Francisco Fernández-Carvajal 05 de junio de
2020
@hablarcondios
— La limosna de la viuda
pobre. Lo importante para Dios.
— El amor da valor a lo
que es en sí pequeño y de escasa importancia. La tibieza y el descuido en lo
pequeño.
— La santidad es un
tejido de pequeñas menudencias. El crecimiento en las virtudes y las
cosas pequeñas.
I. Nos relata San
Marcos en el Evangelio de la Misa1 que
estaba Jesús sentado frente al cepillo del Templo y observaba a la gente que
echaba dinero en él. La escena tiene lugar en uno de los atrios, en la
llamada Cámara del tesoro o Sala de las ofrendas; los
días de la Pasión están ya cercanos.
Ante muchos que daban grandes cantidades, el Señor no
hizo el menor comentario. Pero vio Jesús una mujer que se acercaba con el
clásico atuendo de las viudas, con clara apariencia de ser una mujer pobre.
Había esperado quizá a que la aglomeración desapareciera, y dejó dos monedas
pequeñas; eran, entre las que estaban en circulación, las de menos valor. San
Marcos aclara para los lectores no judíos, a quienes se dirige particularmente
su Evangelio, la entidad real de estas monedas. Quiere llamar la atención de
todos sobre la exigua cantidad que representaban. De cara a los hombres aquella
limosna tenía muy poco valor: las dos monedas hacían un cuadrante,
es decir, la cuarta parte de un as. Esta moneda era a su vez la
decimosexta parte de un denario, que constituía la primera unidad
monetaria; un denario era el jornal de un trabajador del campo. Pocas cosas se
podían comprar con un cuadrante.
Si alguien hubiera llevado una relación de las
ofrendas que se hicieron aquel día en el Templo, quizá habría pensado que no
valía la pena tomar nota de la limosna de esta mujer. ¡Y resultó ser, entre
todas, la más importante! Tan grata fue a Dios que Jesús convocó a sus
discípulos dispersos por los alrededores para que aprendieran la lección de
aquella viuda. Aquellas piezas de cobre apenas hicieron ruido, pero Jesús
percibió claramente el amor sin palabras de esta mujer que daba a Dios todos
sus ahorros. Os aseguro que esa pobre viuda ha echado en el cepillo más
que nadie. Porque los demás han echado de lo que les sobra, pero esta, que pasa
necesidad, ha echado todo lo que tenía2.
¡Qué diferente es con frecuencia lo importante para
Dios y lo importante para nosotros los hombres! ¡Qué diferentes medidas! A
nosotros nos suele impresionar lo llamativo, lo grande, lo sorprendente. A Dios
le conmueven –el Evangelio nos ha dejado abundantes testimonios– pequeños
detalles llenos de amor, que están al alcance de todos; también los sucesos que
nosotros consideramos de gran importancia, pero cuando están realizados con el
mismo espíritu de rectitud, de humildad y de amor. Los Apóstoles, que serían
más tarde el fundamento de la Iglesia, no olvidaron la lección de esta jornada.
Aquella mujer nos ha enseñado a todos cómo conmover el corazón de Dios cada día
con lo único que corrientemente tenemos a nuestro alcance: cosas pequeñas. «¿No
has visto en qué “pequeñeces” está el amor humano? Pues también en “pequeñeces”
está el Amor divino»3.
Aprendemos también en este pasaje del Evangelio el
verdadero valor de las cosas. Cualquier acontecimiento –aunque parezca sin
importancia– podemos convertirlo en algo gratísimo a Dios. Y, por ser grato a
Él, valioso. Solo tiene valor real, verdadero y eterno lo que hacemos agradable
a Dios.
Hoy, en nuestra oración, podemos considerar la gran
cantidad de oportunidades que nos salen al paso: «Raras veces se ofrecen
grandes ocasiones de servir a Dios, pero pequeñas continuamente. Pues ten
entendido que el que sea fiel en lo poco será constituido en lo mucho. Haz,
pues, todas tus cosas en honor de Dios, y todas las harás bien: ora comas, ora
bebas, oras duermas, ora te diviertas, ora des vueltas al asador, si sabes
aprovechar estas haciendas, adelantarás mucho a los ojos de Dios realizando
todo esto porque así quiere Dios que lo hagas»4.
II. Son las cosas
pequeñas las que hacen perfecta una obra y, por tanto, digna de ser ofrecida al
Señor. No basta que aquello que se realiza sea bueno (trabajo, rezar...), sino
que además debe ser una obra bien terminada. Para que haya virtud –enseña Santo
Tomás de Aquino– es necesario atender a dos cosas: a lo que se hace y al modo
de hacerlo5. Y en cuanto al modo de hacerlo, la cincelada, la pincelada,
el retoque final convierte aquel trabajo en una obra maestra. Por el contrario,
la chapuza, lo desmañado y defectuoso es señal de languidez espiritual y de
tibieza en el cristiano, que se ha de santificar con su trabajo de cada
día: conozco tus obras y que tienes nombre de viviente y estás muerto
(...). Porque yo no hallo tus obras cabales en presencia de mi Dios6.
El cuidado de las cosas pequeñas viene exigido por la naturaleza propia de la
vocación cristiana: imitar a Jesús en los años de Nazaret, aquellos
largos años de trabajo, de vida de familia, de trato amistoso con las gentes de
su pueblo. Poner amor en lo pequeño por Dios requiere atención, sacrificio y
generosidad. Un pequeño detalle aislado puede no tener importancia: «lo que es
pequeño, pequeño es; pero el que es fiel en lo poco, ese es grande»7.
