IBSEN MARTÍNEZ 08 de diciembre de 2017
Cuatro
de los buques de la flota de tanqueros llevaban, con coquetería
característicamente venezolana, el nombre de una de nuestras exreinas de
belleza. Hace 15 años, el tanquero bautizado como Pilín León (Miss Mundo 1981)
fondeó justo en medio del canal de navegación que permite transportar el crudo
desde los terminales de embarque de la costa oriental del Lago de Maracaibo a
las refinerías del mundo. Corrían los primeros días de diciembre de 2002.
Al
desafiar las estrictas normas que rigen la navegación de altura en aguas del
lago, aquella acción mostró la resolución de la alta gerencia y la mayoría de
los mandos técnicos de Petróleos de Venezuela (PDVSA) declarados en huelga. Se
proponían no cejar en su enfrentamiento a Hugo Chávez y todo lo que sus
políticas desaforadamente estatistas traerían luego consigo.
La
insubordinación de aquel tanquero no fue la única muestra de rebeldía de los
huelguistas, pero sí la que mejor inflamó el ánimo de la gran masa opositora
venezolana. Aunque muchos políticos de oposición juzgaron como impacientes y
“mal aconsejadas” aquellas acciones, lo cierto es que toda la Venezuela
demócrata se solidarizó con los petroleros. La huelga, sin embargo, no logró a
la larga sus propósitos y languideció hasta llegar a su fin, en algún momento
entre febrero y marzo del año siguiente.
Es ya
un tópico de politología pop afirmar que Venezuela se jodió el lunes 27 de
febrero de 1989, día en que estalló una inopinada ola de sangrientos motines y
saqueos: el Caracazo que anunció el principio del fin de nuestro Estado social
de derecho.
Yo
tengo para mí, en cambio, que el país se jodió el día de abril de 2003 en que
Hugo Chávez despidió, en retaliación y de un plumazo, a 17.871 altos gerentes y
técnicos de alto desempeño, crema y nata de la petrolera estatal, su cerebro.
Hablamos de casi la mitad de los trabajadores que la empresa empleaba por
entonces. No hay en el mundo corporación alguna, petrolera o no, que pueda
sobrevivir a tal hecatombe. ¿Qué pudo dictarle a Chávez semejante despropósito?
Sobre
muchísimos motivos políticos destaca el resentimiento, ese motor universal. El
mismo cegador resentimiento que llevó a millones de venezolanos, seguidores de
Chávez, a aprobar jubilosamente aquel acto a todas luces suicida.
Un
pensador venezolano, Luis Pérez Oramas, discierne en el sujeto populista un
singular desprecio por toda jerarquía del saber y competencia. Chávez fue claro
ejemplo de ello: una y otra vez declaró que con aquellos despidos salvaba a
nuestra industria petrolera “de las garras de la meritocracia”. Con ello
escarnecía uno de los valores más caros a la élite petrolera que lo desafió.
La
meritocracia hizo posible, justamente, que PDVSA llegase a ser, a fines de los
años 90, una de las primeras transnacionales petroleras del mundo, en términos
de desempeño y rentabilidad. Hoy, solo tres lustros más tarde, con una
metastásica nómina de 150.000 trabajadores, PDVSA es una empresa por completo
destruida.
Chávez,
sin embargo, logró infundir en los suyos la idea de que la meritocracia
petrolera no era sino un excluyente mito de la burguesía apátrida y racista,
forjado para asegurar a un puñado de arrogantes burócratas bipartidistas y
proyanquis el control de los recursos petroleros.
“No
necesitamos esas lacras”, se le escuchó decir al presidente eterno en uno de
sus shows televisivos. Chávez se negaba a aceptar que extraer, refinar y
mercadear petróleo requiriese de conocimientos y destrezas especiales. Eso no
era más que una engañifa de los “escuálidos”, como dio en llamar a sus
adversarios.
“El
mundo está ávido de petróleo”, afirmaba el Jaquetón Mayor. “Vender petróleo es
como vender cerveza helada en un estadio de béisbol un domingo caluroso en
Maracaibo”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico