Por Elías López La Torre
Entre nosotros, porque se
cumplen 100 años del nacimiento de Rafael Caldera y, significativamente,
también 80 de la fundación de la Unión Nacional de Estudiantes (UNE) y 70 de la
fundación del Partido Social Cristiano Copei. Cien años, y muchos le hemos dado
impulsiva e injustamente la espalda al largo y profundo significado de
las luchas de Rafael Caldera por Venezuela, sin comprender que así dañamos
nuestra propia identidad. Es hora de hacer justicia. De poner las cosas en su
lugar.
Sí, es una reflexión entre
nosotros, militantes, simpatizantes, colaboradores, seguidores y amigos, que,
durante muchos años, compartimos el orgullo de formar parte de una fuerza
política que, guiada por el responsable y poderoso liderazgo de Caldera,
contribuyera a garantizar la vigencia de la democracia en Venezuela, al
postular los valores del pensamiento socialcristiano.
No se trata de celebrar el
centenario de su nacimiento por afecto a su persona, sino porque recordar su
obra –así como la de Rómulo Betancourt y de otros políticos venezolanos– es
reivindicar lo mejor de nuestro pasado democrático; es reivindicarnos a
nosotros mismos, reivindicarnos como pueblo. Es un acto, en fin, que confronta
de manera natural el infausto despropósito de quienes gobiernan nuestro país en
esta hora aciaga.
Algunos podrían sostener que
sería muy temprano para intentar apreciar desapasionadamente la importante obra
de Rafael Caldera. Han pasado, dirían, muy pocos años desde su desaparición
física y aún el tamiz del tiempo no ha cernido, suficientemente, su figura de
las inevitables y grandes controversias que acompañan a los hombres cuyas
decisiones afectan la vida de los pueblos. Tal vez sea verdad, pero la hora que
vive nuestro país nos impone apresurar el paso para rescatar y valorar lo
esencial de su labor de entre las brumas de muchas decisiones polémicas. A
alguna de ellas haremos, sin embargo, necesaria e ineludible referencia.
Sí, entre nosotros, que
parece que hemos olvidado la significación histórica de las consecuencias de la
decisión de Caldera de iniciar a la muerte de Juan Vicente Gómez –y actuando
tanto contra poderosos enemigos como contra el pesimismo de los amigos– la
construcción de una opción política que llegaría a su tiempo a postular el
valor de cada ser humano, la solidaridad, la pluralidad; que promovería el bien
común, la lucha permanente por la justicia social, la perfectibilidad de la
sociedad y el carácter subsidiario de la acción del estado. Una fuerza que
volcaría en el torrente de nuestro devenir de pueblo nada más y nada menos que
los valores esenciales y permanentes del humanismo cristiano.
No fue fácil. Todo comenzó
cuando Caldera y un puñado de jóvenes estudiantes, que no superaban los 20 años
de edad, fundaron en el año 1936 la Unión Nacional Estudiantil (UNE) –simiente
del Partido Socialcristiano Copei– para enfrentar el radicalismo izquierdista
de la Federación de Estudiantes de Venezuela y comenzar a abrirle paso a
otra visión de la política en Venezuela.
Luego, como en un enjambre,
comenzamos a crecer y nos fuimos sumando en distintos tiempos y lugares para
llegar a ser decenas, centenares, miles y millones.
Y fueron una persona misma el
joven Caldera, cultor de Andrés Bello en 1935, el de la primera Ley del Trabajo
de 1936, el del apoyo a la reforma de la legislación petrolera de 1943 y el
defensor del voto para la mujer en 1944. Caldera, el autor de la tesis doctoral
titulada libro de Derecho del Trabajo de 1939 y el profesor de dicha
materia en la UCV por más de veinte años. El hombre que en 1945 apoyó la
creación de un sistema de gobierno basado en el voto universal, directo y
secreto proclamado por la Revolución de Octubre. Que fue un actor principal en
la Asamblea Constituyente que aprobó la Constitución de 1947 e igualmente en el
Congreso Nacional que, 1961, dotó al país de la Constitución de más larga
vigencia hasta ahora conocida en nuestra historia republicana.
Caldera, el hombre que en ese
mismo año de 1947, con 31 años de edad, es postulado por primera vez a la
Presidencia de la República y conquista el segundo lugar contra el maestro
Rómulo Gallegos. Caldera, el opositor severo al gobierno de Acción
Democrática que se había radicalizado y sectarizado después de su triunfo en
las elecciones del 46 y el 47.
El político que no cedió ni un
ápice durante los años de la dictadura perezjimenista. Que clamó públicamente
en 1952 contra la existencia de “Guasina”, el campo de concentración creado en
el Delta del Orinoco para opositores al régimen militar.
El Caldera del histórico
acuerdo con Rómulo Betancourt y Jóvito Villalba, después de la caída de la
dictadura, firmado el 31 de octubre de 1958 en su propia casa caraqueña,
de nombre “Puntofijo”, con el que se inició el período de paz, libertad y
progreso social más prolongado que haya conocido nuestra
historia.
