Desde
hace muchas décadas América Latina gasta en educación cantidades importantes de
sus ingresos públicos, sin que eso se compadezca con acceder a la categoría que
han alcanzado los países desarrollados. De acuerdo al Banco Mundial, en tanto
que en los años sesenta del siglo XX, la agricultura y la extracción de materias primas
representaba 30% del PIB mundial, hoy en día la agricultura equivale al 3%, la
industria al 27% y los servicios al 70%, de manera que estamos en presencia de
la economía del conocimiento. No obstante esto, muchos países de América Latina
siguen teniendo su base económica en la agricultura o en la monoproducción de
materias primas. Argentina y Paraguay con la soya son un claro ejemplo de lo
primero y Venezuela y Ecuador con los hidrocarburos, son representativos de los
segundo. En la actualidad, la economía global del conocimiento es la vía que
está permitiendo que las naciones se desarrollen y disminuyan sustancialmente
la pobreza; ya no se trata de explotar recursos naturales para crecer
económicamente, sino de disponer de una educación de alta calidad, un sistema
científico consolidado y una actitud innovadora de su ecosistema de
emprendimiento. La clave está en producir mentes brillantes y, cada vez más,
exportar productos con mayor nivel agregado. Para lograr lo anterior hace falta
un entorno que fomente la innovación, lo que significa menos trababas para
crear una empresa, un clima favorable de negocios, al igual que la existencia
de un mercado de capitales que asuma riesgos, así como una actitud social de
tolerancia frente a la diversidad y sobre todo al fracaso.
Mientras
que EEUU anualmente se registran más de 140.000 patentes, en América Latina
esta cifra llega a 1.200. Según revistas especializadas en el tema, no hay
ninguna ciudad latinoamericana entre las 100 urbes productoras de conocimiento
científico del mundo, como tampoco ninguna universidad de la región se ubica
entre las 100 mejores del planeta, de acuerdo con varios rankings que miden
esto. La realidad es que en Latinoamérica sus graduados universitarios egresan
mayormente de escuelas como humanidades, derecho, psicología, sociología,
filosofía, etc., en vez de producir más tecnólogos, ingenieros y científicos.
Nuestras universidades en el sub continente invierten poco en investigación y
desarrollo y además están divorciadas del sector productivo. Aun cuando sean
universidades privadas, éstas no establecen lazos de cooperación con el sector
empresarial de sus países para resolver creativamente problemas de producción,
de procesos administrativos, de logística o de comercialización. Tampoco las
universidades públicas hacen lo propio con el Estado. Es significativo el caso
del coque producido en los mejoradores de la Faja del Orinoco, un subproducto
resultante de la conversión del crudo pesado en crudo liviano sintético,
aspecto que la USB estuvo investigando su uso así como aprovechamiento,
correspondiéndole a la insigne profesora Mónica krauter registrar la segunda
patente de esa universidad; en efecto esta notable investigadora, siendo aún
estudiante logró separar del coque el azufre y los metales pesados, produciendo
la mejor opción de coque listo para ser calcinado y convertirlo en coque grado
ánodo. Hay que acotar que Venezuela vende coque crudo a US$ 70 la tonelada, en
tanto que importa a US$ 600 la tonelada de coque calcinado. Cuando se exporta
coque crudo, éste va junto con el azufre y los metales pesados, debido a que la
Pdvsa chavista nunca tomó en cuenta la patente de la profesora Krauter. Así el
país pierde conocimientos, pierde dinero y pierde el tren del progreso.
Los
países compradores del coque crudo venezolano le extraen el azufre y los
metales pesados, agregando valor a sus procesos y ganando más dinero para sus
arcas. Por otra parte, el grafeno (“el material de Dios”, llamado a sustituir
al plástico, al cobre y al silicio en el desarrollo inmediato de la
civilización) obtenido a partir del coque, es hoy una realidad y abre inmensas
posibilidades a la nueva gobernabilidad del país.
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