que comer mierda.

Algo tendrán que ver estos cambios con mis problemas de sintonización y balanceo. A lo que se suma la legión de chistes que escuché en la infancia y buena parte de mi juventud. Está el del madrileño que va donde el doctor y le dice:

—Doctor, he venido porque estoy poseso.

—Hombre, que se trata de algo muy grave. Implica la intervención del demonio.

—¡Pos eso!

No es un gran chiste, pero comprendan que sonría cada vez que alguien suelta un “pos eso”. Y, ¡cómo abundan!

Está también el del catalán sentado en el vagón de un tren. Alguien le pide que baje la ventana porque hace calor, luego que la suba un poquito porque hace frío, y siempre el catalán acepta diciendo: “Es igual”. Al cuarto pedido se aclara porque da lo mismo que la suba o la baje:

—Es igual, total, no hay cristal.

Entre un “Es igual” por aquí y un “Pos eso” por allá, a veces ni entiendo lo que me dicen por el esfuerzo de aguantar la risa. Agota el vivir rodeado de giros graciosos.

Añádase los ecos de un cerro de películas de Almodóvar y Berlanga. El verdugo, para dar un ejemplo, la he visto unas siete veces. Tengo cierta edad y llegué a ver versiones de Tarzán dobladas al español. En una llegan los pigmeos a la choza en el árbol y gritan:

—¡Señor Tarzán, señor Tarzán, la señorita Jane se ha caído en la poza!

Sale Tarzán con la mona Chita y agarra una liana mientras grita:

—¡A por ella, mis chavales!

Cuando hablo en italiano me hago entender a duras penas usando frases que recuerdo de películas que me han marcado. Podría decir que mi italiano es entre peorro y fellinesco. Mi visión del español de España está infinitamente más atiborrada de referencias, recuerdos y algunas estrofas de canciones que le dan esa resonancia picaresca, como la de Pedrito Rico:

—Esa maldita pared, yo la voy a tumbar algún día.

Además tengo que lidiar con las diferencias de significado. La palabra “tío”, que en mi conciencia está llena de veneración y cariño, para un español puede significar: “Una persona cuya identidad se desconoce o no se quiere expresar”. Cada vez que un español habla de un despreciable “tío” siento que se derrumba el endeble muro de mis respetos y me resulta fascinante tanta irreverencia.

Digamos que es un metalenguaje del que participa desde Cervantes hasta el grupo Mecano, una carga que en ocasiones puede llegar a ser aplastante, ineludible. Si esto lo combinamos con el agonizante estado de nuestro país, se explica que mis risas se hayan convertido en las de un triste payaso.

Los políticos españoles suelen ser los más graciosos. Cuando río con algunas de sus declaraciones, como aquella de Aznar imitando a Bush en Texas, o de Pablo Iglesias encorvado por el peso de su marchito moño a lo Rapunzel, no se trata de una risa placentera y contagiosa, sino una reacción incontrolable que me mortifica y no logro compartir.

La famosa declaración de Zapatero sobre migración es un caso aparte. Vean el video con atención y noten la posición implorante de sus hombros, como pidiendo perdón de antemano por lo que va a soltarnos. Con tanto drama y expresividad, ¿cómo no pensar que está haciendo el papel de un expresidente español que sin más motivos que hacer el bien y abogar por la paz mundial ha decidido pontificar sobre lo que está sucediendo en Venezuela?

Según Zapatero, la emigración de tres millones de venezolanos a otros países es una consecuencia de las sanciones económicas impuestas por los Estados Unidos. Hasta aquí me lo aguanto con estoicismo. No pasa de ser un cínico, y el cinismo siempre le cuadrará bien a un político. Solo me pregunto: ¿por qué abrirá desmesuradamente los ojos en un paroxismo de sinceridad? ¿Por qué moverá la cabeza reafirmándose con un temblor de cuello? Stanislavski estaría orgulloso de tener un alumno tan capaz de privilegiar lo orgánico y esconder lo artificial. Mientras admiro su actuación, Zapatero suelta una frase y me invade la reacción que tanto me debilita: unas convulsivas ganas de reír:

—Esto debería dar lugar a una cierta reflexión —nos dice, con una mueca invitante y patriarcal.

“¿A qué se deben estos espasmos que no logra controlar?”, me pregunto, y por fin comienza a surgir una respuesta que nunca había considerado: Zapatero ha hablado con el acento y la superioridad de los curas jesuitas del colegio San Ignacio. Recuerdo uno que nos asustaba en misa con una prédica que no era fácil entender:

—¡Cuidado con el azar!

“¡Por fin!”, exclamo, creyendo haber encontrado una posible solución a mi paranoia: no es que los españoles hacen el papel de españoles, la raíz del problema es que veo en ellos una representación de mis fantasmas, de mis limitaciones, de mi frustración.

Ahora comienzo a entender por qué me costaba tanto enamorarme de aquella española tan linda y culta que conocí cuando los dos teníamos diecisiete años: ella hablaba como las monjas de Villa Loyola y me parecía un pecado besarla. Mi trauma es religioso. Ya puedo transitar con libertad y seriedad por Barcelona, Sevilla y Pontevedra.

Zapatero está utilizando, con aparente humildad, los trucos colonizadores de la gesta cristiana que se extendió desde la Patagonia hasta California. Él es dueño de la verdad y se considera ungido para ser el líder religioso de todos los venezolanos. Desde su superioridad espiritual, lo que para nosotros es la total solución de nuestros problemas, para él es apenas “una cierta reflexión”. La culpa de que abandonemos nuestros trabajos, nuestros hogares, nuestros padres, nuestros hijos y los huesos de nuestros muertos, la tienen las sanciones económicas de los Estados Unidos. El día que nos entregue el resto de su pensamiento volveremos a ser lo que una vez fuimos.

Este sumo sacerdote, mantenido por nuestros opresores y investido con la magia y los espejos de los misioneros, nos regala con bondad la sapiencia del Viejo Mundo. Representa el ángel bueno y elevado del socialismo y solo él puede impedir que las tribus se coman unas a otras bajo la influencia de los imperios anglosajones. No quiero caer en el trillado proverbio “Zapatero a tus zapatos”, pero me gustaría saber cuánto vale lo que calza cuando pisotea nuestra patria. Llamar imbécil a un actor tan consagrado es un elogio.

A manera de terapia veo el video de sus desinteresados consejos una y otra vez. Quiero aprender a reírme sin dejar de pensar. Unas líneas de un cuento de Nabokov, “El Tiranicida”, vienen al caso:

La Risa, en realidad me salvó. Luego de experimentar cada grado del odio y la desesperación, alcancé esas alturas desde donde uno obtiene una visión panorámica del ridículo.



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