Francisco Fernández-Carvajal 13 de febrero de 2021
@hablarcondios
— El Señor viene a curar nuestros males más profundos.
Curación de un leproso.
— La lepra, imagen del pecado. Los sacerdotes perdonan
los pecados in persona Christi.
— Apostolado de la Confesión.
I. La curación de
un leproso que narra el Evangelio de la Misa1 debió
de conmover mucho a las gentes y fue objeto frecuente de predicación en la
catequesis de los Apóstoles. Así nos lo hace ver el hecho de ser recogido con
tanto detalle por tres Evangelistas. De ellos, San Lucas precisa que el milagro
se realizó en una ciudad, y que la enfermedad se encontraba ya muy
avanzada: estaba todo cubierto de lepra2,
nos dice.
La lepra era considerada entonces como una enfermedad
incurable. Los miembros del leproso eran invadidos poco a poco, y se producían
deformaciones en la cara, en las manos, en los pies, acompañadas de grandes
padecimientos. Por temor al contagio, se les apartaba de las ciudades y de los
caminos. Como se lee en la Primera lectura de la Misa3,
se les declaraba por este motivo legalmente impuros, se les obligaba a llevar
la cabeza descubierta y los vestidos desgarrados, y habían de darse a conocer
desde lejos cuando pasaban por las cercanías de un lugar habitado. Las gentes
huían de ellos, incluso los familiares; y en muchos casos se interpretaba su
enfermedad como un castigo de Dios por sus pecados. Por estas circunstancias,
extraña ver a este leproso en una ciudad. Quizá ha oído hablar de Jesús y lleva
tiempo buscando la ocasión para acercarse a Él. Ahora, por fin, le ha
encontrado y, con tal de hablarle, incumple las tajantes prescripciones de la
antigua ley mosaica. Cristo es su esperanza, su única esperanza.
La escena debió de ser extraordinaria. Se postró el
leproso ante Jesús, y le dijo: Señor, si quieres puedes limpiarme.
Si quieres... Quizá se había preparado un discurso más largo, con más
explicaciones..., pero al final todo quedó reducido a esta jaculatoria llena de
sencillez, de confianza, de delicadeza: Si vis, potes me mundare, si
quieres, puedes... En estas pocas palabras se resume una oración
poderosa. Jesús se compadeció; y los tres Evangelistas que relatan el suceso
nos han dejado el gesto sorprendente del Señor: extendió la mano y le
tocó. Hasta ahora todos los hombres habían huido de él con miedo y
repugnancia, y Cristo, que podía haberle curado a distancia –como en otras
ocasiones–, no solo no se separa de él, sino que llegó a tocar su lepra. No es
difícil imaginar la ternura de Cristo y la gratitud del enfermo cuando vio el
gesto del Señor y oyó sus palabras: Quiero, queda limpio.
El Señor siempre desea sanarnos de nuestras flaquezas
y de nuestros pecados. Y no tenemos necesidad de esperar meses ni días para que
pase cerca de nuestra ciudad, o junto a nuestro pueblo... Al mismo Jesús de
Nazaret que curó a este leproso le encontramos todos los días en el Sagrario
más cercano, en la intimidad del alma en gracia, en el sacramento de la
Penitencia. «Es Médico y cura nuestro egoísmo, si dejamos que su gracia penetre
hasta el fondo del alma. Jesús nos ha advertido que la peor enfermedad es la
hipocresía, el orgullo que lleva a disimular los propios pecados. Con el Médico
es imprescindible una sinceridad absoluta, explicar enteramente la verdad y
decir: Domine, si vis, potes me mundare (Mt 8, 2),
Señor, si quieres –y Tú quieres siempre–, puedes curarme. Tú conoces mi
flaqueza; siento estos síntomas, padezco estas otras debilidades. Y le
mostramos sencillamente las llagas; y el pus, si hay pus»4;
todas las miserias de nuestra vida.
Hoy debemos recordar que las mismas flaquezas y
debilidades pueden ser la ocasión para acercarnos más a Cristo, como le ocurrió
a este leproso. Desde aquel momento sería ya un discípulo incondicional de su
Señor. ¿Nos acercamos nosotros con estas disposiciones de fe y de confianza a
la Confesión? ¿Deseamos vivamente la limpieza del alma? ¿Cuidamos con esmero la
frecuencia con que hayamos previsto recibir este sacramento?
II. Los Santos
Padres vieron en la lepra la imagen del pecado5 por
su fealdad y repugnancia, por la separación de los demás que ocasiona... Con
todo, el pecado, aun el venial, es incomparablemente peor que la lepra por su
fealdad, por su repugnancia y por sus trágicos efectos en esta vida y en la
otra. «Si tuviésemos fe y si viésemos un alma en estado de pecado mortal, nos
moriríamos de terror»6.
Todos somos pecadores, aunque por la misericordia divina estemos lejos del
pecado mortal. Es una realidad que no debemos olvidar; y Jesús es el único que
puede curarnos; solo Él.
El Señor viene a buscar a los enfermos, y Él es quien
únicamente puede calibrar y medir con toda su tremenda realidad la ofensa del
pecado. Por eso nos conmueve su acercamiento al pecador. Él, que es la misma
Santidad, no se presenta lleno de ira, sino con gran delicadeza y respeto. «Así
es el estilo de Jesús, que vino a dar cumplimiento, no a destruir.
»Al sanar, al curar de la lepra, el Señor
realiza grandes signos. Estos signos servían para
manifestar la potencia de Dios ante las enfermedades del alma: ante el pecado.
