Francisco Fernández-Carvajal 25 de septiembre de 2018
—
Imitar a Cristo en su compasión por los que sufren.
—
Llevar a cabo lo que Él haría en esas circunstancias.
— Con
la caridad, la mirada se hace más penetrante para percibir los bienes divinos.
I. Entre
las obras de misericordia corporales, la Iglesia ha vivido desde los primeros
tiempos la de visitar y acompañar a quien padece una enfermedad, aliviándole en
lo posible y ayudándole a santificar ese estado. Ha insistido siempre en la
necesidad y en la urgencia de esta manifestación de caridad, que tanto nos
asemeja al Maestro y que tanto bien hace al enfermo y a quien la practica. «Ya
se trate de niños que han de nacer, ya de personas ancianas, de accidentados o
de necesitados de cura, de impedidos física o mentalmente, siempre se trata del
hombre, cuya credencial de nobleza está escrita en las primeras páginas de la
Biblia: Dios creó al hombre a su imagen (Gen 1,
27). Por otra parte, se ha dicho a menudo que se puede juzgar de una
civilización según su manera de conducirse con los débiles, con los niños, con
los enfermos, con las personas de la tercera edad...»1.
Allí donde se encuentra un enfermo ha de ser «el lugar humano por excelencia
donde cada persona es tratada con dignidad; donde experimente, a pesar del
sufrimiento, la proximidad de hermanos, de amigos»2.
Los
Evangelios no se cansan de ponderar el amor y la misericordia de Jesús con los
dolientes y sus constantes curaciones de enfermos. San Pedro compendia la vida
de Jesús en Palestina con estas palabras en casa de Cornelio: Jesús el
de Nazaret... pasó haciendo el bien y sanando...3.
«Curaba a los enfermos, consolaba a los afligidos, alimentaba a los
hambrientos, liberaba a los hombres de la sordera, de la ceguera, de la lepra,
del demonio y de diversas disminuciones físicas; tres veces devolvió la vida a
los muertos. Era sensible a todo sufrimiento humano, tanto del cuerpo como del
alma»4. No pocas veces se hizo encontradizo con el dolor y la
enfermedad. Cuando ve al paralítico de la piscina, que llevaba ya treinta y
ocho años con su dolencia, le preguntó espontáneamente: ¿Quieres curar?5.
En otra ocasión se ofrece a ir a la casa donde estaba el siervo enfermo del
Centurión6. No huye de las dolencias tenidas por contagiosas y más
desagradables: al leproso de Cafarnaún, a quien podía haber curado a distancia,
se le acercó y, tocándole, le curó7.
Y, como leemos en el Evangelio de la Misa de hoy8,
cuando envía por vez primera a los Apóstoles para anunciar la llegada del
Reino, les dio a la vez potestad para curar enfermedades.
Nuestra
Madre la Iglesia enseña que visitar al enfermo es visitar a Cristo9,
servir al que sufre es servir al mismo Cristo en los miembros dolientes de su
Cuerpo místico. ¡Qué alegría tan grande oír un día de labios del Señor: Ven,
bendito de mi Padre, porque estuve enfermo y me visitaste...! Me
ayudaste a sobrellevar aquella enfermedad, el cansancio, la soledad, el
desamparo...
Examinemos
hoy cómo es nuestro trato con quienes sufren, qué tiempo les dedicamos, qué
atención... «—Niño. —Enfermo. —Al escribir estas palabras, ¿no sentís la
tentación de ponerlas con mayúscula?
»Es
que, para un alma enamorada, los niños y los enfermos son Él»10.
II. La
misericordia en el hombre es uno de los frutos de la caridad, y consiste en
«cierta compasión de la miseria ajena, nacida en nuestro corazón, por la que
–si podemos– nos vemos movidos a socorrerla»11.
Es propio de la misericordia volcarse sobre quien padece dolor o necesidad, y
tornar sus dolores y apuros como cosa propia, para remediarlos en la medida en
que podamos. Por eso, cuando visitamos a un enfermo no estamos como cumpliendo
un deber de cortesía; por el contrario, hacemos nuestro su dolor, procuramos
aliviarlo, quizá con una conversación amable y positiva, con noticias que le
agraden, prestándole pequeños servicios, ayudándole a santificar ese tesoro de
la enfermedad que Dios ha puesto en sus manos, quizá facilitándole la oración,
o leyéndole algún libro bueno, cuando sea oportuno... Procuramos obrar como
Cristo lo haría, pues en su nombre prestamos esas pequeñas ayudas, y nos
comportamos a la vez como si acudiéramos a visitar a Cristo enfermo, que tiene
necesidad de nuestra compañía y de nuestros desvelos.
