Por Arnaldo Esté
El barranco del gobierno se
convierte día a día en abismo, en acantilado, o sea, en caída libre.
No solo cae el gobierno sino
que todos nosotros lo acompañamos en eso o, dicho con más justicia, el gobierno
nos arrastra en esa caída. Pero esa caída, también, obliga al gobierno y a su
presidente a mirar para los lados incluso afrontando las inevitables
acusaciones de traición que vendrían de sus más fieles o interesados, bien sea
por mística, poder o dinero o de las tres cosas en pastiches no infrecuentes.
Entonces estamos obligados a
preparar la transición buscando entendimiento.
Se habla del nuevo
vicepresidente (ver Carlos Blanco, El Nacional, 27/1/16) y uno quiere
encontrar un trazo de inteligencia en su designación: un personaje con la
experiencia y la flexibilidad adecuada para negociar, para entenderse, para
buscar una transición.
Varios pueden ser los cursos
siguientes y uno oye, lee y ve escenarios variados sin excluir los más
violentos y costosos que bien podrían iniciarse, como muchas veces ha ocurrido,
en un incidente provinciano.
La transición será difícil y
compleja. La crisis general está transformándose en una crisis ética. Lo ético
atiende a la cohesión social y a los valores que la sustentan. En esa condición
de crisis emerge lo instintivo, la necesidad de sobrevivir, el extravío de la
percepción del otro.
Desde una tal situación de
descohesión, de des-integración tendría que arrancar la reconstrucción o, más
bien, la construcción del proyecto de país que aún no tenemos.
En lo más inmediato,
destrozado y descohesionado, el país no tiene la opción de tomar iniciativas y
deberán tomarse las medidas económicas y los atenuantes sociales que prescriben
los bancos internacionales, con las inmediatas y graves consecuencias que ellas
traerán. Para afrontar eso necesitamos entendimientos y acuerdos.
Es bien posible que el
gobierno, conociendo esa perspectiva, trate de usar esos efectos para
replantearse como alternativa de regreso. Pero la inminencia de las carencias,
que obligan ahora su derrumbe, le hace muy difícil distanciarse y maniobrar. No
podrán postergar más el desabastecimiento y la falta de dinero para pagar los
salarios de sus empleados, y es así como tendrán también que ir hacia el
entendimiento.
Pero más allá de esa
transición hay que buscar acuerdos nacionales para lograr la cohesión y el
sentido social extraviado. En el trabajo y la producción, en la seguridad
personal y legal, en la educación en cuyas aulas debe cultivarse la
profundización de una democracia ahora inexistente. Estas cosas deberán ser
establecidas en acuerdos de largo alcance antes de que los diferentes grupos y
partidos se abran a sus políticas e intereses.
Abunda la bibliografía sobre
la fertilidad de las crisis. Incluso hay quien piensa, con un sentido religioso
de la culpa, que esto lo merecemos, que tenemos que atragantamos de dolor para
encontrar lo bueno. No es necesariamente así, el caos social puede no tener
fondo y ser suelo de cultivo de valores terribles. Tal como ahora nos ocurre
con la violencia y la muerte: de tan frecuente se torna paisaje.
Nos toca proponer. El estudio
y análisis de las maldades del gobierno y sus antecesores ha llenado páginas y
oficios, moda necesaria y obligada. Proponer es más complejo. Los recetarios
económicos, muy atados a burocracias banqueras, han resultado muchas veces
lineales y con sabores de medicinas registradas. Ahora se trata de este país
que no ha logrado ni proyecto ni sentido y su historia lo muestra como un libro
de anécdotas, con frecuentes caudillos civilizadores (¿no es acaso verdad que
el último comandante eterno y también benemérito era también civilizador?) y
banderas rojas o amarillas.
30-01-16
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