Francisco Fernández-Carvajal 15 de septiembre de 2018
— El
dolor de María se une al de Jesús.
—
Corredención de Nuestra Señora.
—
Santificar nuestros dolores y sufrimientos. Acudir a Santa María, Consoladora
de los afligidos.
I. ¡Oh
Madre, fuente de amor!, // hazme sentir tu dolor // para que llore contigo:
// y que, por mi Cristo amado, // mi corazón abrasado // más viva en Él
que conmigo1.
Quiso
el Señor asociar a su Madre a la obra de la Redención, haciéndola partícipe de
su dolor supremo. Al celebrar hoy este sufrimiento corredentor de María, nos
invita la Iglesia a ofrecer, por la salvación propia y la ajena, los mil
dolores, casi siempre pequeños, de la vida, y las mortificaciones voluntarias.
María, asociada a la obra de salvación de Jesús, no sufrió solo como una buena
madre que contempla a su hijo en los mayores sufrimientos y en la misma muerte.
Su dolor tiene el mismo carácter que el de Jesús: es un dolor redentor. El
sufrimiento de María, la esclava del Señor, purísima y llena de
gracia, eleva sus actos hasta el punto de que todos ellos, en unión
profundísima con su Hijo, tienen un valor casi infinito.
Nunca
comprenderemos del todo la inmensidad de su amor por Jesús, causa de sus
dolores. Por eso, la Liturgia aplica a la Virgen dolorosa, como al mismo Jesús,
las palabras del profeta Jeremías: Oh vosotros, cuantos por aquí
pasáis, mirad y ved si hay dolor comparable a mi dolor, al dolor con que soy
atormentada2.
El
dolor de Nuestra Señora era mayor por su eminente santidad. Su amor a Jesús le
permitió sufrir los padecimientos de su Hijo como propios: «Si hieren con
golpes el cuerpo de Jesús, María siente todas estas heridas; si atraviesan con
espinas su cabeza, María se siente desgarrada por las puntas; si le presentan
hiel y vinagre, María apura toda su amargura; si extienden su cuerpo sobre la
cruz, María sufre toda esta violencia»3.
Cuanto más se ama a una persona, más se siente su pérdida. «Más aflige la
muerte de un hermano que la de un irracional, más la de un hijo que la de un
amigo. Ahora bien (...), para comprender cuán grande fue el dolor de María en
la muerte de su Hijo, habría que conocer la grandeza del amor que le tenía. Y
¿quién podrá nunca medir tal amor?»4.
El
mayor dolor de Cristo, el que le sumió en profunda agonía en Getsemaní, el que
le hizo sufrir como ningún otro, fue el conocimiento profundo del pecado como
ofensa a Dios y de su maldad frente a la santidad de Dios. Y la Virgen penetró
y participó más que ninguna otra criatura en este conocimiento de la maldad y
de la fealdad del pecado, que fue la causa de la Pasión. Su corazón sufrió una
mortal agonía causada por el horror al pecado, a nuestros pecados. María se vio
anegada en un mar de dolor. «Y dado que cada uno de nosotros hemos contribuido
en gran parte a acrecentarlos, ¿no debe acaso agradarnos el meditarlos detenida
y afectuosamente para compadecernos y reparar así las heridas infligidas al
Corazón de María y al Corazón de Jesús?»5.
II.
Desde el comienzo, parece como sí el Señor nos hubiera querido enseñar a través
de las criaturas que más amó en esta vida, María y José, que la felicidad y la
eficacia redentora no están nunca lejos de la Cruz. Y aunque toda la vida de
Nuestra Señora estuvo, junto con la de su Hijo, dirigida al Calvario, hay un
momento especial en que le es revelada con particular claridad su participación
en los sufrimientos del Mesías, su Hijo. María, acompañada de José, había
venido al Templo para purificarse de una mancha legal que no había contraído y
a ofrecer a su Hijo al Altísimo. En esta inmolación que hacía de su Hijo, María
vislumbró la inmensidad de su sacrificio redentor, como había sido profetizado.
