Por Carlos Alberto Montaner 18 de abril de 2015
El presidente Barack Obama, tras
asegurarle su amigo John Kerry que Cuba, últimamente, se comporta con dulzura,
casi como el Vaticano, eliminó a la Isla de la lista de países que colaboran
con el terrorismo.
Era previsible. Obama había advertido en
Panamá que su gobierno renunciaba al cambio de régimen. La lista de países
vinculados al terrorismo formaba parte de esa estrategia. Era un sambenito
político destinado a infamar adversarios en el sinuoso camino del
desplazamiento.
No obstante, se trataba de una
descripción justa. La isla lleva décadas colgada del brazo de la peor gente del
planeta: desde Carlos el Chacal hasta la adiposa dinastía real norcoreana,
pasando por Gadafi y las narcoguerrillas colombianas, pero el deseo de Obama es
olvidar los agravios y comenzar una vida nueva y cordial.
Pronto devolverá la Base de Guantánamo.
Eso estaba previsto en la Ley Helms-Burton cuando Cuba fuera libre, pero Obama
no quería esperar la llegada de tan incierta fecha. Solicitó a un bufete amigo
un informe legal sobre sus prerrogativas para desprenderse del territorio y lo
obtuvo.
El segundo paso será recibir de la
Marina un memorándum donde se explique que, en efecto, la base es costosa y
tiene escasa utilidad militar. Opinarán que puede y debe clausurarse. Al fin y
al cabo, un sólo submarino de hoy, el Pennsylvania, puede destruir todo lo que
aniquiló la marina americana completa durante la II Guerra.
El tercero será relocalizar o liberar a
los prisioneros islámicos acusados de terrorismo. No sería extraño que el
acuerdo incluya el compromiso de que, por un periodo, el territorio no sea
utilizado como base militar por los cubanos o por nadie.
En rigor, dado que se limita a Cuba,
todo esto es escasamente importante, salvo en un dato clave: la cancelación de
la voluntad norteamericana de cambiar los regímenes enemigos y sostener a los
amigos con los que hay coincidencias de valores e intereses. Ésa es una
modificación sustancial de la visión y la misión internacional de Estados
Unidos.
Hace 70 años que en Bretton Woods, New
Hampshire, F.D. Roosevelt se puso a la cabeza del mundo democrático que creía
en la libre empresa. Esa responsabilidad, aceptada cuando los nazis daban las
últimas boqueadas, primero fue económica –de eso se trataba Bretton Woods–,
pero luego la completó Harry S. Truman en el terreno político tras el sordo
estallido de la Guerra Fría.
En esencia, los objetivos de ese
conflicto consistían, ante todo, en tratar de cambiar a los regímenes enemigos
y de sostener a los amigos porque se pensaba que era un juego de suma-cero. Lo
que perdía Occidente lo ganaba la URSS y viceversa.
A eso, entre otras funciones, se
dedicaban la CIA, el Departamento de Estado, la OTAN, el Plan Marshall, la AID,
la VOA, la OEA, la DEA y el resto de las aguerridas siglas del mundillo
financiero. Era parte de su misión.
Dentro de ese esquema, Washington
sostuvo a Grecia y a Turquía, reconstruyó a Europa occidental y Japón, salvó a
Berlín, frenó y deshizo la invasión de Corea del Norte a la del Sur, impidió
que Italia y Francia fueran controladas por los comunistas, pero no que Vietnam
les ganara una guerra devastadora. Contribuyó a dar un golpe antisoviético en
Irán, derrocó a Jacobo Arbenz en Guatemala y, lateralmente, a Salvador Allende
en Chile.
Perdió, sin embargo, en Cuba, y por no
revertir esa derrota volvió a perder en Nicaragua, en Angola y en Etiopía, al
menos provisionalmente, porque Cuba era un nido de ametralladora en movimiento
al servicio del totalitarismo y del propio instinto aventurero de Fidel Castro,
una especie de Napoleón caribeño, incansable y fecundo, capaz de parir en la
vejez, postmenopáusico tras la desaparicón de la URSS, ya medio muerto, a Hugo
Chávez, al Foro de Sao Paulo y al Socialismo del Siglo XXI. Asombroso.
Obama tiene, al menos, dos graves
problemas con su anulación de la voluntad norteamericana de cambiar y sostener
regímenes. El primero, es que casi todo el aparato burocrático norteamericano
dedicado a proyectar el poder de Washington en el extranjero, ha sido concebido
y moldeado para apoyar a los amigos y tratar de reemplazar a los enemigos. No
es fácil detener la inercia que se genera durante siete décadas de
instituciones y leyes.
Y el segundo, y más importante, es que,
aunque Obama cancele unilateralmente su enemistad, aunque cierre los ojos como
los chamanes entregados al pensamiento mágico, y decida que los enemigos de
Estados Unidos han dejado de serlo, los adversarios de la democracia, el
pluralismo y el mercado, seguirán combatiendo para cambiar regímenes, como
sucede en América con la sagrada familia neopopulista de la ALBA, o como ocurre
en el Medio Oriente con Irán, que desestabiliza a Yemen, conspira en la Franja
de Gaza y amenaza a Israel con destruirlo y lanzar a los judíos al mar.
Es posible que Obama. como dijo en
Panamá, haya decidido dejar de cambiar o apoyar regímenes. Sus enemigos, muy
felices, piensan otra cosa. Para bailar este tango también hacen falta dos.
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