Francisco Fernández-Carvajal 02 de junio de
2020
@hablarcondios
— Una verdad de fe expresamente enseñada por Jesús.
— Cualidades y dotes de los cuerpos gloriosos.
— Unidad entre el cuerpo y el alma.
I. Los saduceos,
que no creían en la resurrección, se acercaron a Jesús para intentar ponerle en
un aprieto. Según la ley antigua de Moisés1,
si un hombre moría sin dejar hijos, el hermano debía casarse con la viuda para
suscitar descendencia a su hermano, y al primero de los hijos que tuviera se le
debía imponer el nombre del difunto. Los saduceos pretenden poner en ridículo
la fe en la resurrección de los muertos, inventando un problema pintoresco2.
Si una mujer se casa siete veces al enviudar de sucesivos hermanos, ¿de cuál de
ellos será esposa en los cielos? Jesús les responde poniendo de manifiesto la
frivolidad de la objeción. Les contesta reafirmando la existencia de la
resurrección, valiéndose de diversos pasajes del Antiguo Testamento, y al
enseñar las propiedades de los cuerpos resucitados se desvanece el argumento de
los saduceos3.
El Señor les reprocha no conocer las Escrituras ni el
poder de Dios, pues esta verdad estaba ya firmemente asentada en la Revelación.
Isaías había profetizado4: las
muchedumbres de los que duermen en el polvo de la tierra se despertarán: unos
para eterna vida, otros para vergüenza y confusión; y la madre de los
Macabeos confortaba a sus hijos en el momento del martirio recordándoles
que el Creador del universo (...) misericordiosamente os devolverá la
vida si ahora la despreciáis por amor a sus santos lugares5.
Y para Job, esta misma verdad será el consuelo de sus días malos: Sé
que mi Redentor vive, y que en el último día resucitaré del polvo (...); en mi
propia carne contemplaré a Dios6.
Hemos de fomentar en nuestras almas la virtud de la
esperanza, y concretamente el deseo de ver a Dios. «Los que se quieren,
procuran verse. Los enamorados solo tienen ojos para su amor. ¿No es lógico que
sea así? El corazón humano siente esos imperativos. Mentiría si negase que me
mueve tanto el afán de contemplar la faz de Jesucristo. Vultum tuum,
Domine, requiram, buscaré, Señor, tu rostro»7.
Ese deseo se saciará, si permanecemos fieles, porque la solicitud de Dios por
sus criaturas ha dispuesto la resurrección de la carne, verdad que
constituye uno de los artículos fundamentales del Credo8, pues
si no hay resurrección de los muertos, tampoco resucitó Cristo. Y si Cristo no
resucitó, vana es nuestra predicación, y vana es también nuestra fe9.
«La Iglesia cree en la resurrección de los muertos (...) y entiende que la
resurrección se refiere a todo el hombre»10:
también a su cuerpo.
El Magisterio ha repetido en numerosas ocasiones que
se trata de una resurrección del mismo cuerpo, el que tuvimos durante nuestro
paso por la tierra, en esta carne «en que vivimos, subsistimos y nos movemos»11.
Por eso, «las dos fórmulas resurrección de los muertos y resurrección
de la carne son expresiones complementarias de la misma tradición
primitiva de la Iglesia», y deben seguirse usando los dos modos de expresarse12.
La liturgia recoge esta verdad consoladora en
numerosas ocasiones: En Él (en Cristo) brilla la
esperanza de nuestra feliz resurrección; y así, aunque la certeza de morir nos
entristece, nos consuela la promesa de la futura inmortalidad. Porque la vida
de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma; y, al deshacerse
nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el Cielo13.
Dios nos espera para siempre en su gloria. ¡Qué tristeza tan grande para
quienes todo lo han cifrado en este mundo! ¡Qué alegría saber que seremos
nosotros mismos, alma y cuerpo, quienes, con la ayuda de la gracia, viviremos
eternamente con Jesucristo, con los ángeles y los santos, alabando a la
Trinidad Beatísima!
