Fernando Mires 19 de marzo de 2017
Confrontación
y diálogo: dos modos de hacer política a los que suele considerarse excluyentes
olvidándose que el uno no se puede constituir sin el otro.
Confrontación
y diálogo son, en efecto, dos dimensiones de la política. Lo importante es que
no existan separadas. La confrontación sin posibilidad de diálogo conduce a
callejones sin salida, cuando no al imperio de la violencia. El diálogo sin
confrontación lleva a la disolución de la política como sustitución de la
guerra pues sin peligro confrontacional la política carece de sentido. Un
diálogo sin confrontación puede ser incluso más peligroso que una confrontación
sin diálogo pues al ser abandonada la confrontación desaparece la política (la
política es confrontación) y así quedan todos los caminos abiertos para la
violencia.
Llamémoslos
enemigos en sentido clásico, o adversarios en sentido más civilizado, o
simplemente contrarios u opuestos, lo cierto es que sin antagonismos en los
campos de confrontación y diálogo, la política estaría de más.
La
oposición de los contrarios, vale decir, el reconocimiento de la existencia de
antagonismos es la base de toda lógica política. O aún más claro: el diálogo,
para que sea político, debe ser el resultado de una confrontación real o
potencial. Primero la confrontación (o su inminencia). Después el diálogo.
Nunca al revés.
La
confrontación, no el diálogo, ocupa el lugar preeminente o sobredeterninante
-si empleamos un término psicoanalítico- en la política. Un diálogo sin
confrontación solo se da en las relaciones amistosas. Pero la política fue
inventada para relacionar a los enemigos y no a los amigos. Por lo mismo, el
diálogo no puede sustituir a la confrontación. Incluso el diálogo, en política,
ha de ser confrontacional. De otra manera no es político.
Siendo
entonces la confrontación y no el diálogo la variable fundamental, la tarea
principal de la política es localizar y conocer exactamente al enemigo. Solo
frente a un enemigo delimitado, personificado en nombres y apellidos, y nunca
ideológico, adquiere la política su razón de ser.
Entre
dos fuerzas políticas enemigas las confrontaciones pueden ser dirimidas a
través del diálogo. Pero para eso es necesario que las confrontaciones o su
inminencia, existan previamente.
¿Qué
sucede en cambio cuando una fuerza política debe enfrentar a una fuerza no
política o precariamente política? En este caso no puede haber diálogo. Pero
tampoco puede haber solo confrontación, pues ella nos aleja de la política y
nos lleva a la guerra. La tarea de la fuerza política, bajo esas condiciones,
es forzar la politización (re-constitucionalización) del enemigo. Para que eso
ocurra, hay que demostrar frente a ese enemigo una disposición a avanzar más
allá de la política, aunque siempre en defensa de la constitucionalidad de la
política. Eso implica por una parte, la decisión de llevar la confrontación
hasta sus últimas consecuencias. Por otra, acosar al adversario con las fuerzas
que se tienen y no con las que se quisiera tener.
En las
confrontaciones internacionales, muchos gobiernos no políticos han debido
politizar sus relaciones con el adversario cuando este dispone de una
superioridad militar abrumadora y de la decisión de imponerla por medios no
políticos si eso fuera necesario. Como es sabido, hasta las armas atómicas han
sido convertidas en medios políticos disuasivos y como tales, bajo determinadas
condiciones, han jugado, aunque pararezca paradoja, un rol pacificador.
En las
confrontaciones nacionales sucede, en cambio, lo contrario: las armas suelen
sucumbir frente a la superioridad numérica y constitucional de las fuerzas
políticas y de sus alianzas internacionales. Un diálogo, vale decir una
negociación, solo puede ocurrir en esos casos cuando las fuerzas políticas han
dirimido fuerzas con las no políticas, o por lo menos, cuando han mostrado la
decisión de enfrentarlas hasta las últimas consecuencias. Para poner un
ejemplo: el diálogo de la oposición chilena con la dictadura fue posible no
solo cuando esta fue derrotada en un plebiscito sino cuando el pueblo apareció
en las calles para defender y celebrar ese triunfo. Otro ejemplo: el diálogo
gobierno- FARC solo fue posible en Colombia después que las FARC fueran
militarmente derrotadas. Entre Uribe y Santos, visto objetivamente, hay más
continuidad que ruptura. Durante Uribe, Santos fue incluso más confrontacional
que Uribe.
Cada
momento tiene su política. Cada política tiene su momento. Equivocar el momento
suele ser en política, fatal.
Un
diálogo sin confrontación, o sin posibilidad de confrontación, no lleva a
ningún lugar. Y es evidente: sin confrontación (o sin posibilidad de
confrontación) no hay nada que negociar.
La
expresión más política (civilizada), es decir, no violenta, de una
confrontación son las elecciones. Las elecciones son a la política lo que las
batallas a la guerra.
Si un
adversario en el poder no admite elecciones no puede, en consecuencias, haber
diálogo hasta que ese adversario sea obligado a someterse al veredicto popular.
Los diálogos en política han sido, son y serán siempre, eventos
post-electorales. Esa es la razón por la cual todos los movimientos
democráticos de la modernidad han opuesto frente a las dictaduras y autocracias
la lucha por elecciones libres y secretas.
Elecciones
es la palabra que separa -en términos definitivos y absolutos, vale decir, sin
relativizaciones ni apelaciones jurídicas- a una dictadura de una democracia.
No hay otra palabra.
Cuando
a favor de una fuerza política se encuentra la mayoría nacional, la hegemonía
cultural, la constitución, y la disposición de luchar por la vía electoral
hasta las últimas consecuencias, la fuerza bruta del enemigo tendrá que ceder.
Todos los ejemplos históricos lo confirman. Después vendrán los momentos del
diálogo.
Entonces:
elecciones first.
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