El Rafael Caldera que, en los
años sesenta, sostuvo la democracia contra los varios intentos de derrocar a
los legítimos gobiernos de Rómulo Betancourt y Raúl Leoni. El de la lucha
contra la subversión patrocinada por la Cuba de Fidel y el Caldera que después
fue entre otras muchas cosas el Presidente de la justa y exitosa política de
pacificación.
El Caldera del lenguaje de
altura, profundamente respetuoso de todas las personas y, en especial, de los
opositores a sus gobiernos. Reconocido por su integridad personal, por el
ejemplo de su familia, junto a su esposa Doña Alicia Pietri, animadora de
diferentes iniciativas a favor de la infancia y, en particular, el
emblemático Museo de los Niños.
El Dr. Caldera, de profunda y
permanente vocación social, quien en gesto excepcional e inédito, fue invitado
en 1987 por el Papa Juan Pablo II al Vaticano para hablar ante el Colegio
Cardenalicio en la conmemoración de los veinte años de la encíclica “Populorum
Progressio” (Sobre el desarrollo de los Pueblos”).
Todo eso, y mucho más de la
obra de Caldera, parece habérsenos olvidado por la controversia desatada
posteriormente a su decisión de “soltar” a Chávez. Y decimos
posteriormente, porque fue después, solamente después de que el Chávez en el
poder comenzara a mostrar el funesto talante de su gobierno, cuando se hizo
urgente encontrar un culpable de lo que estaba ocurriendo.
Ciertamente muchos de los que
lo habían apoyado y elegido presidente comenzaron a buscar a un responsable
sobre quien arrojar la culpa de su equivocada decisión y, como se hacía en
algunos pueblos de la antigüedad, buscaron y encontraron en esa decisión de
Caldera, al chivo de su expiación promoviendo algunos de ellos abiertamente y
otros de manera solapada, una infamia simple y conveniente: Caldera es el
único culpable de todos lo males que le han hecho al país Chávez y su inepto
sucesor y, desgraciadamente, muchos de nosotros hemos compartido en algún
momento o medida esa iniquidad.
Es cierto que Caldera dictó el
sobreseimiento de Chávez cuando la popularidad de éste no llegaba a 4 puntos en
las encuestas y que también lo hizo para veinte militares más incursos en la
misma causa. ¿Quién no le pidió entonces a Caldera esos sobreseimientos? Lo
solicitaban públicamente numerosos sectores, medios de comunicación y muchas
personalidades que incluso ahora, por cierto, lo disimulan. Sí, lo “soltó”,
porque seguramente de buena fe creyó que era así como se podía conjurar la
amenaza cierta que su rebelión había implicado e implicaba para nuestra ya
fatigada democracia.
Esa acción de Caldera fue, sin
duda, consecuente con su idea de pacificar y de someter al juicio de la
democracia a quienes la amenazaran desde posiciones y conductas radicales.
Actuó convencido, como lo hizo siempre, de que era lo mejor para su país.
¿Que Caldera se equivocó?...
ni él ni nadie podía adivinar el futuro y, menos aún, que serían millones los
venezolanos que después elegirían a Chávez presidente, sin tener tampoco el don
de predecir el porvenir y que, por supuesto, no podían imaginar el daño que le
harían Chávez y su heredero a nuestro país.
Ha llegado para todos
nosotros, por imperativo de la agobiante realidad que estamos viviendo, la hora
de rescatar el legado de Rafael Caldera, de limpiar la hojarasca que nubla su
nombre, de recuperar el respeto que siempre nos inspiró para, respetándolo a
él, respetarnos a nosotros mismos y redimir su nombre de una carga que en
justicia no le pertenece y que tampoco nos pertenece a nosotros. Es el tiempo
de sumarnos al esfuerzo de permear de nuevo nuestra sociedad con los valores
del socialcristianismo que encarnó Rafael Caldera durante toda su vida, y de
levantar la cabeza para reconstruir la fuerza de la que en el pasado nos
sentimos orgullosos.
Para finalizar esta reflexión
y apelación entre nosotros, recordemos algunos versos del poema que
escribió Antonio Machado a Un olmo seco:
“…antes que te descuaje un
torbellino
y tronche el soplo de las sierras blancas;
antes que el río hasta la mar te empuje
por valles y barrancas,
y tronche el soplo de las sierras blancas;
antes que el río hasta la mar te empuje
por valles y barrancas,
olmo, quiero anotar en mi
cartera
la gracia de tu rama verdecida.
Mi corazón espera
también, hacia la luz y hacia la vida,
otro milagro de la primavera”.
la gracia de tu rama verdecida.
Mi corazón espera
también, hacia la luz y hacia la vida,
otro milagro de la primavera”.
29-01-16
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