Cuando nos aflija la muerte de una persona querida, o
acompañemos en su dolor a quien ha perdido aquí a alguien de su familia, hemos
de poner de manifiesto, ante los demás y ante nosotros mismos, estas verdades
que nos inundan de esperanza y de consuelo: la vida no termina aquí abajo en la
tierra, sino que vamos al encuentro de Dios en la vida eterna.
II. Toda alma,
después de la muerte, espera la resurrección del propio cuerpo, con el que, por
toda la eternidad, estará en el Cielo, cerca de Dios, o en el Infierno, lejos
de Él. Nuestros cuerpos en el Cielo tendrán características diferentes, pero
seguirán siendo cuerpos y ocuparán un lugar, como ahora el Cuerpo glorioso de
Cristo y el de la Virgen. No sabemos dónde está, ni cómo se forma ese lugar: la
tierra de ahora se habrá transfigurado14.
La recompensa de Dios redundará en el cuerpo glorioso haciéndolo inmortal, pues
la caducidad es signo del pecado y la creación estuvo sometida a ella por culpa
del pecado15. Todo lo que amenaza e impide la vida desaparecerá16.
Los resucitados para la Gloria –como afirma San Juan en el Apocalipsis–
no tendrán hambre, ni tendrán ya sed ni caerá sobre ellos el sol, ni ardor
alguno17: esos sufrimientos que enumera el Apocalipsis fueron
los que más dañaron al pueblo de Israel mientras atravesaba el desierto: los
abrasadores rayos del sol caían como dardos, se desencadenaba con rapidez la
corrupción, y el viento seco del desierto consumía las fuerzas18.
Estas mismas tribulaciones son símbolo de los dolores que tendría que soportar
el nuevo Pueblo de Dios, la Iglesia, mientras dure su peregrinación hasta la
Patria definitiva.
La fe y la esperanza en la glorificación de nuestro
cuerpo nos harán valorarlo debidamente. El hombre «no debe despreciar la vida
corporal, sino que, por el contrario, debe tener por bueno y honrar a su propio
cuerpo, como criatura de Dios que ha de resucitar en el último día»19.
Sin embargo, qué lejos está de esta justa valoración el culto que hoy vemos
tributar tantas veces al cuerpo. Ciertamente tenemos el deber de cuidarlo, de
poner los medios oportunos para evitar la enfermedad, el sufrimiento, el
hambre..., pero sin olvidar que ha de resucitar en el último día, y
que lo importante es que resucite para ir al Cielo, no al Infierno. Por encima
de la salud está la aceptación amorosa de la voluntad de Dios sobre nuestra
vida. No tengamos preocupación desmedida por el bienestar físico. Sepamos
aprovechar sobrenaturalmente las molestias que podamos sufrir –poniendo con
serenidad los medios ordinarios para evitarlas–, y no perderemos la alegría y
la paz por haber puesto el corazón en un bien relativo y transitorio, que solo
será definitivo y pleno en la gloria.
En ningún momento debemos olvidar hacia dónde nos
encaminamos y el valor verdadero de las cosas que tanto nos preocupan. Nuestra
meta es el Cielo; para estar con Cristo, con alma y cuerpo, nos creó Dios. Por
eso, aquí en la tierra «la última palabra solo podrá ser una sonrisa... un
cántico jovial»20,
porque más allá nos espera el Señor con la mano extendida y el gesto acogedor.
III.
Aunque sea grande la diferencia entre el cuerpo terreno y el transfigurado, hay
entre ellos una estrechísima relación. Es dogma de fe que el cuerpo resucitado
es específica y numéricamente idéntico al cuerpo terreno21.