El amor es el que hace importante lo pequeño8.
Si faltara este amor no tendría sentido el interés por cuidar las cosas
pequeñas: se convertirían en manía o fariseísmo; se pagarían diezmos de la
hierbabuena, del eneldo y del comino –como hacían los fariseos–, y se correría
el riesgo de abandonar los puntos más esenciales de la ley, de la justicia y de
la misericordia. Aunque lo que podamos ofrecer nos parezca poca cosa –como la
limosna de esta pobre viuda–, adquiere un gran valor si lo ponemos sobre el
altar y lo unimos al ofrecimiento que el Señor Jesús hace de Sí mismo al Padre.
Entonces, «nuestra humilde entrega –insignificante en sí, como el aceite de la
viuda de Sarepta o el óbolo de la pobre viuda– se hace aceptable a los ojos de
Dios por su unión a la oblación de Jesús»9.
Otras veces, los detalles, tanto en el trabajo, en el estudio, como en las
relaciones con otros, son la coronación de algo bueno que sin
ese detalle quedaría incompleto.
Uno de los síntomas más claros de que se inicia el
camino de la tibieza es que se valoran poco los pormenores en la vida de
piedad, los detalles en el trabajo, los actos pequeños y concretos en las
virtudes; y se acaba descuidando también lo grande. «La desgracia es tanto más
funesta e incurable cuando al deslizarse hacia lo profundo apenas se nota, y se
verifica con mayor lentitud (...). Que con este estado se da un golpe mortal a
la vida del espíritu, es cosa a todos manifiesta»10.
El amor a Dios, por el contrario, se pone de relieve en el ingenio, en la
vibración, en el esfuerzo por encontrar en todo ocasión de
amor a Dios y de servicio a los demás.
III. El
Señor no es indiferente a un amor que sabe estar en los detalles. No es
indiferente, por ejemplo, a que vayamos a saludarle –lo primero– al entrar en
una iglesia o al pasar delante de ella; al esfuerzo por llegar puntuales (mejor
unos minutos antes) a la Santa Misa; a la genuflexión bien realizada ante Él en
el Sagrario; a las posturas o al recogimiento que guardamos en su presencia...
Además, cuando se ve a alguien doblar con devoción la rodilla ante el Sagrario
es fácil pensar: tiene fe y ama a Dios. Y ese gesto de adoración ayuda a los
demás a tener más fe y más amor. «Os podrá parecer quizá que la Liturgia está
hecha de cosas pequeñas: actitud del cuerpo, genuflexiones, inclinaciones de
cabeza, movimiento del incensario, del misal, de las vinajeras. Es entonces
cuando hay que recordar las palabras de Cristo en el Evangelio: El que
es fiel en lo poco, lo será en lo mucho (Lc 16, 10). Por
otra parte, nada es pequeño en la Santa Liturgia, cuando se piensa en la
grandeza de Aquel a quien se dirige»11.
El espíritu de mortificación se nos concreta
normalmente en pequeños sacrificios a lo largo de la jornada: lucha
perseverante en el examen particular, sobriedad en las comidas, puntualidad,
afabilidad en el trato, levantarse a la hora, no dejar la tarea aunque nos
resulte costosa y falte ilusión humana, orden y cuidado de los instrumentos de
trabajo, comer con agradecimiento lo que nos sirven, sin andar con caprichos...
Para vivir la caridad en un tono cada vez más delicado
y heroico será necesario también descender a los detalles pequeños y menudos de
la convivencia cotidiana. «El deber de la fraternidad, con todas las almas,
hará que ejercites el “apostolado de las cosas pequeñas”, sin que lo noten: con
afán de servicio, de modo que el camino se les muestre amable»12.
En ocasiones será poner verdadero interés en lo que nos cuentan; otras, pasar
por alto las preocupaciones personales para atender a quienes conviven con nosotros;
el no enfadarnos por cosas sin importancia; no ser susceptibles; ser cordiales;
la ayuda, quizá inadvertida, que alivia el peso; pedir a Dios por una persona
necesitada; evitar toda crítica; ser siempre agradecidos..., cosas que están al
alcance de todos... Y así ocurre en cada una de las virtudes.
Si estamos atentos a lo pequeño, viviremos con
plenitud todos los días, sabremos dar a cada momento el sentido de estar
preparando la eternidad. Para eso, pidamos con mucha frecuencia la ayuda de
María. Digámosle frecuentemente: Santa María, Madre de Dios, ruega por
nosotros... ahora, en cada situación ordinaria y pequeña de nuestra vida.
1 Mc 12,
38-44. —
2 Mc 12,
43-44. —
3 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 824. —
4 San
Francisco de Sales, Introducción a la vida devota, III, 34.
—
5 Cfr. Santo
Tomás, Quodl. IV, a. 19. —
6 Apoc 3,
1-2. —
7 San
Agustín, Sobre la doctrina cristiana, 14, 35. —
8 Cfr. San
Josemaría Escrivá, o. c., n. 814. —
9 Juan
Pablo II, Homilía en Barcelona 7-XI-1982. —
10 B.
Baur, La confesión frecuente, p. 105. —
11 Pablo
VI, Alocución 30-V-1967. —
12 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 737.
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