Alonso Moleiro 24 de septiembre de 2018
El
capítulo más triste y concluyente de la crisis venezolana actual se expresa en
la migración incontrolada de ciudadanos cruzando las fronteras, caminando hacia
naciones vecinas. Se marcha en desbandada, estafado, ya no las clases medias,
sino el mismo pueblo que acompañó las promesas de Hugo Chávez. El que salió a
protestar el año pasado, demandando el respeto a su voto, al parlamento y la
legalidad.
Este
es un fenómeno que nunca se había visto en nuestra historia, pero con una
tendencia creciente, que tiene ya varios años de gestación. Fue desoído por la
dirigencia chavista, un movimiento político narciso y pagado de sí mismo,
metido en el cuarto de espejos de su propia mitología. Luego de haber quebrado
una nación millonaria, Miraflores está ahora frente a una compleja
circunstancia que no puede controlar ni maquillar.
Esta
mácula en la historia nacional, la vergüenza de la Venezuela actual, es el acta
definitiva, la sentencia histórica del fracaso chavista como proyecto de poder.
Sus significados gravitan entre nosotros.
Cualquier nación latinoamericana del arco contiguo está en condiciones
de ofrecerle a los venezolanos parámetros mínimos para llevar una vida que acá
luce inconcebible. La infernal vida cotidiana en Venezuela ha concretado la
zona del colapso; la crisis que expresa la presencia de Nicolás Maduro en el
poder va mucho más allá del terreno económico; y la gestión del chavismo,
movimiento político que ha manejado millones de dólares para financiar y
diseñar proyectos de desarrollo, se ha fundido en la más espantosa y grostesca
corrupción.
La
emigración es el certificado ambulante de la estafa chavomadurista en el poder.
A
todos ha quedado claro que el descontrol político que comporta la circunstancia
migratoria venezolana se puede traducir en, lo tocante al gobierno, en
presiones, disgustos, irritación, pero nunca en vergüenza. El chavismo se ha
decidido a profundizar en las dimensiones de su propia estupidez, a pesar de
que las consecuencias de sus ejecutorias han sido suficientemente advertidas, y
no está dispuesto a deponer actitudes o a ensayar rectificaciones.
Las
estrepitosas dimensiones de la catástrofe que han creado los chavistas
administrando la hacienda nacional, con sus graves consecuencias sociales, no
ha sido obstáculo para que Maduro, Cabello, Amoroso, Díaz, entre otros
dirigentes responsables del naufragio del país, se sigan sintiendo los
causahabientes naturales de la venezolanidad; los únicos llamados a conducir
los destinos de los ciudadanos, y asuman como un derecho adquirido el haber
articulado un complot institucional que le cierre las puertas a cualquier
salida política a la crisis. Es decir, a una salida consultiva honrada, que se
anime a jugar limpio, con unos resultados que reflejen el deseo del pueblo
venezolano –ese que se está yendo, desesperado, por cualquier resquicio, hacia
cualquier otro país– y al cual todos estemos obligados a atenernos.
A fin
de cuentas, es el cierre de todas las compuertas políticas, la consolidación
del espíritu gamberro y divorciado de la legalidad que exhibe el alto gobierno,
en contubernio con el resto de los poderes públicos del régimen bolivariano, el
que ha disparado las hipótesis radicalizadas, el que le abre campo a las
consideraciones sobre una asonada militar o una intervención internacional.
Capítulos que nadie desea que se concreten, porque seguramente van a entrañar
episodios oscuros y muy traumáticos, pero que, así como se van, regresan,
traídos por la indignación y la desesperanza. Estamos ante una administración
que no está dispuesta a que la auditen, porque es inauditable, y que ha roto
peligrosamente, con la complicidad de la Fuerza Armada, las obligaciones
inherentes al espíritu republicano.
Por
estos días regresan versiones que dan cuenta de nuevas conversaciones e
intentos para reagruparse en las filas opositoras. El campo de la disidencia
democrática del país, perseguido con ferocidad por la legalidad chavista,
también ofrece un panorama oscuro y desolado, con una dirigencia que parece
haber perdido la brújula, donde el cálculo menudo sobre nombres y partidos
parece imponerse sobre las obligaciones unitarias.
La
primera obligación que tiene la dirigencia opositora, si de verdad desea
recobrar la credibilidad entre sus decepcionados seguidores, debería consistir
en hacerle una proposición a la población, que llene el vacío, y que demande,
también, la consideración del gobierno. Señalar un camino, poblar la senda que
transitamos con proposiciones de contenido político.
Proponer,
por ejemplo, mientras la crisis económica sigue devorando víctimas y a todos
nos queda claro que Nicolás Maduro jamás podrá resolverla, un acuerdo para
repetir las elecciones. Una idea que
descanse en la convicción generalizada de que la consulta del 20 de mayo fue
una burla que el país no se tomó en serio, en la cual muchos dirigentes y
partidos quedaron impedidos de participar, y donde los efectivos de la Fuerza
Amada colaboraron, de forma condenable, para consolidar la victoria de Maduro.
Salir
a la calle, no a convocar a la población para que se concentre en un sólo
lugar, sino irla a buscar a los sitios donde hace compras o trabaja, e intentar
llenar las zonas de desesperanza con un mensaje movilizador, que nos saque de
nuestro marasmo desolado y nos regrese el amor por la causa nacional. Una
idea-fuerza que puede ser escuchada, además por la comunidad internacional, que
permita deconstruír el fraude de Maduro
Pedir
una cita electoral decente a un gobierno que se ha quedado sin crédito
político, que ya no tiene tiempo para formular nuevas promesas de futuro,
podría constituirse en una fórmula para enfrentar el último tramo de 2018.
Pedirla, tomando la ola de la presión de la crisis, aunque Maduro se niegue a ejecutarla.
Que lleguemos todos a la zona de la toma de posesión con un país inconforme,
desconociendo una realidad adulterada, y no resignado y solo ante las
magnitudes de su propia tragedia personal.
Alonso
Moleiro
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