La misma reflexión se desarrolla en el Salmo responsorial, que
proclama precisamente la bienaventuranza del perdón de los pecados: Dichoso
el que ha sido absuelto de su culpa... (Sal 31, 1). Jesús
sana de la enfermedad física, pero al mismo tiempo libera del pecado. Se revela
de esta forma como el Mesías anunciado por los Profetas, que tomó sobre
Sí nuestras enfermedades y asumió nuestros pecados (cfr. Is 53,
3-12) para liberarnos de toda enfermedad espiritual y material (...). Así,
pues, un tema central de la liturgia de hoy es la purificación del pecado, que
es como la lepra del alma»7.
Jesús nos dice que ha venido para eso: para perdonar,
para redimir, para librarnos de esa lepra del alma, del pecado. Y proclama su
perdón como signo de omnipotencia, como señal de un poder que solo Dios mismo
puede ejercer8. Cada Confesión es expresión del poder y de la misericordia de
Dios; los sacerdotes ejercitan este poder no en virtud propia, sino en nombre
de Cristo –in persona Christi–, como instrumentos en manos del Señor.
«Jesús nos identifica de tal modo consigo en el ejercicio de los poderes que
nos confirió –decía Juan Pablo II a los sacerdotes–, que nuestra personalidad
es como si desapareciese delante de la suya, ya que Él es quien actúa por medio
de nosotros (...). Es el propio Jesús quien, en el sacramento de la Penitencia,
pronuncia la palabra autorizada y paterna: Tus pecados te son
perdonados»9.
Oímos a Cristo en la voz del sacerdote.
En la Confesión nos acercamos, con veneración y
agradecimiento, al mismo Cristo; en el sacerdote debemos ver a Jesús, el único
que puede sanar nuestras enfermedades. «“Domine!” –¡Señor!–, “si vis, potes me
mundare” si quieres, puedes curarme.
»—¡Qué hermosa oración para que la digas muchas veces
con la fe del leprosito cuando te acontezca lo que Dios y tú y yo sabemos! —No
tardarás en sentir la respuesta del Maestro: “volo, mundare!” —quiero, ¡sé
limpio!»10. Jesús nos trata con suprema delicadeza y amor cuando más
necesitados nos encontramos a causa de las faltas y pecados.
III.
Hemos de aprender de este leproso: con su sinceridad se pone delante del Señor,
e hincándose de rodillas11 reconoce
su enfermedad y pide que le cure.
Le dijo el Señor al leproso: Quiero, queda limpio. Y
al momento desapareció de él la lepra y quedó limpio. Nos imaginamos la inmensa alegría del que hasta ese
momento era leproso. Tanto fue su gozo que, a pesar de la advertencia del
Señor, comenzó a proclamar y divulgar por todas partes la noticia del bien
inmenso que había recibido. No se pudo contener con tanta dicha para él solo, y
siente la necesidad de hacer partícipes a todos de su buena suerte.
Esta ha de ser nuestra actitud ante la Confesión. Pues
en ella también quedamos libres de nuestras enfermedades, por grandes que
pudieran ser. Y no solo se limpia el pecado; el alma adquiere una gracia nueva,
una juventud nueva, una renovación de la vida de Cristo en nosotros. Quedamos
unidos al Señor de una manera particular y distinta. Y de ese ser nuevo y de
esa alegría nueva que encontramos en cada Confesión hemos de hacer partícipes a
quienes más apreciamos, y a todos. No nos debe bastar el haber encontrado al
Médico, debemos hacer llegar la noticia, a través de nuestro apostolado
personal, a muchos que no saben que están enfermos o que piensan que sus males
son incurables. Llevar a muchos a la Confesión es uno de los grandes encargos
que Cristo nos hace en estos momentos en que verdaderas multitudes se han
alejado de aquello que más necesitan: el perdón de sus pecados.
En ocasiones, tendremos que comenzar por una
catequesis elemental, aconsejándoles quizá libros de fácil lectura y
explicándoles, con un lenguaje que entiendan, los puntos fundamentales de la fe
y de la moral. Les ayudaremos a ver que su tristeza y su vacío interior
provienen de la ausencia de Dios en sus vidas. Con mucha comprensión les
facilitaremos incluso el modo de hacer un examen de conciencia profundo, y les
animaremos a que acudan al sacerdote, quizá el mismo con el que nosotros nos
confesamos habitualmente, a que sean sencillos y humildes y cuenten todo lo que
les aleja del Señor, que les está esperando. Nuestra oración, el ofrecer por
ellos horas de trabajo y alguna mortificación, el confesarnos nosotros mismos
con la frecuencia que tengamos prevista, atraerá de Dios nuevas gracias
eficaces para esas personas que deseamos se acerquen al sacramento, a Cristo
mismo.
Aquel día fue inolvidable para el leproso. Cada
encuentro nuestro con Cristo es también inolvidable, y nuestros amigos, a
quienes hemos ayudado en su caminar hasta Dios, jamás olvidarán la paz y la
alegría de su encuentro con el Maestro. Y se convertirán a su vez en apóstoles
que propagan la Buena Nueva, la alegría de confesarse bien. Nuestra Madre Santa
María nos concederá, si acudimos a Ella, el gozo y la urgencia de comunicar los
grandes bienes que el Señor –Padre de las Misericordias– nos ha dejado
en este sacramento.
1 Mc 1,
40-45. —
2 Lc 5,
12. —
3 Lev 13,
1-2; 44-46. —
4 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 93. —
5 Cfr. San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo, 25, 2. —
6 Santo
Cura de Ars, citado por Juan XXIII en Carta Sacerdotii nostri
primordia. —
7 Juan
Pablo II, Homilía 17-II-1985. —
8 Cfr. Mt 9,
2 ss. —
9 Juan
Pablo II, Homilía en el estadio de Maracaná, Río de
Janeiro, 2-VII-1980. —
10 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 142. —
11 Mc 1,
40.
Tomado de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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