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domingo, 2 de febrero de 2020

Conocerle y conocerte (I): Robar el corazón a Cristo, por Diego Zalbidea




Diego Zalbidea 02 de febrero de 2020

El buen ladrón con una palabra robó el corazón a Cristo y abrió las puertas del Cielo. Así es la oración: una palabra que roba el corazón a Jesús y nos permite vivir, desde ese momento, junto a Él.

Fuera de las murallas de Jerusalén, poco después del mediodía, tres hombres habían sido crucificados sobre el Monte Calvario. Era el primer Viernes Santo de la historia. Dos de ellos eran ladrones; el tercero, al contrario, era el único hombre absolutamente inocente: se trataba del Hijo de Dios. Uno de los dos bandidos, a pesar de su intenso sufrimiento y de su agotamiento físico, se animó a entablar una brevísima conversación con Cristo. Sus palabras llenas de humildad —«acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino» (Lc 23,42) ­— merecieron que el mismo Dios hecho hombre le asegurara que en pocas horas estaría en el paraíso. San Josemaría se conmovió muchas veces con la actitud de aquel buen ladrón que «con una palabra robó el corazón a Cristo y se abrió las puertas del Cielo»[1]. Quizá la oración podría definirse así: una palabra que roba el corazón a Jesús y nos hace vivir, desde ahora, junto a él.

Dos diálogos en la cruz

Nosotros deseamos también que nuestra oración, como aquella del buen ladrón al que una tradición da el nombre de Dimas, se llene de fruto. Nos ilusiona soñar cuánto puede el diálogo con Dios transformar nuestras vidas. Robar el corazón es conquistar, enamorar, entusiasmar. Se roba porque no se merece recibir tanto cariño. Se asalta lo que no es propiedad ni posesión, pero se anhela. La oración se asienta sobre algo tan sencillo —aunque no es poco— como aprender a acoger semejante don en nuestros corazones, dejándonos acompañar por Jesús, que nunca impone sus regalos, ni su gracia, ni su amor.

Junto a Dimas, también en un madero sobre el Calvario, estaba su compañero de tormento. Contrasta el reproche que este segundo dirige a Jesús: «¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros» (Lc 23,39). Son palabras que caen como un jarro de agua fría. ¿Qué diferencia hay entre esos dos diálogos? Ambos hablaron con Jesús, pero solo Dimas acogió lo que el Maestro tenía preparado para regalarle. Llevó a cabo su último y mejor golpe: aquella petición de quedarse al menos en la memoria de Cristo. Su compañero, por el contario, no abrió su corazón con humildad a quien quería librarle de su pasado y ofrecerle un tesoro inigualable. Exigió su derecho a ser escuchado y salvado; se encaró con la aparente ingenuidad de Jesús y le reprochó su también aparente pasividad. Quizá siempre había robado así: considerando que recuperaba lo que le pertenecía. Dimas, por su parte, sabía que no merecía nada y esa actitud logró abrir la caja fuerte del amor de Dios. Supo reconocer a Dios tal como realmente es: un Padre entregado a cada uno de sus hijos.

Frente a estos dos posibles diálogos que encontramos en el Evangelio podemos comprender que el Señor cuenta con nuestra libertad para hacernos felices. Y también que no siempre resulta fácil dejarse querer. La oración puede ser un medio estupendo para descubrir qué es lo que siente, lo que piensa y lo que quiere Jesús. La vida divina en nosotros es un don. La oración, en ese sentido, es un canal por el que se desborda el torrente de amor que Dios nos quiere ofrecer, una invitación inesperada a ganarnos de otra forma la verdadera vida.

Para abrir las puertas del cielo

San Josemaría nos recordaba que Dios «ha querido correr el riesgo de nuestra libertad»[2]. Una buena manera de agradecérselo podría ser abrirnos nosotros también a la suya. Incluso habría que decir que, en este segundo caso, no corremos riesgo alguno; tan solo podría darse cierta apariencia de peligro, ya que llevamos todas las de ganar: la garantía de su promesa son unos clavos que arden de amor por nosotros. Observando las cosas desde este punto de vista, comprendemos lo absurdo que puede llegar a ser resistirnos a la voluntad de Dios, aunque pronto comprobemos que nos ocurre con frecuencia. Lo que sucede es que «ahora vemos como en un espejo, confusamente; entonces veremos cara a cara. Mi conocer es ahora limitado; entonces conoceré como he sido conocido por Dios» (1Cor 13,12). Nos lo dice san Pablo: para conocernos no hay mejor camino que mirarnos desde Cristo, contemplar nuestra vida a través de sus ojos.

