Luis Gómez Calcaño 30 de enero de 2016
El
autoritarismo electoral chavista está intentando desesperadamente perder su
carácter electoral, es decir, convertirse en un autoritarismo pleno. El
discurso y la acción del grupo en el poder se han concentrado, desde el mismo 6
de diciembre, en negar la derrota no sólo verbalmente sino en los hechos. Esto
significa que, como se hizo en otras oportunidades, se trata de impedir que el
voto mayoritario por la oposición tenga consecuencias políticas. Estrategia
habitual de los autoritarismos electorales, que promueven y dirigen elecciones
con el fin de legitimar su poder, pero tienden a desconocerlas o devaluarlas
cuando son derrotados; y el régimen chavista ha dado numerosos ejemplos de
ella. La más reciente de las maniobras fue pensada con una visión estratégica
desde mediados de 2015: dado que los períodos de ejercicio de muchos
magistrados del Tribunal Supremo culminaban en 2016, se presionó a estos para
que renunciaran y fueran sustituidos por magistrados todavía más identificados
con el régimen, con lo cual se garantizaba un TSJ incondicional al chavismo por
muchos años. A pesar de la falta de coordinación y el incumplimiento de muchos
requisitos legales, se logró hacer esta designación pocas horas antes de
culminar el período constitucional de la Asamblea saliente.
La
segunda estrategia ha sido la impugnación de las elecciones en varios circuitos
de todo el país; presentadas y
respondidas con asombrosa celeridad, dichas impugnaciones lograron “rebanar”
(es un término usado por Luis Salamanca) la mayoría calificada de 2/3,
amenazando a la Asamblea con anular todas sus decisiones si no acataba la
decisión de desincorporar a 4 diputados opositores. Las impugnaciones han
seguido presentándose en el mes de enero, y el Tribunal no se ha pronunciado
sobre ellas. Pero lo importante es que ya se logró despojar a la mayoría de la
Asamblea Nacional de una parte de los poderes que le transmitieron los votos,
no una parte cualquiera sino la que le daba la posibilidad de producir cambios
más profundos. Después de la confrontación en la que la oposición se vio
obligada a retroceder, el gobierno ha jugado a la ambigüedad, autorizando a
veces y otras impidiendo la comparecencia de ministros ante las comisiones
legislativas, negociando su participación en el Parlatino y el Parlasur, y
evitando ponerse totalmente de espaldas al legislativo. Sin embargo, la amenaza
de desconocimiento está allí; su primer ensayo fue el de la Sala Electoral,
pero ya Maduro ha anunciado que va a impedir la ejecución de la ley que otorga
la propiedad a los beneficiarios de la Misión Vivienda. Tanto en ese caso como
en el de nuevas medidas cautelares que
pretendan reducir más aún el tamaño de la mayoría opositora, el grupo en
el poder cuenta con el TSJ como barrera infranqueable para las iniciativas de
la oposición. Al mismo tiempo, se trata de crear o revivir supuestos
instrumentos de participación popular como las comunas, el o los parlamentos
comunales, el Congreso de la Patria, y sobre todo, insistir en que la actual
mayoría es “circunstancial”, mientras que el “Poder Popular” está, por mandato
constitucional, por encima de los poderes constituidos.
¿Puede
el actual grupo en el poder tener éxito en esta estrategia, que se dirige a
estabilizar el régimen sobre nuevas bases?
Aquí
es necesario distinguir entre viabilidad económica y política. La obstinación
mostrada por el grupo dominante en no cambiar sino profundizar el control
autoritario sobre la economía, a pesar de sus resultados catastróficos para la
población y la inevitable derrota electoral, parece indicar que ese grupo no ve
el bienestar material de la población, en términos de alimentación, salud y
seguridad, como una prioridad política, tanto que, enfrentado a predicciones
bien fundadas sobre un resultado electoral muy negativo, no hizo el menor
intento por cambiar el rumbo. En lugar de políticas públicas dirigidas al
bienestar de las mayorías se recurrió al reparto selectivo de bienes entre
grupos minoritarios, como taxistas, estudiantes y empleados públicos. Pero,
dada la disminuida disponibilidad de recursos, esta distribución “focalizada”
no logró (porque no podía hacerlo) compensar el descontento generalizado en los
sectores populares y medios que habían sido el soporte electoral del chavismo.
