Francisco Fernández-Carvajal 04 de septiembre de 2018
—
Ayudar a todos, tratar a cada uno como Cristo lo hubiera hecho en nuestro
lugar.
— Pacientes
y constantes en el apostolado.
—
Difundir por todas partes la doctrina de Cristo.
I. Nos
relata el Evangelio de la Misa1 que
puesto ya el sol comenzaron a traer a Cristo numerosos enfermos para que los
curase. Es muy posible que aquel día fuera sábado, pues al caer el sol ya no
obligaba el descanso sabático, tan escrupulosamente observado por los fariseos.
Los enfermos eran muy numerosos. San Marcos2 señala
que toda la ciudad se había juntado delante de la puerta. San Lucas
nos ha dejado el detalle singular de que los curó imponiendo las manos sobre
cada uno -singulis manus imponens Se fija atentamente en los
enfermos y a cada uno le dedica su atención plena, porque toda persona es única
para Él. Todo hombre es bien recibido siempre por Jesús, y es tratado por Él
con la dignidad incomparable que merece siempre la persona humana.
Comentando
este pasaje del Evangelio, señala San Ambrosio que «desde el comienzo de la
Iglesia ya buscaba Jesús a las turbas. Y ¿por qué? -se pregunta Porque para
curar no hay tiempo ni lugar determinados. En todos los lugares y tiempos se ha
de aplicar la medicina»3.
Nos muestra el Evangelio la infatigable actividad de Cristo; nos enseña el
camino que debemos seguir nosotros con quienes están alejados de la fe, con
tantas y tantas almas que no se han acercado aún a Cristo para recibir de Él la
curación. «Ningún hijo de la Iglesia Santa puede vivir tranquilo, sin
experimentar inquietud ante las masas despersonalizadas: rebaño, manada, piara,
escribí en alguna ocasión. ¡Cuántas pasiones nobles hay, en su aparente
indiferencia! ¡Cuántas posibilidades!
»Es
necesario servir a todos, imponer las manos a cada uno –“singulis manus
imponens”, como hacía Jesús–, para tornarlos a la vida, para iluminar sus
inteligencias y robustecer sus voluntades, ¡para que sean útiles!»4.
Servir
a todos, tratarlos como Cristo lo hubiera hecho en nuestro lugar, con el mismo
aprecio, con el mismo respeto, a cada uno individualmente, teniendo en cuenta
sus circunstancias peculiares, su modo de ser, el estado en que se encuentra,
sin aplicar a todos la misma receta. Son gentes que vienen a nuestro encuentro
por motivos profesionales, de vecindad, de viaje, de afanes o aficiones
comunes... Y otros que nosotros vamos a buscar a donde se encuentran para
llevarlos hasta el Señor, «como el médico busca al enfermo. Con una sola alma
que se salve por la mediación de otro, puede obtenerse el perdón de muchos
pecados»5.
Aprendamos
en este rato de oración a tener el mismo interés de aquellos que se agolpaban
junto a la puerta llevándole los enfermos para que los curase. Veamos junto a
Él si los tratamos con la misma atención –singulis manus imponens– con
la que Jesús los atendía.
II. Para
llegar hasta Cristo hay un camino –a veces largo– que es preciso recorrer con
paciencia y constancia. Él espera a nuestros amigos, a los compañeros de
estudio o de profesión, a los hijos, a los hermanos... A todos los ayudaremos
como Jesús hacía: uno a uno, teniendo en cuenta sus circunstancias peculiares,
su edad..., sus enfermedades... Hemos de saber valorar a cada uno en el precio
infinito de la Sangre redentora con la que el Señor los rescató. Al
acompañarlos hasta Jesús encontraremos resistencias, quizá durante mucho
tiempo; son consecuencia de la dificultad de los hombres para secundar el
querer de Dios, por las secuelas que el pecado original dejó en el alma, que se
agravaron después por los pecados personales. Otras veces esa pasividad es
consecuencia de la ignorancia que padecen o del error. Esto nos llevará a rezar
y a ofrecer mortificaciones, horas de trabajo o de estudio por ellos, a
intensificar la amistad...; más cuanto mayor sea la oposición. La fe nos
llevará a comprenderlos y a disculparlos con corazón grande, pero conociendo
bien que la meta está en que conozcan y amen a Jesucristo, el mayor bien que
podemos hacerles, el más grande de todos los favores y beneficios.
En
todo apostolado es necesaria una actitud paciente, que nunca es
abandono o desidia, sino parte de la virtud de la fortaleza; la paciencia
supone una perseverancia tenaz en conseguir los frutos deseados. Muchas veces
será necesario caminar poco a poco, «como por un plano inclinado», sin
desanimarnos jamás porque nos parezca que no avanzan o quizá que retroceden. El
Señor ya cuenta con esas situaciones y da las gracias oportunas. Él ya impuso
las manos sobre cada uno, desde el momento mismo en que decidimos junto al
Sagrario llevarlos hasta Él. Desde el comienzo de todo apostolado, bendice los
deseos de acercarle esas almas que por diversas circunstancias están próximas a
nuestro vivir diario.
