Javier Marías 13 de marzo de 2017
Por
azar, la elección de Trump me coincidió con un periodo de entrevistas a medios
estadounidenses, y me encontré con que varios entrevistadores –sobre todo si
eran jóvenes– me preguntaban más por cuestiones políticas que literarias. Al
ser yo español, y haber vivido bajo una dictadura y bajo el “fascismo” (Franco
murió cuando yo contaba veinticuatro años), me consideraban poco menos que “un
experto” y pretendían que los orientara: cómo reconocer la tiranía, consejos
para hacerle frente, guías de conducta, etc. Notaba en esos jóvenes un gran
desconcierto. Nunca habían previsto encontrarse en una situación como la
actual, es decir, con un Presidente brutal que ni siquiera disimula. Intenté no
resultar alarmista ni asustarlos en demasía. Al periodista de Los Angeles
Review of Books (LARB), por ejemplo, vine a decirle: “De una cosa tened
certeza: con Trump y Pence el fascismo llegaría a América si pudieran obrar a
su antojo. Ese sería su deseo y su meta. Mi esperanza es que no serán capaces
de instaurarlo plenamente, en parte por la clara separación de poderes en los
Estados Unidos, en parte porque habría una fortísima oposición a ello. Vuestra
esperanza es que una candidata tan poco atractiva como Clinton obtuvo más votos
populares que Trump, casi tres millones. Una dictadura sólo es posible si: a)
se establece un régimen de terror y se elimina a los críticos y disidentes,
como fue el caso en Chile y en la Argentina en los años setenta, o en Alemania,
Italia, España y la URSS en los treinta y cuarenta; b) la mayoría de la
población, sea por convencimiento (Hitler) o por miedo, apoya al dictador. Eso,
sin embargo, puede ocurrir con más facilidad de la que imagináis. Pero,
mientras no ocurra, hay esperanza. Y, al menos de momento, no creo que pueda suceder
en vuestro país. Tenemos que aceptar la democracia aunque nos desagrade lo que
votan nuestros compatriotas. Pero debemos estar en permanente guardia, luchar
contra lo abusivo, injusto o anticonstitucional. Por desgracia, puede que no
estéis empleando la palabra equivocada –fascismo–, pero quizá sea prematuro
emplearla ya”.
Por su
parte, el joven e interesante novelista Garth Risk Hallberg me inquirió: “¿Cómo
se huele el fascismo? ¿Cuál es su hedor? ¿Cómo lo reconoceremos?” Al ser más
poética, esta cuestión tiene más difícil respuesta. En cada sitio ese olor
varía. Pero hay una peste que comparten todas las tiranías, aunque sean de
distinto grado: del nazismo al comunismo y del franquismo al putinismo, del
Daesh al chavismo y del pinochetismo al castrismo, de la dictadura argentina al
maoísmo y el erdoganismo. Es la que emiten la intolerancia y el odio a la
crítica, la persecución de la opinión independiente y de la prensa libre, el
pánico a la verdad y el deseo de aniquilar a los “desobedientes”. Y Trump ha
lanzado esa hediondez bien pronto. Su principal consejero, Steve Bannon, ha
dicho sin tapujos que la obligación de la prensa es “cerrar el pico”, nada
menos. Y el propio Trump ha calificado a los medios más serios y prestigiosos,
como el New York Times, el Washington Post, Politico, el New Yorker, la CNN, la
NBC y el Los Angeles Times, de “enemigos del pueblo”, exactamente la misma
acusación de cuantos tiranos ha habido contra quienes iban a purgar o suprimir,
si podían.
Por
mucho que la prensa haya declinado, por mucho que demasiada gente prefiera
informarse a través de las nada fiables redes sociales, sin ella estaríamos
perdidos e indefensos. A esa prensa estadounidense, además, el mayor muñidor de
mentiras –Trump– la acusa justamente de eso, de propalar noticias falsas.
También es una táctica viejísima de los dictadores: acusar al contrario de lo
que uno hace, presentarse como el defensor de lo que uno intenta derribar.
Véase el uso que hoy hacen tantos de los referéndums y los plebiscitos: los
ofrecen como lo más democrático del mundo quienes en realidad aspiran a acabar
con la democracia. Nada tan fácil de manipular, teledirigir y tergiversar como
un plebiscito o un referéndum.
El
atribulado periodista de la LARB volvió al final a la carga: “¿Qué nos
aconsejaría leer en este momento crítico?” Le contesté que mejor leer obras no
políticas, porque las pausas son necesarias incluso en los peores tiempos.
Pero, por si acaso, también le recomendé Diario de un hombre desesperado, de
Friedrich Reck-Malleczewen, que he encomiado aquí otras veces. “Murió, como
tantos”, le dije, “en un campo de concentración. Pero no era judío, si mal no
recuerdo, y ni siquiera izquierdista. Vio muy pronto lo que significaba Hitler,
cuando Hitler aún no era ‘Hitler’. Hay una escena increíble en la que recuerda
haber tenido la oportunidad de matarlo entonces, en un restaurante. Bien que no
lo hiciera. Uno no puede llamar a alguien fascista hasta que haya demostrado
serlo”. Y aquí viene la pregunta ardua: ¿cuándo se demuestra eso? ¿A partir de
qué acción, o basta con las declaraciones, los síntomas? ¿Ha de iniciar una
guerra o una persecución injustas, una matanza? No conviene apresurarse. Pero
tampoco percatarse demasiado tarde.
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