Estas actitudes, tanto las pre- como las postelectorales, parecieran indicar
que se está buscando un modo de hegemonía política donde lo electoral deje de
ser una competencia real por el poder y se convierta en un ritual vacío, cuyos
resultados sean irrelevantes para el control del poder. En este tipo de modelo
(bien conocido, por lo demás), como no es necesario lograr mayorías reales,
basta con asegurarse la lealtad de una parte de la población para que brinde
apoyo “espontáneo”, propaganda y colaboración en las actividades represivas del
Estado, a cambio de privilegios materiales y políticos (incluyendo la impunidad
de la corrupción de alto nivel), mientras el resto de la población es sometida
por las pinzas de la escasez y la represión.
Como
se ha denunciado innumerables veces, el “fracaso” económico de los socialismos
reales fue una, si no la principal, de las bases de su viabilidad política: al
lograr concentrar la satisfacción de las necesidades básicas en la buena
voluntad del Estado, se logra doblegar la voluntad de los ciudadanos; y cuando
esto no es suficiente, se apela al desproporcionado aparato represivo que se
confunde con la sociedad a través de sus “patriotas cooperantes”.
Es
cierto que muchos de estos regímenes, aunque duraderos, terminaron
derrumbándose, pero ello requirió una combinación de factores internos y
externos, económicos, políticos y culturales muy particular. Otros, en
condiciones económicas mucho peores, como Cuba y Corea del Norte, conservan un
rígido control sobre la sociedad y no se atisban en ellos procesos de cambio
como los de Europa del Este.
Es
evidente que Venezuela se acerca cada día más a las condiciones económicas de
penuria y dependencia del Estado que han facilitado la implantación y
consolidación de los regímenes totalitarios; las políticas económicas
anunciadas se basan en un control o supervisión del Estado sobre toda la vida
económica, tal como se ha venido practicando en áreas cada vez mayores, por lo
cual son muy pocos los espacios relevantes de autonomía de los actores
económicos.
Sin
embargo, es en el aspecto político donde se puede percibir la debilidad del
proyecto de radicalización económica: no sólo en el campo de lo
político-electoral, que ha puesto al régimen a la defensiva, sino en no haber
logrado, en 17 años y a pesar de sus grandes esfuerzos, aniquilar totalmente a
las organizaciones autónomas que se han resistido a convertirse en engranajes
del Estado: partidos políticos, gremios de profesores y estudiantes
universitarios, organizaciones de desarrollo social y de defensa de derechos,
iglesias y cultos, gremios profesionales, algunos sindicatos (a pesar de su
gran debilidad), gremios empresariales, cooperativas y muchos otros.
El
carácter híbrido del autoritarismo competitivo impidió que se pudiera liquidar
en poco tiempo todas estas expresiones de pluralismo político y social, a
diferencia de la práctica habitual de los regímenes leninistas.
En
otros tiempos, la distinción entre democracia formal y real bastaba para
deslegitimar a la primera como “dictadura de la burguesía” y justificar a la
segunda (es decir, la dictadura del proletariado) como la verdadera democracia.
Como han mostrado, entre otros, Levitsky y Way, desde la caída del bloque
soviético la noción de democracia se hizo más homogénea por el fracaso de sus
alternativas, y las luchas progresistas contra las dictaduras de derecha se
hicieron cada vez más en nombre de la democracia y no de la revolución. La
necesidad de presentar credenciales democráticas como medio para legitimarse
ante los organismos internacionales (especialmente los que controlan recursos
financieros y programas de ayuda al desarrollo), obliga a presentar al menos
una fachada en la cual las elecciones periódicas ocupan un lugar privilegiado;
las prácticas autoritarias pueden ser disimuladas siempre que haya una
apariencia de normalidad electoral.
