JAVIER CORRALES 17 de septiembre de 2018
@nytimesES
Una
revolución bolchevique —con matices tropicales— está en marcha cerca de
nuestras costas. El presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, está usando toda
su autoridad para diezmar lo poco que queda de la resistencia a su socialismo
extremista. Tal como hizo el líder soviético Vladimir Lenin en octubre de 1917,
en esta etapa de la revolución Maduro se propone librar una campaña final
contra todos salvo sus aliados más radicales.
Recientemente,
la mayoría de las noticias que salen de Venezuela cuentan la extraordinaria
crisis económica del país. Algunos analistas tratan la crisis como un caso de
influenza: algo que la nación contrajo sin culpa suya. Sin embargo, esta crisis
o —más bien— su larga duración, no es un accidente. Se trata de un diseño
revolucionario.
La
devastación de los últimos cuatro años no puede ponerse en palabras. Al
registrar la inflación más alta del mundo junto con una recesión que ha
contraído la economía en casi el 50 por ciento desde 2013, Venezuela se ha
convertido en el primer país en décadas en hacer una transición de nación de
ingresos medios a una de ingresos mínimos —o casi inexistentes—.
Sin
embargo, el aspecto más vergonzoso de la crisis es la indiferencia del gobierno.
La principal respuesta gubernamental, bautizada como el “paquete rojo”, no
incluye nada más que devaluar la moneda casi un 95 por ciento, redenominar los
nuevos billetes al quitarles cinco ceros y vincular el nuevo bolívar soberano
al petro, una criptomoneda no transable y que nadie utiliza. Estas medidas son
una redecoración inútil. Hasta los economistas más indulgentes con el gobierno
están poco impresionados.
Si
acaso, el gobierno está empeorando la crisis al aumentar el precio de la
gasolina a precios internacionales, restringir todavía más la importación de
alimentos y medicinas, decretar más controles de precios y subir impuestos en
medio de una recesión. Los gobiernos y las organizaciones internacionales
ofrecen ayuda humanitaria, pero Maduro la rechaza. El gobierno se cruza de
brazos mientras el hambre y las enfermedades se propagan.
Esta
indiferencia sugiere una intencionalidad. Es fácil ver la causa. Un gobierno
extremista como el de Maduro prefiere la devastación económica a la
recuperación porque la miseria destruye a la sociedad civil y, con ella, toda
posibilidad de resistir la tiranía.
Cuando
las condiciones económicas se deterioran, los ciudadanos a menudo optan por la
protesta. Pero cuando las condiciones económicas decaen a tal grado que hacen
que las clases medias vivan con menos de dos dólares al mes (menos que en
Haití) y diseminan condiciones cercanas a la hambruna, la mejor opción es
arreglárselas como uno pueda o irse del país. Si a esta receta añadimos la
represión, el resultado es un éxodo de al menos el 7 por ciento de la
población, el más grande en el continente americano desde la década de los
ochenta.
La
privación económica, aunada a la represión, cambia los incentivos de la
participación política por el exilio político. Esto es lo que Maduro ve con
buenos ojos: la asfixia de la resistencia, tal como Lenin quiso. Es la razón
por la que Maduro ha permitido que la crisis continúe por tanto tiempo.
Claro
está que ningún acontecimiento es una réplica exacta de sus antecesores. La
revolución de Maduro no es enteramente un bolchevismo revivido. Maduro no está
tratando de derrocar a un gobierno existente, sino de consolidar un régimen
viejo, anticuado y odiado. Maduro no lleva a cabo matanzas sistemáticas, aunque
usa la represión sin remordimientos. Y lo más importante, los ciudadanos
ordinarios o sóviets no se están levantando de la mano del Estado para impulsar
más el extremismo.
El
extremismo de Maduro es ejercido exclusivamente por el Estado. En ese sentido,
toma como referencia otra campaña tropical también inspirada en el bolchevismo:
la famosa Ofensiva Revolucionaria de Cuba en 1968. Esta fue una campaña de
Fidel Castro, a nueve años de iniciado su gobierno, para nacionalizar lo poco
que quedaba del sector privado. Castro confiscó 55.636 pequeñas empresas,
incluyendo la mayoría de los proveedores de alimentos y granjas semiprivadas.
Fidel quería acabar con las ganancias privadas y establecer un absoluto
monopolio estatal sobre la distribución de los alimentos. La meta era hacer a
los ciudadanos más dependientes del Estado.
Del
mismo modo, Maduro está usando la miseria económica para extinguir lo poco que
queda del sector privado en Venezuela y expandir el control estatal. Ya
expandió el control estatal de la distribución de los alimentos al entregar
“carnets de la patria”, que se reparten principalmente entre leales al régimen.
Decretó un aumento del 3000 por ciento a los salarios mínimos, que resulta
insuficiente para permitir a los trabajadores ajustarse a la hiperinflación,
pero que es imposible de costear para los pequeños empleadores y empresarios,
que ya están en apuros económicos debido a la recesión, los controles de
precios, la falta de dólares y los continuos apagones. Desde que se anunció el
paquete rojo, las autoridades han detenido a 131 personas acusadas de sabotaje,
principalmente a gerentes de cadenas minoristas. Hoy, la industria privada de
Venezuela opera al diez por ciento de la capacidad que tenía hace veinte años,
cuando esta revolución comenzó. Hasta los restaurantes McDonald’s están
cerrando.
No
obstante, el modelo de Maduro tampoco es una réplica exacta de la Ofensiva de
Fidel. Maduro todavía permite que algunos actores privados amasen riquezas, aun
cuando lo hacen a través de actividades ilícitas o consiguiendo acceso al dólar
barato que el gobierno siempre está dispuesto a ofrecer, legalmente, a sus
compinches.
Además,
existen elementos innatos que hacen que la revolución de Maduro sea más
idiosincrásica que imitadora. Tal vez el elemento más idiosincrásico es el
colapso del sector petrolero en manos del Estado. Las exportaciones de petróleo
constituyen la única fuente de dólares de la revolución, aparte del
endeudamiento. No obstante, la industria petrolera venezolana ha venido
sufriendo un declive crónico en la productividad durante los últimos quince
años. Con Maduro, dicho declive se aceleró. A pesar de la recuperación en el
precio del petróleo a partir de 2016, la producción de Venezuela se ha
estrellado y ha disminuido en más del 40 por ciento en dos años. La mayoría del
resto de los productores importantes de petróleo han expandido su producción o
permanecido estables.
Dejar
que la única gallina de los huevos de oro de la revolución se derrumbara es una
característica que lleva el sello de Maduro. No existe ningún antecedente
histórico de una herida autoinfligida tan mortal como esta, ni en la Rusia
soviética ni en la Cuba comunista ni en ningún petro-Estado en paz y abierto al
comercio.
Es
difícil argumentar que la negligencia de Maduro hacia su joya de la corona es
intencional, debido a que su víctima más directa es él mismo. Esta negligencia
sugiere que el gobierno de Maduro también es inepto.
Los
analistas debaten si la debacle económica del país es resultado de la
premeditación o la incompetencia. En muchos sentidos, este es un falso debate.
Se debe a ambas cosas. El extremismo produce y necesita caos, y el caos a su
vez aumenta las posibilidades de errores garrafales por parte del Estado.
Tan
graves son los errores de Maduro en materia petrolera que le ha tocado a gente
de su propio partido político tomar cartas en el asunto. La Asamblea Nacional
Constituyente —electa ilegítimamente en 2017 y compuesta exclusivamente de
maduristas— está considerando tomar medidas correctivas en el sector petrolero
para permitir una mayor apertura petrolera. Pero mientras debaten, el ejecutivo
sigue sin actuar para revertir el derrumbe petrolero.
En
circunstancias normales, el caos económico socava a cualquier gobierno. Todavía
puede poner en riesgo al régimen de Maduro en la medida que se propague el
descontento, no ya entre los opositores, sino en las filas de su gobierno. Ya
sabemos, por evidencia indirecta pero inequívoca, que el malestar dentro del
gobierno crece: este año Maduro ha aumentado la represión hacia el ejército y a
exfuncionarios gubernamentales.
Pese a
estos riesgos, Maduro se ha inclinado por el caos y no por la recuperación,
porque cuando el caos alcanza proporciones inhumanas, como ha sucedido en
Venezuela desde 2015, es más probable que diezme a la oposición que al
gobierno. Y si el gobierno aplica la represión con eficacia, en especial dentro
de sus filas, tiene una posibilidad de sobrevivir mientras sus enemigos —dentro
y fuera de la revolución— languidecen por miseria o huyen del país.
El
caos, ya sea intencional o accidental, puede ser funcional para los Estados
extremistas. Por tal motivo, no deberíamos contar con que el gobierno
extremista de Maduro haga algo mínimamente prometedor para detener el descenso
de Venezuela al infierno.
Javier
Corrales es profesor de Ciencias Políticas en Amherst College y autor de
"Fixing Democracy: Why Constitutional Change Often Fails to Enhance
Democracy in Latin America".
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