Francisco Fernández-Carvajal 17 de septiembre de 2018
—
Acudir al Corazón misericordioso de Jesús en todas las necesidades del alma y
del cuerpo.
— La
misericordia de la Iglesia.
— La
misericordia divina en el Sacramento del perdón. Condiciones de una buena
confesión.
I. Jesús
iba camino de una pequeña ciudad llamada Naín1,
acompañado de sus discípulos y de una gran muchedumbre. Al entrar en la ciudad
se encontró con otro grupo numeroso de gentes que llevaban a enterrar a un
difunto, hijo único de una mujer viuda. Es muy probable que Jesús y los suyos
se detuvieran esperando el paso del cortejo fúnebre. Entonces, Jesús se fijó en
la madre y se llenó de compasión por ella. En muchas ocasiones los
Evangelistas señalan estos sentimientos del Corazón de Jesús cuando se
encuentra con la desgracia y el sufrimiento, ante los que nunca pasa de largo.
Al ver a la muchedumbre –escribe San Mateo relatando otro encuentro con la
necesidad– se compadeció Jesús de las gentes porque andaban
como ovejas que no tienen pastor2,
abandonadas de todo cuidado; al leproso que con tanta esperanza ha acudido a
Él, lleno de compasión le dijo: Queda limpio3;
cuando la muchedumbre le seguía sin preocuparse del alimento y de la dificultad
para ir a buscarlo, dijo a sus discípulos: Me da lástima esta gente,
y multiplicó para ellos los panes y los peces4;
en otra ocasión, lleno de misericordia, tocó los ojos a un ciego y
le devolvió la vista5.
La
misericordia es «lo propio de Dios»6,
afirma Santo Tomás de Aquino, y se manifiesta plenamente en Jesucristo, tantas
veces cuantas se encuentra con el sufrimiento. «Jesús, sobre todo con su estilo
de vida y con sus acciones, ha demostrado cómo en el mundo en que vivimos está
presente el amor, el amor operante, el amor que se dirige al hombre y abraza
todo lo que forma su humanidad. Este amor se hace notar particularmente en el
contacto con el sufrimiento, la injusticia, la pobreza; en contacto con toda la
condición humana histórica que de distintos modos manifiesta la limitación y la
fragilidad, física o moral, del hombre»7.
Todo el Evangelio, pero especialmente estos pasajes en que se nos muestra el
Corazón misericordioso de Jesús, ha de movernos a acudir a Él en las
necesidades del alma y del cuerpo. Él sigue estando en medio de los hombres, y
solo espera que nos dejemos ayudar.
Señor,
escucha mi oración, que mi grito llegue hasta Ti; no me escondas tu rostro el
día de la desgracia. Inclina tu oído hacia mí; cuando te invoco, escúchame
enseguida, recitan los sacerdotes en la Liturgia de las
Horas de hoy8.
Y el Señor, que nos escucha siempre, viene en nuestra ayuda sin hacerse
esperar.
II. Al
ver Jesús a la mujer, se compadeció de ella y le dijo: No llores. Se
acercó y tocó el féretro. Los que lo llevaban se detuvieron; y dijo: Muchacho,
a ti te lo digo, levántate. Y el que estaba muerto se incorporó y comenzó a
hablar; y se lo entregó a su madre.
Muchos
Padres han visto en la madre que recupera a su hijo muerto una imagen de la
Iglesia, que recibe también a sus hijos muertos por el pecado a través de la
acción misericordiosa de Cristo. La Iglesia, que es Madre, con su dolor
«intercede por cada uno de sus hijos como lo hizo la madre viuda por su hijo
único»9. Ella «se alegra a diario –comenta San Agustín– con los
hombres que resucitan en su alma. Aquel, muerto en cuanto al cuerpo; estos, en
cuanto a su espíritu»10.
Si el Señor se compadece de una multitud que tiene hambre, ¿cómo no se va a
compadecer de quien padece una enfermedad en el alma o lleva ya en sí la muerte
para la vida eterna?
La
Iglesia es misericordiosa «cuando acerca a los hombres a las fuentes de la
misericordia del Salvador, de la que es depositaria y dispensadora»11.
Especialmente, «en la Eucaristía y en el sacramento de la penitencia o
reconciliación. La Eucaristía nos acerca siempre a aquel amor que es más fuerte
que la muerte». Y es el sacramento de la Penitencia «el que allana el camino a
cada uno, incluso cuando se siente bajo el peso de grandes culpas. En este
sacramento cada hombre puede experimentar de manera singular la misericordia,
es decir, el amor que es más fuerte que el pecado»12.
Jesús
pasa de nuevo por nuestras calles y ciudades y se compadece de tantos males
como padece esta humanidad doliente; sobre todo se compadece de los hombres que
cargan con el único mal absoluto que existe, el pecado. A todos nos dice: Venid
a Mí... Nos invita a cada uno para quitarnos el pesado fardo del
pecado. Ejerce su misericordia sanando y aliviándonos del lastre más pesado,
principalmente en la Confesión sacramental, uno de los misterios más gozosos de
la misericordia divina. Cuando instituyó este sacramento tenía puestos sus ojos
llenos de bondad en cada uno de los que habíamos de venir después, en nuestros
errores, en las flaquezas, en las ocasiones en que quizá nos íbamos a mantener
alejados de la Casa del Padre. Es este también el sacramento de la paciencia
divina, el sacramento de nuestro Padre Dios avistando cada día a las puertas de
la eternidad el regreso de los hijos que se marcharon.
Examinemos
hoy nosotros cómo apreciamos este sacramento que Cristo instituyó con tanto
amor para dar la Vida si se hubiera muerto por el pecado mortal y para
fortalecernos si estuviéramos débiles o enfermos por las faltas y pecados
veniales.
III. La
misericordia de Dios es infinita; inagotable «es la prontitud del Padre en
acoger a los hijos pródigos que vuelven a casa. Son infinitas la prontitud y la
fuerza del perdón que brotan continuamente del sacrificio de su Hijo. No hay
pecado humano que prevalezca por encima de esta fuerza y ni siquiera que la
limite. Por parte del hombre puede limitarla únicamente la falta de buena
voluntad, la falta de prontitud en la conversión y en la penitencia, es decir,
su perdurar en la obstinación, oponiéndose a la gracia y a la verdad»13.
Solo nosotros podemos impedir que esa mirada de Jesús, que sana y libera, nos
llegue al fondo del alma.
En la
medida en que vamos conociendo más al Señor y siguiendo sus pasos, sentimos una
mayor necesidad de purificar el alma. Para eso debemos cuidar cada una de las
confesiones, evitando la rutina, ahondando en el amor y en el dolor. Ahondar
como si cada confesión, siempre única, fuera la última; alejándonos de la
precipitación y de la superficialidad. Para eso tendremos en cuenta aquellas
cinco condiciones necesarias para una buena confesión, que quizá aprendimos
cuando éramos pequeños: examen de conciencia, humilde, hecho en la
presencia de Dios, descubriendo las causas, y quizá los hábitos, que han
motivado esas faltas; el dolor de los pecados, la contrición, fruto
de un examen hondo y humilde, con un sentido más profundo de lo que es un
pecado: una ofensa al Señor, y no solo un error humano o una falta de
eficacia; propósito de la enmienda concreto y firme, que está
íntimamente unido al dolor de los pecados y que muchas veces es el índice de
una buena confesión; confesión de los pecados, que consiste en una
verdadera acusación de la falta cometida, con deseo de que se nos perdone, y no
un relato más o menos general de la situación del alma o de las cosas que nos
preocupan. El meditar en que es el mismo Señor quien, a través del sacerdote,
nos perdona nos llevará a ser muy sinceros, tanto como nos gustaría serlo en el
último instante de nuestra vida; cumplir la penitencia, por la que
nos asociamos al sacrificio infinito de expiación de Cristo. Esa penitencia que
nos impone el sacerdote –tan mitigada maternalmente por la Iglesia– no es
simplemente una obra de piedad, sino desagravio, reparación y satisfacción por
la culpa contraída.
No
dejemos de acudir con frecuencia a esa fuente de la misericordia divina, pues a
menudo, quizá en lo pequeño, nos separamos del Señor. Pidamos a Nuestra
Señora, refugio de los pecadores –nuestro refugio–, que nos
ayude a confesarnos cada vez mejor. Y pensemos también en la gran obra de
misericordia que llevamos a cabo cuando facilitamos que un amigo, un pariente o
un conocido recobre o aumente, por la recepción de este sacramento, la Vida
sobrenatural de su alma.
1 Cfr. Lc 7,
11-17. —
2 Mt 9,
36. —
3 Mc 1,
41. —
4 Mc 8,
2. —
5 Mt 18,
27. —
6 Santo
Tomás, Suma Teológica, 2-2, q. 30, a. 4. —
7 Juan
Pablo II, Enc. Dives in misericordia, 30-XI-1980, II, 3.
—
8 Liturgia
de las Horas, Oficio de lectura. Sal 102, 2-3. —
9 San
Ambrosio, Comentario al Evangelio de San Lucas, V, 92.
—
10 San
Agustín, Sermón 98, 2. —
11 Juan
Pablo II, Enc. Dives in misericordia, cit., VII, 13.
—
12 Ibídem.
—
13 Ibídem.
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