Por Félix L. Seijas
Rodríguez
Una abuela, con su hija y su
nieto, llegan a un conocido local de comida en la ciudad de Maracay. Les
provoca sushi, y luego de pensarlo un rato –el precario poder adquisitivo de
hoy en día obliga a pensarlo bien–, decidieron darse ese gusto.
El local tiene cuatro
mesitas afuera, pero ellos se sientan adentro por considerarlo más seguro.
Transcurridos pocos minutos, un joven en jeans y franela gris se acerca a la
mesa, les apunta con el cañón de una 9 mm y les pide los celulares. El horror
de ver un arma dirigida a sus cuerpos contrasta con la tranquilidad del local.
Mesoneros y demás comensales se muestran ajenos a lo que allí ocurre.
El nieto entrega su
teléfono, que es el único sobre la mesa. El agresor lo toma, baja la pistola y
se dirige a otra mesa para repetir la operación. Así continúa hasta abordar a
todos los clientes del recinto. Entonces sale del local caminando, tranquilo,
para unirse a dos secuaces que hacían lo propio en las mesas de afuera.
Las cámaras de seguridad
externas del restaurante grabaron el incidente. En ellas se ve a los asaltantes
sacando sus pistolas y “montándolas”. No se trataba solo de disuadir. Ellos
estaban preparados para accionarlas si la situación así lo ameritaba. Quizá
alguno de ellos lo deseaba en silencio.
El robo en ese restaurante
no salió en los periódicos. Un hecho tan común no es noticia. Pudo haber
sucedido algo más grave de haberse accionado alguna de las armas. En tal caso,
es posible que algún diario local lo hubiese reseñado. Gracias a Dios, no fue
así.
Esa noche aquella abuela (mi
tía), la hija (mi prima) y el nieto (mi “sobrino”), regresaron a casa
desconcertados, nerviosos. El sentimiento que les invadía era el de una
profunda impotencia. “Me provoca salir gritando”, decía mi prima. Entonces sacó
de la cartera el celular, que por estar ahí dentro se había salvado. Entró al
Whatsapp e ingresó al grupo familiar para contar lo sucedido. Allí vio que
alguien había posteado un video. En él se observaba a un grupo de personas
sobre el techo de un penal disparando al aire ráfagas de ametralladora. Lo
primero que pensó fue en una escena de alguna película mala sobre las
barbaridades que pasan en algunos países lejanos. Sin embargo, se avergonzó al
enterarse de que aquello no era sino un “homenaje” que los miembros de una
banda delictiva ofrecían en suelo venezolano a un pran al que acaban de
enterrar; todo esto ante la mirada permisiva de las “autoridades”. Puede que en
ese momento mi prima haya pensado en su hermana en Canadá, celebrando su
decisión de abandonar con esposo e hijos el país. Quizá ahora ella misma esté
pensando en hacerlo. Y es que de esta familia, mi familia, se han ido hasta la
fecha nueve integrantes, todos jóvenes. La última fue la hija de un primo hace
apenas una semana.
Estos jóvenes que abandonan
el país lo hacen porque pierden la fe en él. No visualizan un futuro digno en
estas tierras. Ellos saben que en alguna época que no conocieron, sus padres al
casarse pudieron comprar una vivienda, y que un mercado mensual decente estaba
al alcance. También entienden que vivir asustados por la delincuencia o por el
simple hecho de enfermarse y no conseguir medicinas no puede ser normal, y
salen a buscar otras realidades.
Ahora bien, es un error
suponer que quienes se quedan lo hacen porque sienten algo distinto. Ellos
están aquí y día a día se van cargando con la situación que les rodea y que
cada segundo ven agravarse. Las cifras sobre lo que ocurre en el país se les
pueden mostrar o esconder. Para la mayoría de ellos da igual. Cuando se siente
una pistola en el pecho, cuando un amigo, vecino o ser querido es asesinado,
cuando se sale a la calle desesperado por encontrar una medicina y no se
encuentra, se entiende la gravedad del problema.
Julio Cortazar decía que él
siempre escribía desde lo fantástico, porque hasta cuando escribía sobre la
realidad, encontraba que la fantasía era la mejor herramienta para mostrarla.
Cada joven que se va es una ventana al mundo. En los estudios hemos encontrado
que son ellos quienes les comunican a sus amigos cómo son las cosas afuera.
Para muchos de estos jóvenes, lo que escuchan en estos relatos puede
presentarse como fantasía; pero aquello, irremediablemente, se va transformando
en aspiración. Y esas aspiraciones individuales, en algún momento pueden unirse
en reclamo colectivo. Esto es algo con lo que no se puede jugar.
El 6-D los venezolanos,
tanto los que se abstuvieron como los que votaron por la MUD, gritaron al
unísono la palabra “cambio”. Muchos de los que votaron por el PSUV, en cierta
forma, también lo hacen. Y esa aspiración solo puede crecer en magnitud e
intensidad. Y así lo hará. Si en un tiempo prudente no se percibe que el cambio
está ocurriendo, esas aguas seguirán buscando, como lo hicieron en los noventa,
la manera de drenar sus fuerzas; y, más temprano que tarde, la van a encontrar
28-01-16
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