IBSEN MARTÍNEZ 25 de enero de 2016
Postular una nación imaginaria y situar en ella la trama de
una ficción inolvidable no es cosa fácil.
Joseph
Conrad, el novelista británico de origen polaco, nacido hace casi 160 años, lo
logró soberbiamente al escribir Nostromo, novela publicada por vez primera en
1904 y que narra tres lustros de una incipiente república sudamericana:
Costaguana. Con ella, Conrad se convirtió en autor del intento imaginativo más
profundo que existe en la literatura inglesa —y quizá universal— por comprender
un ambiente latinoamericano.
Además
de ser tal vez la novela más ambiciosa de Conrad, Nostromo se revela como un
logro en extremo admirable cuando uno advierte que su autor no vivió jamás en
ningún país del Caribe o la América andina. Sin embargo, no ha sido difícil
para los críticos rastrear los muchos libros que leyó Conrad para dar forma a
su República de Costaguana.
Uno de
ellos, escrito por Sir Edward B. Eastwick, enviado especial británico, enjuicia
acremente la intricada política doméstica de Venezuela en la década de 1860. La
imaginada geografía de Costaguana resulta inequívocamente venezolana y
colombiana, si bien, mucho después de la publicación de Nostromo, Conrad afirmó
categóricamente que con Costaguana quiso nombrar cualquier nación sudamericana.
Dos
siglos después de haberse separado del imperio español, ninguna de nuestras
Costaguanas ha alcanzado la categoría de país desarrollado. La diferencia entre
los niveles de vida de la región y la de los países desarrollados no ha hecho
más que ensancharse desde comienzos del siglo XIX.
A
partir de los años cincuenta del siglo pasado, diversas teorías sobre la
dependencia económica atribuyen aún al carácter periférico de Costaguana su
atraso económico, sus desigualdades y su déficit de bienestar social. Eduardo
Galeano fue el brillante rapsoda de esta visión tan cara a nuestros populismos.
Su más elocuente contraejemplo son los Estados Unidos, país “periférico” a
comienzos del siglo XIX cuya productividad alcanzó a la de Reino Unido a
finales del mismo siglo, gracias a una revolución agroindustrial y financiera
basada en la tecnología y la inversión.
Costaguana
no puede hoy hallar excusa ni consuelo en la teoría de la dependencia puesta en
boga después de la Segunda Guerra Mundial. Libre desde 1830 del régimen
colonial, la brecha entre Costaguana y los Estados Unidos (y el resto del mundo
desarrollado) no parece ser, a la luz de lo que hoy saben los historiadores
económicos, sólo el resultado del imperialista siglo XX. La evidencia
estadística destaca niveles de ingreso per cápita en Costaguana que apoyan la
idea de que su posición relativa respecto a los Estados Unidos no empeoró
(aunque tampoco mejoró) durante todo el siglo pasado.
Dos
siglos después de que los primeros movimientos independentistas estallaron en
nuestra América, la mayoría de ellos inspirados en la Ilustración francesa y
decididos a fundar repúblicas liberales, ¿qué ha sido de la libertad —de todas
las libertades— en nuestras naciones?
Muchos
intelectuales hispanoamericanos han rechazado la pobre opinión que míster
Conrad se hizo de nuestras repúblicas. Su visión, nos dicen, es racista e
imperialista y tal vez tengan razón.
Pero
las dinámicas del poder que aún rigen nuestros países desde la era de los
libertadores se remontan a los días coloniales y hallan eco incomparable en los
mitos de fundación de la República de Costaguana: “Una exagerada y cruel
caricatura, la fatuidad de una mascarada solemne, la grotesca atrocidad de cualquier
ídolo militar de concepción azteca y aderezo europeo a la espera de sus
adoradores”.
Doscientos
años más tarde, esas dinámicas (¿inconscientes?, ¿fatales?) todavía actúan como
la mayor amenaza a las frágiles democracias de nuestras Costaguanas.
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