En el
caso del chavismo se presentaron simultáneamente dos estrategias: si bien se
atacó en forma implacable a la democracia representativa y se ensalzó la
participativa, el régimen nunca perdía oportunidad de destacar sus victorias
electorales, que le daban legitimidad precisamente en términos de
representación, mientras ensayaba diferentes formas de participación que debían
ser la base de la nueva democracia, que superaría a la representativa y la
haría obsoleta.
Mientras
se esperaba el resultado de los experimentos de organización, no se descuidó el
intento de ocupar los espacios de la sociedad civil con organizaciones
paralelas promovidas y financiadas por el Estado, a las cuales se reconocía
como representativas de sus sectores sociales en lugar de las autónomas a las
que pretendían sustituir. A pesar de estos esfuerzos, no se logró aniquilar
totalmente a esas organizaciones (aunque se les debilitó considerablemente) ni
legitimar a las paralelas.
El
enorme poder económico del Estado, el
control de todas las instituciones y la indudable adhesión mayoritaria a la
figura de Chávez permitieron una cadena de victorias electorales que sólo se
rompió en 2007 con la derrota en el referendo aprobatorio de la reforma
constitucional.
Dicha
reforma contenía, especialmente en los artículos propuestos por el presidente,
las bases de un modelo alternativo de poder popular que, en sus palabras, “no
nace del sufragio ni de elección alguna”. Con Chávez en el cenit de su
popularidad y una enorme holgura de recursos, se estuvo cerca de reunir las
condiciones ideales para la implantación de la “democracia participativa”,
dejando atrás la representativa. Por eso la derrota de la propuesta por un
margen mínimo desconcertó a Chávez y le hizo buscar formas indirectas de lograr
sus objetivos.
Pero
ya la oportunidad irreemplazable había pasado, y en los años siguientes, aunque
se trató de concretar las instituciones previstas en el proyecto por medio de
leyes y recursos financieros, se había perdido el impulso transformador y se
fue imponiendo la complejidad de la gestión de una sociedad plural. Aunque se
impulsó la llamada hegemonía comunicacional y se obtuvieron algunas victorias
electorales, como la del referéndum que aprobó la reelección ilimitada, los
consejos comunales y las comunas no lograron sustituir a las instituciones que
los ciudadanos consideraban parte de su cultura cívica (concejos municipales,
alcaldías y gobernaciones), ni se logró crear un sector productivo del “poder
popular”, por lo cual las necesidades de la población siguieron siendo
satisfechas por mecanismos de mercado, a pesar de ser fuertemente regulados por
el Estado.
Volviendo
al presente, y al discurso fundamentalista del grupo aparentemente hegemónico
en el chavismo hoy en día, se puede observar la desconexión entre ese discurso
y la realidad. El “pueblo” chavista que se invoca no sólo abandonó al régimen
en las urnas sino en la calle, por lo que tiene que recurrirse a incentivos
materiales y amenazas para garantizar sus movilizaciones. El discurso del
sacrificio patriótico como explicación de las restricciones al consumo choca
con las evidencias cotidianas de corrupción de la burocracia, y la figura del
líder carismático se desdibuja cada día que pasa. En estas condiciones, el
intento de radicalizar la revolución y establecer el modelo totalitario
requeriría una represión intensa y extensa, para la cual no bastan los grupos
paramilitares armados por el gobierno.
Por su
lado, la oposición está sujeta a la amenaza de nuevas maniobras: cualquier
respuesta, por justificada que ella sea, para desafiar al corrupto poder
judicial será tomada como excusa para anular su poder y hasta su existencia
legal; pero en algún momento se deberá enfrentar esta estrategia de desgaste,
dejando de retroceder y denunciando al Tribunal Supremo como lo que es: una
maquinaria para la destrucción de la voluntad popular expresada en el voto.
Planteado por fin el conflicto abierto de poderes, sólo queda la posibilidad de
que sectores del gobierno menos radicalizados abran un espacio para el diálogo
político. En caso contrario, una vez más en la historia del país el estamento
militar se verá atribuir el papel de árbitro que nunca debió corresponderle.
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