Francisco Fernández-Carvajal 30 de abril de 2019
— El
Señor nos amó primero. Amor con amor se paga. Santidad en los quehaceres de
cada día.
— Amor
efectivo. La voluntad de Dios.
— Amor
y sentimiento. Abandono en Dios. Cumplimiento de nuestros deberes.
I. Tanto
amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que crea
en él no perezca sino que tenga la vida eterna1.
Con
estas palabras del Evangelio de la Misa se nos muestra cómo la Pasión y Muerte
de Jesucristo es la manifestación suprema del amor de Dios por los hombres. Él
tomó la iniciativa en el amor entregándonos a quien más quiere, al que es
objeto de sus complacencias2:
su propio Hijo. Nuestra fe «es una revelación de la bondad, de la misericordia,
del amor de Dios por nosotros. Dios es amor (Cfr. 1 Jn 4,
16), es decir, amor que se difunde y se prodiga; y todo se resume en esta gran
verdad que todo lo explica y todo lo ilumina. Es necesario ver la historia de
Jesús bajo esta luz. Él me ha amado, escribe San Pablo, y cada uno
de nosotros puede y debe repetírselo a sí mismo: Él me ha amado y sacrificado
por mí (Gal 2, 20)»3.
El
amor de Dios por nosotros culmina en el Sacrificio del Calvario. Dios detuvo el
brazo de Abraham cuando estaba a punto de sacrificar a su hijo único, pero no
detuvo el brazo de quienes clavaron a su Hijo Unigénito en la Cruz. Por eso
exclama San Pablo, lleno de esperanza: El que no perdonó a su propio
Hijo (...), ¿cómo no nos dará con Él todas las cosas?4.
La
entrega de Cristo constituye una llamada apremiante para corresponder a ese
amor: amor con amor se paga. El hombre ha sido creado a imagen y semejanza de
Dios5, y Dios es Amor6.
Por eso el corazón del hombre está hecho para amar, y cuanto más ama, más se
identifica con Dios; solo cuando ama puede ser feliz. Y Dios nos quiere
felices, también aquí en la tierra. El hombre no puede vivir sin amor.
La
santificación personal no está centrada en la lucha contra el pecado sino en el
amor a Cristo, que se nos muestra profundamente humano, conocedor de todo lo
nuestro. El amor de Dios a los hombres y de los hombres a Dios es un amor de
mutua amistad. Y una de las características propias de la amistad es el trato.
Para amar al Señor es necesario conocerlo, hablarle... Le conocemos meditando
su vida en los Santos Evangelios. En ellos se nos muestra entrañablemente
humano y muy cercano a la vida nuestra. Le tratamos en la oración y en los
sacramentos, especialmente en la Sagrada Eucaristía.
La
consideración de la Santísima Humanidad del Señor -especialmente cuando leemos
el Evangelio y cuando consideramos los misterios del Rosario- alimenta
continuamente nuestro amor a Dios y es enseñanza viva de cómo hemos de
santificar nuestros días. En su vida oculta, Jesucristo quiso descender a lo
más común de la existencia humana, a la vida cotidiana de un trabajador manual
que sustenta a una familia. Y así le vemos durante casi toda su vida trabajando
día a día, cuidando los instrumentos del pequeño taller, atendiendo con
sencillez y cordialidad a los vecinos que llegaban para encargarle una mesa o
una viga para la nueva casa, cuidando con gran cariño de su Madre... Así
cumplió la Voluntad de su Padre Dios en esos años de su existencia. Mirando su
vida, aprendemos a santificar la nuestra: el trabajo, la familia, la amistad...
Todo lo verdaderamente humano puede ser santo, puede ser cauce de nuestro amor
a Dios, porque el Señor, al asumirlo, lo santificó.
II.
Saber que Dios nos ama, con amor infinito, es la buena nueva que alegra y da
sentido a nuestra vida, y es la extraordinaria noticia que Cristo resucitado
nos envía a anunciar a todos los hombres. Nosotros también podemos afirmar
que hemos conocido y creído el amor que Dios nos tiene7.
Y ante este amor nos sentimos incapaces de expresar lo que nuestro corazón
tampoco acierta a sentir: «¿Saber que me quieres tanto, Dios mío, y... no me he
vuelto loco?»8.
Cuanto
el Señor ha hecho y hace por nosotros es un derroche de atenciones y de
gracias; su Encarnación, su Pasión y Muerte en la Cruz que hemos contemplado en
estos días pasados, el perdón constante de nuestras faltas, su presencia
continua en el sagrario, los auxilios que a diario nos envía... Considerando lo
que ha hecho y hace por los hombres, nunca nos debe parecer suficiente nuestra
correspondencia a tanto amor.
La
prueba más grande de esta correspondencia es la fidelidad, la lealtad,
la adhesión incondicional a la Voluntad de Dios. En este sentido Jesús nos
enseña mostrando sus deseos infinitos de hacer la Voluntad del Padre, y nos
dice que su alimento es hacer el querer del que le envió9. Yo
he guardado los mandamientos de mi Padre -dice el Señor- y
permanezco en su amor10.
La
Voluntad de Dios se nos muestra principalmente en el cumplimiento fiel de los
Mandamientos y de las demás enseñanzas que nos propone la Iglesia. Ahí
encontramos lo que Dios quiere para nosotros. Y en su cumplimiento, realizado
con honradez humana y presencia de Dios, encontramos el amor a Dios, la
santidad.
El
amor a Dios no consiste en sentimientos sensibles, aunque el Señor
los pueda dar para ayudarnos a ser más generosos. Consiste esencialmente en
la plena identificación de nuestro querer con el de Dios. Por eso debemos
preguntarnos con frecuencia: ¿hago en este momento lo que debo hacer?11.
¿Ofrezco mi quehacer a Dios al comenzarlo y durante su realización? ¿Rectifico
la intención cuando se intenta introducir la vanidad, «el qué dirán»...?
¿Procuro trabajar con perfección humana? ¿Soy fuente habitual de alegría para
quienes viven o trabajan junto a mí? ¿Les acerca a Dios mi presencia diaria en
medio de ellos?
«Amor
con amor se paga», pero amor efectivo, que se manifiesta en realizaciones
concretas, en cumpIir nuestros deberes para con Dios y para con los demás,
aunque esté ausente el sentimiento, y hayamos de ir «cuesta arriba». «En lo que
está la suma perfección claro está que no es en regalos interiores ni en
grandes arrobamientos (...) -escribía Santa Teresa-, sino en estar nuestra
voluntad tan conforme a la Voluntad de Dios, que ninguna cosa entendamos que
quiera, que no la queramos con toda nuestra voluntad»12.
El
amor debe subsistir incluso con una aridez total si el Señor permitiera esa situación.
Es en estas ocasiones donde, habitualmente, el trato con el Señor se purifica y
se hace más firme.
III. En
el servicio a Dios, el cristiano debe dejarse llevar por la fe, superando así
los estados de ánimo. «Guiarme por el sentimiento sería dar la dirección de la
casa al criado y hacer abdicar al dueño. Lo malo no es el sentimiento sino la
importancia que se le concede (...). Las emociones constituyen en ciertas almas
toda la piedad, hasta tal punto que están persuadidas de haberla perdido cuando
en ellas desaparece el sentimiento (...). ¡Si esas almas supieran comprender
que ese es precisamente el momento de comenzar a tenerla!...»13.
El
verdadero amor, sensible o no, incluye todos los aspectos de nuestra
existencia, en una verdadera unidad de vida; lleva a «meter a
Dios en todas las cosas, que, sin Él, resultan insípidas. Una persona piadosa,
con piedad sin beatería, procura cumplir su deber: la devoción sincera lleva al
trabajo, al cumplimiento gustoso -aunque cueste- del deber de cada día... hay
una íntima unión entre esa realidad sobrenatural interior y las manifestaciones
externas del quehacer humano. El trabajo profesional, las relaciones humanas de
amistad y de convivencia, los afanes por lograr -codo a codo con nuestros
conciudadanos- el bien y el progreso de la sociedad son frutos naturales,
consecuencia lógica, de esa savia de Cristo que es la vida de nuestra alma»14.
La falsa piedad carece de consecuencias en la vida ordinaria del cristiano. No
se traduce en un mejoramiento de la conducta, en una ayuda a los demás.
El
cumplimiento de la voluntad de Dios en los deberes -las más de las veces
pequeños- de cada jornada es la más segura guía para el cristiano que ha de
santificarse en medio de las realidades terrenas. Estos deberes pueden
realizarse de modos muy diferentes: con resignación, como quien no tiene más
remedio que hacerlos; aceptándolos, lo que supone una adhesión más profunda y
meditada; con conformidad, queriendo lo que Dios quiere porque, aunque no se
vea en ese momento, el cristiano sabe que Él es nuestro Padre y quiere lo mejor
para sus hijos; o bien con pleno abandono, abrazando siempre la
Voluntad del Señor, sin poner límite alguno. Esto último es lo que nos pide el
Señor: amarle sin condiciones, sin esperar situaciones más favorables, en lo
ordinario de cada día y, si Él lo permite, en circunstancias más difíciles y
extraordinarias. «Cuando te abandones de verdad en el Señor, aprenderás a
contentarte con lo que venga, y a no perder la serenidad, si las tareas -a
pesar de haber puesto todo tu empeño y los medios oportunos- no salen a tu
gusto... Porque habrán “salido” como le conviene a Dios que salgan»15.
Con
palabras de una oración que la Iglesia nos propone para después de la Misa,
digámosle al Señor: Volo quidquid vis, volo quia vis, volo quómodo vis,
volo quámdiu vis16:
quiero lo que quieres, quiero porque lo quieres, quiero como lo quieres, quiero
hasta que quieras.
La
Santísima Virgen, que pronunció y llevó a la práctica aquel hágase en
mí según tu palabra17,
nos ayudará a cumplir en todo la Voluntad de Dios.
1 Jn 3,
15. —
2 Cfr. Mt 3,
17. —
3 Pablo
VI, Homilía en la fiesta del Corpus Christi, 13-VI-1975.
—
4 Rom 8, 32. —
5 Cfr. Gen 1, 27. —
6 1 Jn 4, 8. —
7 1 Jn 4, 16. —
8 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 425. —
9 Cfr. Jn 15,
10. —
10 Jn 15,
10. —
11 Cfr. San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 772. —
12 Santa
Teresa, Fundaciones, 5, 10. —
13 J.
Tissot, La vida interior, Herder, Barcelona 1963, p. 100.
—
14 San
Josemaría Escrivá, In memoriam, EUNSA, Pamplona
1976, pp. 51-52. —
15 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 860. —
16 Misal
Romano, Oración del Papa Clemente XI. —
17 Lc 1,
38.
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