Pero Dios quiso además revelarle la profundidad de este sacrificio y su propia
participación en él por medio de un hombre justo, Simeón, que movido por el
Espíritu Santo dijo a María: Mira, este ha sido puesto para ruina y
salvación de muchos en Israel, y para signo de contradicción y tu misma alma la
traspasará una espada, a fin de que se descubran los pensamientos de muchos
corazones6.
Las
palabras dirigidas a María anuncian con claridad que su vida habría de estar
íntimamente unida a la obra de su Hijo. «El anuncio de Simeón comenta Juan
Pablo II- parece como un segundo anuncio a María, dado que le
indica la concreta dimensión histórica en la cual el Hijo cumplirá su misión,
es decir, en la incomprensión y en el dolor (...). Le revela también que deberá
vivir en el sufrimiento su obediencia de fe al lado del Salvador que sufre, y
que su maternidad será oscura y dolorosa»7.
El Señor no quiso evitar a su Madre la zozobra de una huida precipitada a
Egipto cuando, con el Niño y con José, ya quizá estaba instalada en una casa
modesta en Belén y comenzaba a gozar de una vida familiar en torno a Jesús.
Dios no la dispensó del exilio en una tierra extraña para Ella, ni de tener que
recomenzar de nuevo con lo poco que pudieron llevarse en aquel viaje
apresurado... Y luego, instalados de nuevo en Nazareth, la inquietud de
aquellos días, buscando a Jesús en Jerusalén, a la edad de doce años. ¡Qué momentos
de angustia para el Corazón de la Madre! Y más tarde, durante los años del
ministerio público del Señor, los rumores y calumnias que llegarían a sus
oídos, las asechanzas por parte de los judíos de las que tendría conocimiento,
las incomprensiones... Luego, las noticias, una a una, cada vez más terribles,
que se van sucediendo en la noche de la traición, los gritos que piden su
muerte en la mañana siguiente, la soledad y el abandono en que ve a su Hijo, el
encuentro camino del Calvario... ¿Quién podrá comprender jamás la inmensidad
del dolor que anega el corazón de la Virgen Santísima?... Allí está Nuestra
Señora... Ve cómo clavan a su Hijo en la cruz... Y luego los insultos, la larga
agonía de un crucificado... ¡Oh qué triste y afligida estuvo aquella bendita
Madre del Unigénito! // Se angustiaba y se dolía la Madre piadosa, viendo las
penas de su Hijo. // ¿Quién podría no llorar viendo a la Madre de Cristo en tan
cruel suplicio? // ¿Quién podría no entristecerse contemplando a la Madre de
Cristo sufrir con su Hijo?8.
Al
considerar que nuestros pecados no son ajenos, sino parte activa, en este dolor
de Nuestra Madre, le pedimos hoy que nos ayude a compartir su dolor, a sentir
un profundo horror a todo pecado, a ser más generosos en la reparación por
nuestros pecados y por los que todos los días se cometen en el mundo.
III. La
fiesta de hoy nos invita a aceptar los sufrimientos y contrariedades de la vida
para purificar nuestro corazón y corredimir con Cristo. La Virgen nos enseña a
no quejarnos de los males, pues Ella jamás lo hizo; nos anima a unirlos a la
Cruz redentora de su Hijo y convertirlos en un bien para la propia familia,
para la Iglesia, para toda la Humanidad.
El
dolor que habremos de santificar consistirá frecuentemente en las pequeñas
contrariedades diarias: esperas que se prolongan, cambios de planes, proyectos
que no se realizan... Otras veces se presentará en forma de pobreza, de
carencia incluso de lo necesario, en la falta quizá de un empleo con el que
sacar la familia adelante. Y esta pobreza será un gran medio para unirnos más a
Cristo, para imitarle en su desprendimiento absoluto de las cosas, incluso de
las necesarias. Miraremos a la Virgen que contempla a su Hijo desposeído hasta
de aquella túnica que Ella conocía bien por haberla tejido con sus manos. Y
hallaremos consuelo y fuerzas para seguir adelante con paz y serenidad.