Si las
personas tardan en responder será preciso recordar la paciencia que Dios ha
tenido con nosotros, y considerar lo mucho que nos ha perdonado, y las
incontables veces que le hemos hecho esperar... ¡Qué esperas las de nuestro
Dios! ¡Cuánto ha aguardado ante la puerta del alma! Si el Señor nos hubiera
abandonado cuando no respondimos, cuando no quisimos oír su llamada, ¡qué lejos
nos encontraríamos ahora de Él! Nuestro empeño nunca será estéril, porque en el
apostolado nos mueve el amor al Señor. Algunos llegarán hasta Él después de
unos días de trato, otros después de no pocos años. Unos, en la primera
conversación; otros, tras una larga dilación. Unos podrán correr desde el
principio, otros apenas tendrán fuerzas para dar un corto paso. A cada uno
hemos de tratarlo en su peculiar situación humana y sobrenatural, sin
cansarnos, sin abandonos. El médico no utiliza la misma receta para todos, ni
el sastre la misma talla, ni el mismo modelo. Vosotros, hermanos -aconseja
el Apóstol Santiago-, tened paciencia, hasta la venida del Señor. Mirad
cómo el labrador, con la esperanza de recoger el precioso fruto de la tierra,
aguanta con paciencia, hasta que recibe las lluvias temprana y tardía. Esperad,
pues, también vosotros con paciencia y esforzad vuestros corazones6.
Con
prudencia sobrenatural, y sin falsas prudencias humanas, insistiremos a los
amigos, parientes y colegas. Todo unido a una gran caridad y comprensión, pues
solamente buscamos su bien. Si los enemigos de Dios insisten tanto para
alejarlos de Él, ¿cómo no vamos a empeñarnos nosotros, que buscamos su bien?
¡Tú sabes, Señor, que solo buscamos lo mejor para ellos! Lo mejor eres Tú
mismo, que te das a quien quiere acogerte.
III.
Aquella tarde, fueron muchos los que recibieron la curación y una palabra de
aliento, un gesto de comprensión por parte del Maestro: al ponerse el
sol, todos los que tenían enfermos con diversas dolencias, los traían a Él. Y
Él, poniendo las manos sobre cada uno, los curaba. ¡Qué alegría para los
enfermos... y para quienes los habían acercado hasta Jesús! El apostolado,
lleno de sacrificio, es a la vez un quehacer inmensamente alegre. ¡Qué gran
tarea llevar a nuestros amigos hasta Jesús para que Él les imponga las manos y
los sane!
A la
mañana siguiente, Jesús se había retirado a orar a un lugar solitario, como
solía hacer; salieron en su busca, y lo detenían para que no se
apartara de ellos. Pero Él les dijo: Es necesario que yo anuncie también a
otras ciudades el Evangelio del Reino de Dios, porque para esto he sido
enviado. E iba predicando por las sinagogas de Judea.
Hoy
también son muchos los que no conocen a Cristo. Y el Señor pone en nuestro
corazón la urgencia de combatir tanta ignorancia, difundiendo por todas partes
la buena doctrina, con iniciativas y maneras bien diversas. «Tal misión —nos
recuerda el Papa Juan Pablo II- no es exclusiva de los ministros sagrados o del
mundo religioso, sino que debe abarcar los ámbitos de los seglares, de la
familia, de la escuela. Todo cristiano ha de participar en la tarea de
formación cristiana. Ha de sentir la urgencia de evangelizar, que no es
para mí motivo de gloria, sino que se me impone (1 Cor 9,
16)»7. Solo si miramos a Cristo, si le amamos, venceremos la pereza
y la comodidad, saldremos de la torre de marfil que cada uno
tiende a construirse a su alrededor, haremos que muchos ciegos vean a Cristo,
que muchos sordos le oigan, que muchos paralíticos caminen a su lado, pues el
Señor cuenta con nuestra colaboración.
Miremos
a Cristo en nuestra oración y contemplemos también a quienes nos rodean. ¿Qué
hemos hecho hasta ahora para acercarles hasta el Señor? Veamos la propia
familia, el trabajo o el estudio, los vecinos, las personas que más o menos
circunstancialmente encontramos en aquella afición que practicamos, en los
viajes... ¿No habremos desaprovechado muchas ocasiones? ¿No nos habremos
cansado? ¿No nos podrán decir un día que no les hablamos de Cristo, lo que
realmente necesitaban?
Nos
ayudará a hacer un apostolado incesante la consideración de que el bien o el
mal que se realiza tiene siempre un efecto multiplicador. Quienes aquella tarde
sintieron que Cristo se paraba a su lado y les imponía sus manos divinas
experimentaron que su vida ya no podía ser como antes. Se convirtieron en
nuevos apóstoles, que irían difundiendo por todas partes que existía el
Camino, la Verdad y la Vida, y que ellos lo habían conocido. Lo fueron
pregonando en la familia, en su pueblo..., en todas partes por donde iban. Eso
debemos hacer nosotros.
1 Lc 4,
38-44. –
2 Cfr.
Mc 1, 33. –
3 San
Ambrosio, Tratado sobre la virginidad, 8, 10. –
4 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 901. –
5 San
Juan Crisóstomo, en Catena Aurea, vol. 5, p. 238. –
6 Sant 5,
7-8. –
7 Juan
Pablo II, Discurso en Granada, 15-XI-1982; cfr. Exhor.
Apost. Christifideles laici, 30-XII-1988, n. 33.
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