CARLOS RAÚL HERNÁNDEZ 03 de diciembre de 2017
@CarlosRaulHer
Durante
décadas, aquel personaje inmortal, el perfecto idiota latinoamericano,
estableció como muñeco de bruja al Fondo Monetario Internacional. El perfecto gobierna
hoy en Venezuela y está dispuesto a desaparecerla como nación civilizada. Según
su prédica, el FMI era la representación del mal, un infernal instrumento para
oprimir las naciones atrasadas, como repetían diversos matices progre. Luego de
la crisis de la deuda, que amenazó con convertir a Latinoamérica en una nueva
versión de África subsahariana y que el continente logró superar gracias
al FMI, aún los trasnochados se estremecen al pronunciar las tres letras. El
filósofo neomarxista de moda, Slavoj Zizek, escribe que “en la actualidad los
únicos verdaderos conservadores son los izquierdistas”. Después le tocó al
organismo lidiar con Grecia, donde revienta de nuevo la irresponsabilidad del
populismo de izquierda y de derecha, respectivamente, en el gobierno.
Habían
llevado al país a una situación peor que la de un erial tercermundista medio,
cuyo hundimiento podía arrastrar en las astas el euro como moneda global, e
incluso a la Eurozona. Pero Plinio, Montaner y Vargas Llosa nos deben el tomo
del perfecto idiota europeo que hoy emerge
esplendoroso y entero como Afrodita del espumante semen de su padre sobre el
mar, en la autobiografía del exministro de economía griego, Yanis Varoufakis (Comportarse
como adultos. Mi batalla contra el establishment europeo). En
este libro queda claro que el empuje radical -propio de revolucionarios de
izquierda y derecha por igual- destruye la capacidad para pensar y hace que la
gente se aferre a simplismos y necedades, a racionalizaciones, producto de las
hormonas y no de la razón. El radical actúa bajo el influjo de la adrenalina y
peor cuando es narciso y lo incita el heroísmo impostado (“mi batalla”),
la búsqueda de aplausos fáciles.
Trabajar:
castigo de Dios
Al contrario el sentido crítico espera excretar las emisiones endoquímicas para poder construir un juicio. Después de una secuencia de gobiernos bochornosos, Grecia estaba al borde de la disolución, del Estado fallido. Para entrar en la UE había falsificado sus cuentas públicas en 2001 con la ayuda de Golden Sachs, y tal como reseña Manuel Carrillo (El fusilamiento de la decencia, 2017) los enormes gastos para la olimpiadas de 2004 terminaron de llevársela. Con cuatro millones de habitantes, el país tenía un millón de funcionarios públicos (caso parecido al de Venezuela) y según la ley, los trabajadores se jubilaban a los 50 años, por lo que quien no era empleado público disfrutaba su pulposo retiro, por demás adelantado para quienes desempeñaran oficios “peligrosos para la salud” (trompetistas, trabajadores de la televisión, peluqueros).
Las
ancianas recibían pensiones, las mujeres solteras por estarlo y las madres por
cada hijo, es decir, mantenidas sin trabajar casi todas. Existía una
fundación con dos mil empleados para preservar un lago histórico que
estaba seco desde hacía 50 años. Con abrumadora mayoría de su población a
expensas del Estado, no producía casi nada sino feta, aceite de oliva (según
ellos un regalo personal de Atenea) y un turismo decadente en cuyos hostales ya
comenzaban a aparecer chiripas, solo que con la distinción para los huéspedes
de ser descendientes de las que vieron los ojos de Aristóteles, que no es poco.
Por un monstruoso déficit fiscal de 12.5%, entra en default al
no pagar la cuota de su inmensa deuda per cápita, y se inician las negociaciones
con el Eurogrupo y el FMI para un crédito -salvataje de 110 mil millones de
euros, a cambio de reformas que eliminaran esas monstruosas aberraciones de la
economía.
Secretos
burgueses
Ahí cobra importancia el autorretrato para captar una personalidad aturdida, como la de algunos radicales venezolanos del gobierno y la oposición. El libro comienza por ser bastante inmoral porque las discusiones para salvar a Grecia de un destino trágico se daban con un pacto de honor de confidencialidad que todos respetaron menos Varoufakis, el “duro” antisistema que violaba su palabra y grababa meticulosamente lo que no debía conocerse para que el mundo no estuviera al tanto de la precariedad intelectual, moral y política de la élite griega. Pero lo más asombroso de la historia que narra el entonces ministro de economía es su empeño -“heroico”- en sabotear la firma de los acuerdos, obviamente con el mismo plan que el señor Serrano, militante de Podemos, tiene para Venezuela: desencadenar una hecatombe final del comercio, la banca y las pocas empresas sobrevivientes, para iniciar la revolución desde cero.
No
puede olvidarse que Pablo Iglesias quiso adoptar al líder griego Alexis
Tsipras, quien por fortuna en el camino de Damasco recuperó la vista por lo
menos de un ojo para escoger la civilización que su país creó y no fundar -aun-
la Zimbabue europea. A pesar de eso, el balance es decepcionante. A diferencia
de Rajoy, que cumple exitosamente el plan de recuperación -igual que Islandia-
y España logró sortear el peligro, Tsipras no logra estabilizar su país porque
el populismo le impide cumplir lo pautado, pese a que recibió 450 mil millones
de euros del FMI, el Banco Central Europeo y la Comisión Europea. Ha fracasado
en la empresa de rescatar su nación de la desgracia, tal como lo esperaban sus
conciudadanos y el mundo civilizado, pero hay que felicitarlo por quitar del
medio al perturbado autobiógrafo.
Carlos
Raúl Hernández
@CarlosRaulHer
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