También
puede llegar la enfermedad, y pediremos la gracia de verla como un tesoro,
una caricia de Dios, y de dar gracias por el tiempo en el que quizá
no supimos apreciar del todo el don de la salud. La enfermedad, en cualquiera
de sus formas, también la psíquica, puede ser la piedra de toque que muestre la
solidez del amor al Señor y de la confianza en Él. Mientras estamos enfermos
podemos crecer más rápidamente en las virtudes, principalmente en las
teologales: en la fe, pues aprendemos a ver también en ese estado
la mano providente de nuestro Padre Dios; en la esperanza, pues siempre
estamos en sus manos, pero especialmente cuando más débiles y necesitados nos
encontramos; en la caridad, ofreciendo el dolor, siendo ejemplares
en la alegría con que amamos ese estado que Dios quiere o permite para nuestro
bien.
Frecuentemente,
lo más difícil de la enfermedad es la forma en que se presenta: «su inusitada
duración, la impotencia a que nos reduce, la dependencia a que nos obliga, el
malestar que proviene de la soledad, la imposibilidad de cumplir los deberes de
estado y para un sacerdote, por ejemplo, la imposibilidad de continuar sus
obras de apostolado; para un religioso seguir la regla; para una madre de
familia ocuparse de sus hijos. Todas estas situaciones son duras y angustiosas
a nuestra naturaleza. A pesar de todo, y después de haber empleado todos los
medios que aconseja la prudencia para recuperar la salud, es preciso repetir
con los santos: “¡Oh Dios mío! Acepto todas esas modalidades: lo que quieras,
cuando quieras y como quieras”»9.
Le pediremos más amor y le diremos despacio, con un completo abandono: «¿Lo
quieres, Señor?... ¡Yo también lo quiero!»10,
como tantas veces y en circunstancias tan diversas quizá le hemos dicho.
Cuando
sintamos que la carga se nos hace demasiado pesada para nuestras pocas fuerzas,
recurriremos a Santa María en demanda de auxilio y de consuelo, «pues Ella
sigue siendo la amorosa consoladora de tantos dolores físicos y morales que
afligen y atormentan a la humanidad. Ella conoce bien nuestros dolores y
nuestras penas, pues también Ella ha sufrido desde Belén hasta el
Calvario: una espada te traspasará el corazón. María es nuestra
Madre espiritual, y la madre comprende siempre a sus hijos y les consuela en
sus necesidades.
»Por
otro lado, Ella ha recibido de Jesús en la Cruz la misión específica de
amarnos, solo y siempre amarnos para salvarnos. María nos consuela sobre todo
mostrándonos el crucifijo y el paraíso (...).
»Oh
Madre Consoladora, consuélanos a todos, haz que todos comprendamos que la clave
de la felicidad está en la bondad y en el seguimiento fiel de tu Hijo Jesús»11.
Él sabe siempre cuál es el camino mejor para cada uno, en el que debemos
seguirle.
1 Secuencia
de la Misa. Himno Stabat Mater. —
2 Lament 1,
12. —
3 A.
Tanquerey, La divinización del sufrimiento, p. 108. —
4 San
Alfonso Mª. de Ligorio, Las glorias de María, 2, 9. —
5 A.
Tanquerey, o. c., p. 110. —
6 Lc 2,
34-35. —
7 Juan
Pablo II, Enc. Redemptoris Mater, 25-III-1987, n. 16
—
8 Secuencia
de la Misa. Himno Stabat Mater. —
9 A.
Tanquerey, o. c., p. 168. —
10 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 762. —
11 Juan
Pablo II, Homilía 13-IV-1980.
*La
fiesta de hoy, inmediatamente después de la Exaltación de la Santa Cruz, nos
recuerda la especial unión y participación de María en el Sacrificio de su Hijo
en el Calvario. La piedad cristiana ha meditado desde el principio los relatos
que los Evangelios nos han transmitido sobre la presencia de Nuestra Señora
junto a la Cruz. En el siglo xiv aparece ya la Secuencia de
la Misa Stabat Mater Dolorosa, de la que Lope de Vega hizo una traducción
versificada al castellano. Esta traducción es la que se ha incluido en los
textos litúrgicos oficiales. El Papa Pío VII, en el año 1814, extendió esta
devoción a toda la Iglesia, y en 1912 San Pío X la fijó en esta fecha, 15 de
septiembre, octava de la Natividad de María. Nuestra Señora nos enseña en el
día de hoy el valor de corredención que pueden tener nuestros dolores y
sufrimientos.
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