Cuando
visitamos a una persona enferma o de alguna manera necesitada hacemos el mundo
más humano, nos acercamos al corazón del hombre, a la vez que derramamos sobre
él la caridad de Cristo, que Él mismo pone en nuestro corazón. «Se podría decir
–escribe el Papa Juan Pablo II– que el sufrimiento presente bajo tantas formas
diversas en el mundo, está también presente para irradiar el amor al hombre,
precisamente en ese desinteresado don del propio “yo” en favor de los demás
hombres, de los hombres que sufren. Podría decirse que el mundo del sufrimiento
humano invoca sin pausa otro mundo: el del amor humano; y aquel amor
desinteresado, que brota en su corazón y en sus obras, el hombre lo debe de
algún modo al sufrimiento»12.
¡Cuánto bien podemos hacer siendo misericordiosos con el sufrimiento ajeno!
¡Cuántas gracias produce en nuestra alma! El Señor agranda nuestro corazón y
nos hace entender la verdad de aquellas palabras del Señor: Es mejor
dar que recibir13.
Jesús es siempre un buen pagador.
III. La misericordia
–afirma San Agustín– es «el lustre del alma», pues la hace aparecer buena y
hermosa14 y cubre la muchedumbre de los pecados15,
pues «el que comienza a compadecerse de la miseria de otro, empieza a abandonar
el pecado»16. Por eso es tan oportuno que nos acompañe ese amigo que
tratamos de acercar a Dios cuando vamos a visitar a un enfermo. La preocupación
por los demás, por sus necesidades, por sus apuros y sufrimientos, da al alma
una especial finura para entender el amor de Dios. Afirma San Agustín que
amando al prójimo limpiamos los ojos para poder ver a Dios17.
La mirada se hace más penetrante para percibir los bienes divinos. El egoísmo
endurece el corazón, mientras que la caridad dispone para gozar de Dios. Aquí
la caridad es ya un comienzo de la vida eterna18,
y la vida eterna consistirá en un acto ininterrumpido de caridad19.
¿Qué mejor recompensa, por ir a visitarlo, podría darnos el Señor, sino Él
mismo? ¿Qué mayor premio que aumentar nuestra capacidad de querer a los demás?
«Por mucho que ames, nunca querrás bastante.
»El
corazón humano tiene un coeficiente de dilatación enorme. Cuando ama, se
ensancha en un crescendo de cariño que supera todas las
barreras.
»Si
amas al Señor, no habrá criatura que no encuentre sitio en tu corazón»20.
Ancianos
y enfermos, personas tristes y abandonadas, forman hoy una legión cada vez
mayor de seres dolientes que reclaman la atención y la ayuda particular de
nosotros los cristianos. «Habrá entre ellos quienes sufran en sus domicilios
los rigores de la enfermedad o de la pobreza vergonzante, aunque esos quizá
sean los menos. Existen actualmente, como es sabido, numerosos hospitales o residencias
de ancianos, promovidos por el Estado y por otras instituciones, bien dotados
en lo material y destinados a acoger a un creciente número de necesitados. Pero
esos grandes edificios albergan con frecuencia a multitudes de individuos
solitarios, que viven espiritualmente en completo abandono, sin compañía ni
cariño de parientes y amigos»21.
Nuestra atención y compañía a estas personas que sufren atraerá sobre nosotros
la misericordia del Señor, de la que andamos tan necesitados.
En
la Liturgia de las Horas, se dirige hoy al Señor una petición que
bien podemos hacer nuestra al terminar la oración: Haz que sepamos
descubrirte a Ti en todos nuestros hermanos, sobre todo en los que sufren y en
los pobres22.
Muy cerca de quienes sufren encontramos siempre a María. Ella dispone nuestro
corazón para que nunca pasemos de largo ante un amigo enfermo, y ante quien
padece necesidad en el alma o en el cuerpo.
1 Pablo
VI, Alocución 24-V-1974. —
2 Ibídem.
—
3 Hech 10,
38. —
4 Juan
Pablo II, Carta Apost. Salvifici doloris, 11-II-1984, 16.
—
5 Jn 5,
6. —
6 Cfr. Mt 8,
7. —
7 Mt 8, 3. —
8 Lc 9, 1-6. —
9 Cfr. Mt 25, 36-44 ss. —
10 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 19. —
11 San
Agustín, La Ciudad de Dios, 9, 5. —
12 Juan
Pablo II, loc cit., 29. —
13 Hech 20,
35. —
14 San
Agustín, en Catena Aurea, vol. VI, p. 48. —
15 Cfr. 1
Pdr 4, 8. —
16 San
Agustín, loc., cit. —
17 ídem, Comentario
al Evangelio de San Juan, 17, 8. —
18 1
Jn 3, 14. —
19 Cfr. Santo
Tomás, Suma Teológica, 1-2, q. 114, a. 4. —
20 San
Josemaría Escrivá, Vía Crucis, VIII, 5. —
21 J.
Orlandis, 8 Bienaventuranzas, EUNSA. Pamplona 1982, p. 105.
—
22 Liturgia
de las Horas, Preces de Laudes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico