Francisco Fernández-Carvajal 08 de febrero de
2020
@hablarcondios
— Los cristianos
debemos ser sal y luz en medio del mundo. El
ejemplo ha de ir por delante.
— Ejemplaridad en la
vida familiar, profesional, etc.
— Ejemplares en la
caridad y en la templanza. Para nada sirve la sal insípida.
I. En el Evangelio
de la Misa de este domingo1 nos
habla el Señor de nuestra responsabilidad ante el mundo: Vosotros sois
la sal de la tierra... Vosotros sois la luz del mundo. Y nos lo dice a cada
uno, a quienes queremos ser sus discípulos.
La sal da sabor a los alimentos, los
hace agradables, preserva de la corrupción y era un símbolo de la sabiduría
divina. En el Antiguo Testamento se prescribía que todo lo que se ofreciera a
Dios llevase la sal2,
significando la voluntad del oferente de que fuera agradable. La luz es la primera
obra de Dios en la creación3,
y es símbolo del mismo Señor, del Cielo y de la Vida. Las tinieblas, por el
contrario, significan la muerte, el infierno, el desorden y el mal.
Los discípulos de Cristo son la sal de la
tierra: dan un sentido más alto a todos los valores humanos, evitan la
corrupción, traen con sus palabras la sabiduría a los hombres. Son
también luz del mundo, que orienta y señala el camino en medio de
la oscuridad. Cuando viven según su fe, con su comportamiento irreprochable
y sencillo, brillan como luceros en el mundo4,
en medio del trabajo y de sus quehaceres, en su vida corriente. En cambio,
¡cómo se nota cuando el cristiano no actúa en la familia, en la sociedad, en la
vida pública de los pueblos! Cuando el cristiano no lleva la doctrina de Cristo
allí donde se desarrolla su vida, los mismos valores humanos se vuelven
insípidos, sin trascendencia alguna, y muchas veces se corrompen.
Cuando miramos a nuestro alrededor nos parece como si,
en muchas ocasiones, los hombres hubieran perdido la sal y
la luz de Cristo. «La vida civil se encuentra marcada por las
consecuencias de las ideologías secularizadas, que van, desde la negación de
Dios o la limitación de la libertad religiosa, a la preponderante importancia
atribuida al éxito económico respecto a los valores humanos del trabajo y de la
producción; desde el materialismo y el hedonismo, que atacan los valores de la
familia prolífica y unida, los de la vida recién concebida y la tutela moral de
la juventud, a un “nihilismo” que desarma la voluntad para afrontar problemas
cruciales como los de los nuevos pobres, emigrantes, minorías étnicas y
religiosas, recto uso de los medios de información, mientras arma las manos del
terrorismo»5. Hay muchos males que se derivan de «la defección de
bautizados y creyentes de las razones profundas de su fe y del vigor doctrinal
y moral de esa visión cristiana de la vida, que garantiza el equilibrio a
personas y comunidades»6.
Se ha llegado a esta situación –en la que es preciso evangelizar de nuevo a
Europa y al mundo7–
por el cúmulo de omisiones de tantos cristianos que no han sido sal y luz,
como el Señor les pedía.
Cristo nos dejó su doctrina y su vida para que los
hombres encuentren sentido a su existencia y hallen la felicidad y la
salvación. No puede ocultarse una ciudad situada en lo alto de un
monte; ni se enciende una luz para ponerla debajo del celemín, sino sobre un
candelero a fin de que alumbre a todos los de la casa, nos sigue diciendo
el Señor en el Evangelio de la Misa. Alumbre así vuestra luz ante los
hombres para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que
está en los cielos. Y para eso es necesario, en primer lugar, el ejemplo de
una vida recta, la limpieza de conducta, el ejercicio de las virtudes humanas y
cristianas en la vida sencilla de todos los días. La luz, el buen ejemplo, ha
de ir por delante.
II. Frente a esa
marea de materialismo y de sensualidad que ahoga a los hombres, el Señor
«quiere que de nuestras almas salga otra oleada –blanca y poderosa, como la
diestra del Señor–, que anegue, con su pureza, la podredumbre de todo materialismo
y neutralice la corrupción, que ha inundado el Orbe: a eso vienen –y a más– los
hijos de Dios»8,
a llevar a Cristo a tantos que conviven con nosotros, a que Dios no sea un
extraño en la sociedad.
Transformaremos de verdad el mundo –comenzando por ese
mundo quizá pequeño en el que se lleva a cabo nuestra actividad y en el que se
despiertan nuestras ilusiones– si la enseñanza comienza con el testimonio de la
vida personal: si somos ejemplares, competentes y honrados en el trabajo
profesional; en la familia, dedicando a los hijos, a los padres, el tiempo que
necesitan; si nos ven alegres, también en medio de la contradicción y del
dolor; si somos cordiales..., «creerán a nuestras obras más que a cualquier
otro discurso»9 y
se sentirán atraídos a la vida que muestran nuestras acciones. El ejemplo
prepara la tierra en la que fructificará la palabra. Sin nada que no sea propio
de cristianos corrientes, podemos mostrar lo que significa seguir de verdad al
Señor en el quehacer cotidiano, como hicieron los primeros cristianos. San
Pablo lo urgía así a los fieles de Éfeso: os conjuro a que os portéis
de una manera digna de la vocación a la que habéis sido llamados10.
Nos han de conocer como hombres y mujeres leales,
sencillos, veraces, alegres, trabajadores, optimistas; nos hemos de comportar
como personas que cumplen con rectitud sus deberes y que saben actuar en todo
momento como hijos de Dios, que no se dejan arrastrar por cualquier corriente.
La vida del cristiano constituirá entonces una señal por la que conocerán el
espíritu de Cristo. Por eso, debemos preguntarnos con frecuencia en nuestra
oración personal si nuestros compañeros de trabajo, nuestros familiares y
amigos, al presenciar nuestras acciones, se ven movidos a glorificar a Dios,
porque ven en ellas la luz de Cristo: será un buen signo de que hay luz en
nosotros y no oscuridad, amor a Dios y no tibieza. «Él –nos dice el Papa Juan Pablo
II– tiene necesidad de vosotros... De algún modo le prestáis vuestro rostro,
vuestro corazón, toda vuestra persona, convencidos, entregados al bien de los
demás, servidores fieles del Evangelio. Entonces será Jesús mismo el que quede
bien; pero si fueseis flojos y viles, oscureceríais su auténtica identidad y no
le haríais honor»11.
No perdamos nunca de vista esta realidad: los demás han de ver a Cristo en
nuestro sencillo y sereno comportamiento diario: en el trabajo, en el descanso,
al recibir buenas o malas noticias, cuando hablamos o permanecemos en
silencio... Y para esto es necesario seguir muy de cerca al Maestro.
III. En
la Primera lectura12,
el Profeta Isaías enumera una serie de obras de misericordia, que darán al
cristiano la posibilidad de manifestar la caridad de su corazón, y que
consisten en amar a los demás como nos ama el Señor13:
compartir el pan y el techo, vestir al desnudo, desterrar los gestos
amenazadores y las maledicencias. Entonces –canta el Salmo
responsorial– romperá tu luz como la aurora (...), brillará tu luz en las
tinieblas, tu oscuridad se volverá mediodía14.
La caridad ejercida a nuestro alrededor, en las circunstancias más diferentes,
será un testimonio que atraerá a muchos a la fe de Cristo, pues Él mismo
dijo: En esto conocerán que sois mis discípulos15.
Las mismas normas corrientes de la convivencia, que para muchas personas se
quedan en algo exterior y solo las practican porque hacen más fácil el trato
social, para los cristianos deben ser fruto también de la caridad –de su unión
con Dios, que llena de contenido sobrenatural esos gestos–, manifestación
externa de aprecio y de interés. «Ahora adivino –escribe Santa Teresa de
Lisieux– que la verdadera caridad consiste en soportar todos los defectos del
prójimo, en no extrañar sus debilidades, en edificarse con sus menores
virtudes; pero he aprendido especialmente que la caridad no debe quedar
encerrada en el fondo del corazón, pues no se enciende una luz para
ponerla debajo de un celemín, sino sobre un candelero a fin de que alumbre a
todos los de la casa. Me parece que esta antorcha representa la caridad que
debe iluminar y alegrar no solo a aquellos que más quiero, sino a todos los que
están en la casa»16,
a toda la familia, a cada uno de los que comparten nuestro trabajo... Caridad
que se manifestará en muchos casos a través de las formas usuales de la
educación y de la cortesía.
Otro aspecto importante, en el que los cristianos
hemos de ser esa sal y luz de la que nos
habla el Señor, es la templanza y la sobriedad.
Nuestra época «se caracteriza por la búsqueda del bienestar material a
cualquier coste, y por el correspondiente olvido –mejor sería decir miedo,
auténtico pavor– de todo lo que pueda causar sufrimiento. Con esta perspectiva,
palabras como Dios, pecado, cruz, mortificación, vida eterna..., resultan
incomprensibles para gran cantidad de personas, que desconocen su significado y
su contenido»17. Por ello, es particularmente urgente dar testimonio generoso
de templanza y de sobriedad, que manifiestan el
señorío de los hijos de Dios, utilizando los bienes «según las necesidades y
deberes, con la moderación del que los usa, y no del que los valora demasiado y
se ve arrastrado por ellos»18.
Le pedimos hoy a la Virgen que sepamos ser sal,
que impide la corrupción de las personas y de la sociedad, y luz,
que no solo alumbra sino que calienta, con la vida y con la palabra; que
estemos siempre encendidos en el amor, no apagados; que nuestra conducta
refleje con claridad el rostro amable de Jesucristo. Con la confianza que Ella
nos inspira, pidamos en la intimidad de nuestro corazón: Señor Dios nuestro, tú
que hiciste de tantos santos una lámpara que a la vez ilumina y da calor en
medio de los hombres, concédenos caminar con ese encendimiento de espíritu,
como hijos de la luz19.
1 Mt 5,
13-16. —
2 Cfr. Lev 2,
13. —
3 Gen 1,
1-5.—
4 Cfr. Flp 2,
15. —
5 Juan
Pablo II, Discurso 9-XI-1982. —
6 Ibídem.
—
7 ídem, Discurso 11-X-1985.
—
8 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 23. —
9 Cfr. San
Juan Crisóstomo, Homilía sobre San Mateo, 15, 9. —
10 Ef 4,
1. —
11 Juan
Pablo II, Homilía, 29-V-1983. —
12 Is 58,
7-10. —
13 Cfr. Jn 15,
12. —
14 Cfr. Sal 3,
4-5. —
15 Cfr. Jn 13,
35. —
16 Santa
Teresa de Lisieux, Historia de un alma, IX, 24. —
17 A.
del Portillo, Carta 25-XII-1985, n. 4. —
18 San
Agustín, Sobre las costumbres de la Iglesia católica, 1,
21. —
19 Cfr. Oración
colecta de San Bernardo Abad.
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