Dimas así lo comprende y no le da miedo la brecha enorme que se abre entre la bondad de Jesús y sus errores personales. Reconoce al rey del mundo en el rostro humillado y desfigurado de Cristo; en unos ojos que le miran con ternura, le devuelven la dignidad y, de una extraña manera, le recuerdan que es amado por encima de todas las cosas. Es verdad que puede parecer demasiado fácil el final feliz de la historia del buen ladrón. Sin embargo, nunca conoceremos el drama de la conversión que experimentó su corazón en aquellos momentos, ni la preparación que seguramente la hizo posible.

Abrirse a tanto cariño tiene un parecido enorme con descubrir que la oración es un don, un cauce privilegiado para acoger el afecto de un corazón que no sabe de medidas ni de cálculos. Se nos regala una vida diferente, más llena, más plena, mucho más feliz y con sentido. Así lo afirma el Papa Francisco: «Rezando le abrimos la jugada a Él, le damos lugar para que Él pueda actuar y pueda entrar y pueda vencer»[3]. Es Dios quien nos transformará, es Dios mismo quien nos acompañará, es él quien lo hará todo; solamente necesita que le abramos la jugada. Es en ese movimiento cuando entra en juego nuestra libertad, ganada precisamente en esa cruz de Cristo.

La oración nos ayuda a comprender que «cuando Él pide algo, en realidad está ofreciendo un don. No somos nosotros quienes le hacemos un favor: es Dios quien ilumina nuestra vida, llenándola de sentido»[4]. Eso es precisamente lo que le roba el corazón: la puerta abierta de nuestra vida que se deja hacer, que se deja querer, transformar, que ansía corresponder, aunque no sepa muy bien cómo hacerlo. «Gustad y ved qué bueno es el Señor» (Sal 34,9). Estas pocas palabras resumen el camino que nos lleva a ser almas de oración, «porque si no conocemos qué recibimos, no despertamos al amor»[5]. ¿Cuándo fue la última vez que le dijimos al Señor lo bueno que es? ¿Con qué frecuencia nos detenemos a considerarlo y gustarlo?

Por esta razón, el asombro es parte esencial de nuestra vida de oración: la admiración ante un prodigio que no cabe en nuestros parámetros. Eso nos lleva a repetir con frecuencia: «¡Qué grande eres, y qué hermoso, y qué bueno! Y yo, qué tonto soy, que pretendía entenderte. ¡Qué poca cosa serías, si me cupieras en la cabeza! Me cabes en el corazón, que no es poco»[6]. Alabar a Dios nos sitúa en la verdad de nuestra relación con Cristo, aligera el peso de nuestras preocupaciones y nos abre panoramas que no habíamos previsto anteriormente. Son las consecuencias de haber corrido el riesgo de entregarnos a la libertad de Dios.

Infinitas maneras de orar

Cuando san Josemaría estaba en México, durante uno de los encuentros que tuvo, quiso relatar una anécdota. Contó que un hijo suyo, filósofo de profesión, había recibido inesperadamente el encargo de ocuparse de las empresas de su familia: «Cuando me habló de negocios me quedé mirándole, me eché a reír y le dije: ¿Negocios? El dinero que tú ganes me lo pones aquí, en el hueco de mi mano, que me sobra sitio». Pasaron los años y volvió a encontrarse con él y le dijo: «Aquí está mi mano. ¿No te dije que lo que ganaras me lo pusieras aquí? Y él se levantó y, ante la expectación de todos, me besó la palma de la mano. Y dijo: ya está. Le di un abrazo y le contesté: me has pagado de sobra. ¡Anda, ladrón, que Dios te bendiga!»[7].

En la oración bien podemos poner un beso en la mano de Dios; entregarle nuestro cariño, como único tesoro, ya que no tenemos otra cosa. Para algunas personas bastará un gesto como este, dirigido al Señor, para encenderse en una oración de afectos y propósitos. Les parece mucho más expresiva una mirada que mil palabras. Querrían tocar todo lo que se refiere a Dios. Disfrutarían sintiendo, durante ese encuentro con el Señor, la brisa de la orilla del mar de Galilea. Los sentidos se disparan y la cercanía con Jesús hace posible esas sensaciones que llenan el corazón de paz y de alegría. Inmediatamente, ese gozo necesita ser compartido y la misión se convierte en abrir los brazos como Cristo para abrazar el mundo entero y salvarlo junto con Él.

Pero hay infinitas formas de orar, tantas como personas. Otros, por ejemplo, buscan sencillamente escuchar algunas palabras de consuelo. Jesús no escatima palabras de admiración para quien las necesita: «Ahí tenéis a un israelita de verdad, en quien no hay engaño» (Jn 1,47). Nos las dirá si abrimos nuestro corazón. Nadie ha pronunciado palabras de amor como las suyas. Y nadie las ha dicho con tanta gracia y con tanta verdad. Cuando las escuchamos, el amor que recibimos se cuela en nuestra mirada. Aprendemos así a mirar con Dios. Vislumbramos, de esta manera, lo que cada amigo o amiga sería capaz de hacer si se dejara acompañar por la gracia.

Hay también personas que disfrutan sirviendo a los demás, como Marta, la amiga del Señor que vivía en Betania. Jesús, cuando el Evangelio nos cuenta que estuvo de visita allí, no le dijo a Marta que se sentara, sino que la invitó a descubrir lo único necesario (cfr. Lc 10,42) en medio de lo que hacía. A personas parecidas a Marta probablemente las conforta pensar, mientras oran, que Dios actúa a través de ellas para llevar a muchas almas al cielo. Les gusta llenar su oración con rostros y nombres de personas concretas. Necesitan convencerse de que son corredentoras con todo lo que hacen. De hecho, si María pudo escoger “la mejor parte” es justamente porque Marta servía; a esta última le bastaba saber que quienes la rodeaban eran felices.

Otras personas, por su parte, están más inclinadas hacia los detalles pequeños, hacia los regalos, aunque sean de muy poco valor. Es la manifestación de un corazón que no deja de pensar en los demás y siempre encuentra en la vida algo que se refiere a sus seres queridos. Puede ser que a ellas les sirva aprender a descubrir todos los dones que Dios ha sembrado en su vida. «La oración, precisamente porque se alimenta del don de Dios que se derrama en nuestra vida, debería ser siempre memoriosa»[8]. También pueden ilusionarse con sorprender a Dios con mil detalles minúsculos. El factor sorpresa tiene mucha importancia para ellas y atinar con lo que al Señor le fascina no es tan difícil. Aunque sea un misterio, hasta lo más pequeño le llena de agradecimiento y hace brillar sus ojos. Cada alma que procuramos acercar a su amor —como la de Dimas en sus últimos momentos— le roba de nuevo el corazón.

Sin ánimo de encerrar en esquemas previos todas las posibilidades, hay también almas que necesitan pasar tiempo con quien aman. Puede que les guste, por ejemplo, consolar a Jesús. Todo tiempo gastado con quien aman les parece poco. Para percibir el cariño divino puede servirles pensar en Nicodemo que era recibido por Jesús con toda la noche por delante, en la intimidad de un hogar muy dado a las confidencias. Precisamente por ese tiempo compartido, Nicodemo será capaz de dar la cara en los momentos más difíciles y estar cerca de Cristo cuando los demás se encuentren llenos de miedo.
A veces pensamos que conocernos es identificar nuestros errores: eso es verdad, pero no es toda la verdad. Conocer a fondo nuestro corazón y nuestros anhelos más íntimos es clave para poder escuchar a Dios, para dejarnos llenar por su amor.
***
La conversación entre Jesús y el buen ladrón fue breve pero intensa. Dimas descubrió que había una rendija en ese gran corazón inocente de Cristo: una forma fácil de asaltarlo. La voluntad de Dios, tantas veces oscura y dolorosa, se iluminó y se ilumina con la petición humilde del bandido. Su único deseo es que seamos felices, muy felices, los más felices del mundo. El buen ladrón se coló por esa grieta y se apoderó del mayor tesoro. La Virgen María fue testigo de cómo Dimas defendió a su hijo. Quizá, con una mirada, pidió a Jesús que lo salvara. Y Cristo, incapaz de negar nada a su madre, dijo: «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23,43).

[1] San Josemaría, Via Crucis, estación XIIª, punto 4.
[2] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 113.
[3] Papa Francisco, Christus vivit, n. 155.
[4] F. Ocáriz, Luz para ver, fuerza para querer, en Diario ABC 18 de septiembre de 2018.
[5] Santa Teresa de Jesús, Vida, 10, 3.
[6] San Josemaría, Apuntes de la predicación, 9-VI-1974; en volúmenes de “Catequesis” 1974/1, p. 386 (AGP, biblioteca, P04).
[7] San Josemaría, Notas de una reunión familiar, 27-XI-1972; en “Dos meses de catequesis” 1972, vol. II, p. 616 (AGP, biblioteca, P04).
[8] Papa Francisco, Gaudete et exsultate, n. 153.


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