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sábado, 9 de diciembre de 2017

Las garras de la meritocracia, por @ibsenmartinez



IBSEN MARTÍNEZ 08 de diciembre de 2017

Cuatro de los buques de la flota de tanqueros llevaban, con coquetería característicamente venezolana, el nombre de una de nuestras exreinas de belleza. Hace 15 años, el tanquero bautizado como Pilín León (Miss Mundo 1981) fondeó justo en medio del canal de navegación que permite transportar el crudo desde los terminales de embarque de la costa oriental del Lago de Maracaibo a las refinerías del mundo. Corrían los primeros días de diciembre de 2002.

Al desafiar las estrictas normas que rigen la navegación de altura en aguas del lago, aquella acción mostró la resolución de la alta gerencia y la mayoría de los mandos técnicos de Petróleos de Venezuela (PDVSA) declarados en huelga. Se proponían no cejar en su enfrentamiento a Hugo Chávez y todo lo que sus políticas desaforadamente estatistas traerían luego consigo.

La insubordinación de aquel tanquero no fue la única muestra de rebeldía de los huelguistas, pero sí la que mejor inflamó el ánimo de la gran masa opositora venezolana. Aunque muchos políticos de oposición juzgaron como impacientes y “mal aconsejadas” aquellas acciones, lo cierto es que toda la Venezuela demócrata se solidarizó con los petroleros. La huelga, sin embargo, no logró a la larga sus propósitos y languideció hasta llegar a su fin, en algún momento entre febrero y marzo del año siguiente.

Es ya un tópico de politología pop afirmar que Venezuela se jodió el lunes 27 de febrero de 1989, día en que estalló una inopinada ola de sangrientos motines y saqueos: el Caracazo que anunció el principio del fin de nuestro Estado social de derecho.

Yo tengo para mí, en cambio, que el país se jodió el día de abril de 2003 en que Hugo Chávez despidió, en retaliación y de un plumazo, a 17.871 altos gerentes y técnicos de alto desempeño, crema y nata de la petrolera estatal, su cerebro. Hablamos de casi la mitad de los trabajadores que la empresa empleaba por entonces. No hay en el mundo corporación alguna, petrolera o no, que pueda sobrevivir a tal hecatombe. ¿Qué pudo dictarle a Chávez semejante despropósito?

Sobre muchísimos motivos políticos destaca el resentimiento, ese motor universal. El mismo cegador resentimiento que llevó a millones de venezolanos, seguidores de Chávez, a aprobar jubilosamente aquel acto a todas luces suicida.

Un pensador venezolano, Luis Pérez Oramas, discierne en el sujeto populista un singular desprecio por toda jerarquía del saber y competencia. Chávez fue claro ejemplo de ello: una y otra vez declaró que con aquellos despidos salvaba a nuestra industria petrolera “de las garras de la meritocracia”. Con ello escarnecía uno de los valores más caros a la élite petrolera que lo desafió.

La meritocracia hizo posible, justamente, que PDVSA llegase a ser, a fines de los años 90, una de las primeras transnacionales petroleras del mundo, en términos de desempeño y rentabilidad. Hoy, solo tres lustros más tarde, con una metastásica nómina de 150.000 trabajadores, PDVSA es una empresa por completo destruida.

Chávez, sin embargo, logró infundir en los suyos la idea de que la meritocracia petrolera no era sino un excluyente mito de la burguesía apátrida y racista, forjado para asegurar a un puñado de arrogantes burócratas bipartidistas y proyanquis el control de los recursos petroleros.

“No necesitamos esas lacras”, se le escuchó decir al presidente eterno en uno de sus shows televisivos. Chávez se negaba a aceptar que extraer, refinar y mercadear petróleo requiriese de conocimientos y destrezas especiales. Eso no era más que una engañifa de los “escuálidos”, como dio en llamar a sus adversarios.

“El mundo está ávido de petróleo”, afirmaba el Jaquetón Mayor. “Vender petróleo es como vender cerveza helada en un estadio de béisbol un domingo caluroso en Maracaibo”.

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