Por Tamara Suju
Roa, 10/08/2015
Cuando leí el
hermoso artículo de Leonardo Padrón, estuve nostálgica por días. Visualicé
aquel momento en julio del 2014 cuando a través de la ventana del avión me
despedí de aquella costa azul y montañas verdes hasta que desaparecieron en el
horizonte, sin saber si algún día volvería a verlas.
Dejaba atrás, mi
casa, mi familia, mis vecinos, mis amigos. Atrás quedaron esas cosas a las que
se refiere Leonardo que hacen de tu casa tu hogar. Aún extraño mi cama, mi
balcón con vista al Ávila, mi piano, mi sala de estar, mis libros, mi taza de
café amoldada a mi mano, mis cd rayados con los boleros de Luis Miguel, cuya
letra vociferaba a toda garganta mientras andaba por esas largas carreteras que
me llevaron por todo el país, recorriendo la casa grande a la que se refiere
Leonardo, llena de pancartas y afiches de los presos y perseguidos o
compartiendo con mis hijos sus hermosos parajes.
Cuando llegue a
Praga, la ciudad que me ha acogido, pase muchos días de pesar y tristeza, sobre
todo cuando el otoño dio paso al invierno, y la oscuridad llegaba antes de las
3 de la tarde. Me asomaba al balcón del pequeño apartamento, y las tejas rojas
reemplazaban al Ávila, y los días de cielo azul se turnaban con los días grises
que se hicieron mas recurrentes, y el frio se acentuó y llegó el invierno con
pocos días de nieve. La novedad para mi fue saber que tenia que seguir ahí, que
no estaba de vacaciones por pocos días, sino que ahí vivía ahora y por ahora,
no podía regresar a mi país.
Pero superar esos
primeros meses se los debo a mi casa, esa casa grande de Leonardo, que ahora es
aún más grande, porque ya no limita con los países hermanos de Sudamérica y el
mar caribe, sino que no tiene limites en su extensión. Mi casa ahora es la casa
de venezolanos aquí en Praga, la casa de venezolanos en Paris, la casa de venezolanos
en Ginebra, la casa de venezolanos en Bruselas, la casa de venezolanos en
Berlín, la casa de venezolanos en Ámsterdam, la casa de venezolanos en Madrid,
y todas aquellas casas de compatriotas que me han abierto las puertas donde
quiera que he ido, llenas de tanto espíritu de venezolanidad, que me han
confortado en mi tristeza, sin hablar de aquellos amigos que no son
venezolanos, pero que han sido tan solidarios, receptivos y preocupados por lo
que a mi me pasa y por lo que pasa en nuestro país, que es como si lo fueran.
Nuestros
compatriotas viven día a día buscando la forma de ayudar y aportar ideas para
que nuestro país vuelva a ser la Patria libre, democrática y con futuro
próspero que una vez conocieron. Algunos tienen muchos años afuera, otros pocos,
pero cada rincón de sus casas huela a Venezuela. Un cuadro, una foto, una
cesta, un sillón, una ruana, una gorra, una bandera!…sentarme con ellos en su
mesa y saciar mis nostalgias de arepas, empanadas y tequeños, mientras
recorremos nuestras vivencias allá en la casa grande, ha sido sin duda aquello
que me ha reconfortado con este exilio de trabajo sin descanso que me ha traído
a Europa. Cada uno de ellos ama a Venezuela, como la amamos todos, porque la
venezolanidad se lleva a donde quiera que vamos.
Durante años lidie
con la patria enferma, denuncie al cáncer autoritario y de irrespeto que se ha
apoderado de ella y quienes me conocen saben que no le tengo miedo al monstruo.
Siempre lo tuve cerca, pisándome los pasos, y lo vi a los ojos cuando niños que
podían ser los míos nos contaban como habían sido torturados por horas el
pasado año, o cuando familiares de personas asesinadas o secuestradas lloraban
ante nosotros sin saber como empezar a lidiar con la pesadilla que enfrentaban.
Estuve dentro de su sistema circulatorio, aquel que alimenta al cáncer, cuando
fui a declarar, aún sabiendo quienes son y cuanto daño le han hecho a
compatriotas que han pasado por sus mazmorras, porque si hay algo que conozco
bien, es lo malo, cruel y peligrosos que son.
Por eso salí de la
Casa Grande, para poder seguir lidiando con su infortunio, porque a pesar de
aceptar que no podía continuar en mi lugar, jamás he pensado en divorciarme o
naufragar. A Venezuela la llevo agarrada de la mano, para tratar de evitar con
mi granito de arena, que el Alzheimer del que sufren algunos, la locura de
otros y la indiferencia de muchos, no la lleven al limite de la
irrecuperabilidad. Y gracias a mi nueva casa, esa que ahora es aún más grande,
llena de compatriotas comprometidos, luchadores, solidarios, valientes, pero
sobre todo, amantes de nuestro país, he podido seguir adelante en mi denuncia y
en mi trabajo, soñando con mi regreso a ese “techo azul de casi todo el año”,
“el clima de las mangas cortas y la risa fácil”, “la neblina a caballo de sus
páramos,” “su sol de tamarindo y papelón” que tan bellamente describió Leonardo
Padrón.
Miles de
venezolanos regados por el mundo tienen hoy una casa aún más grande, con las
puertas abiertas donde regocijarnos. Donde quiera que estemos, ahí estará
Venezuela.
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