La doctrina cristiana, basándose en la naturaleza del
alma y en diversos pasajes de la Sagrada Escritura, muestra la conveniencia de
la resurrección del propio cuerpo y la unión de nuevo con el alma. En primer
lugar, porque el alma es solo una parte del hombre, y mientras esté separada
del cuerpo no podrá gozar de una felicidad tan completa y acabada como poseerá
la persona entera. También, por haber sido creada el alma para unirse a un
cuerpo, una separación definitiva violentaría su modo de ser propio; pero,
sobre todo otro argumento, es más conforme con la sabiduría, justicia y
misericordia divinas que las almas vuelvan a unirse a los cuerpos, para que
ambos, el hombre completo –que no es solo alma, ni solo cuerpo–, participen del
premio o del castigo merecido en su paso por la vida en la tierra; aunque es de
fe que el alma inmediatamente después de la muerte recibe el
premio o el castigo, sin esperar el momento de la resurrección del cuerpo.
A la luz de la enseñanza de la Iglesia vemos con mayor
profundidad que el cuerpo no es un mero instrumento del alma, aunque de ella
recibe la capacidad de actuar y con ella contribuye a la existencia y
desarrollo de la persona. Por el cuerpo, el hombre se halla en contacto con la
realidad terrena, que ha de dominar, trabajar y santificar, porque así lo ha
querido Dios22. Por él, el hombre puede entrar en comunicación con los demás
y colaborar con ellos para edificar y desarrollar la comunidad social. Tampoco
podemos olvidar que a través del cuerpo el hombre recibe la gracia de los
sacramentos: ¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo?23.
Somos hombres y mujeres de carne y hueso, pero la
gracia ejerce su influjo incluso sobre el cuerpo, divinizándolo en cierto modo,
como un anticipo de la resurrección gloriosa. Mucho nos ayudará a vivir con la
dignidad y el porte de un discípulo de Cristo considerar frecuentemente que
este cuerpo nuestro, templo ahora de la Santísima Trinidad cuando vivimos en
gracia, está destinado por Dios a ser glorificado. Acudamos hoy a San José para
pedirle que nos enseñe a vivir con delicado respeto hacia los demás y hacia
nosotros mismos. Nuestro cuerpo, el que tenemos en la vida terrena, también
está destinado a participar para siempre de la gloria inefable de Dios.
1 Dt 24,
5 ss. —
2 Mt 12,
18-27. —
3 Cfr. Sagrada
Biblia, Santos Evangelios, 2ª ed., Pamplona 1985,
comentarios a Mac 12, 18-27 y lugares paralelos. —
4 Is 26,
19. —
5 2
Mac 7, 23. —
6 Job 19,
25-26. —
7 San
Josemaría Escrivá, en Hoja informativa, n. 1, de su proceso
de beatificación, p. 5. —
8 Cfr. Symbolo
Quicumque, Dz 40; Benedicto XII, Const. Benedictus
Deus, 29-I-1336. —
9 1
Cor 15, 13-14. —
10 Congregación
para la Doctrina de la Fe, Carta sobre algunas cuestiones
referentes a la escatología, 17-V-1979. —
11 Conc.
XI de Toledo, año 675, Dz 287 (540); cfr. Conc.
IV de Letrán, cap. I, Sobre la fe católica, Dz 429
(801), etc. —
12 Congregación
para la Doctrina de la Fe, Declaración acerca de la traducción
del artículo «carnis resurrectionem» del Símbolo Apostólico, 14-XII-1983.
—
13 Misal
Romano, Prefacio I de Difuntos. —
14 Cfr. M.
Schmaus, Teología Dogmática, vol VII, Los Novísimos,
p. 514. —
15 Rom 8,
20. —
16 Cfr. M.
Schmaus. o. c., vol. VII, p. 225 ss. —
17 Apoc 7,
16. —
18 Cfr. Eclo 43,
4; Sal 121, 6; Sal 91, 5-6. —
19 Conc.
Vat. II, Const. Gaudium et spes, 14. —
20 L.
Ramoneda Molins, Vientos que jamás ha roto nadie, Danfel,
Montevideo 1984, p. 41. —
21 Cfr. Dz 287,
427, 429, 464, 531. —
22 Gen 1,
28. —
23 1
Cor 6, 15.
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