Francisco Fernández-Carvajal 21 de diciembre de 2018
—
Humildad de la Virgen. Qué es la humildad.
—
Fundamento de la caridad. Frutos de la humildad.
—
Caminos para alcanzar esta virtud.
I. Portones,
¡alzad los dinteles! Que se alcen las antiguas compuertas, va a entrar el Rey
de la gloria1.
La
Virgen lleva la alegría por donde pasa: en cuanto llegó tu saludo a mis
oídos, el niño saltó de gozo en mi seno2,
le dice Santa Isabel refiriéndose a Juan el Bautista, que crecía en su vientre.
A la alabanza de su prima, la Virgen responde con un bellísimo canto de
júbilo. Mi alma glorifica al Señor; y mi espíritu está transportado de
gozo en Dios mi Salvador.
En
el Magnificat se contiene la razón profunda de toda humildad.
María considera que Dios ha puesto sus ojos en la bajeza de su esclava; por
eso en Ella ha hecho cosas grandes el Todopoderoso.
En
este tono de grandeza y de humildad transcurre toda la vida de Nuestra Señora.
«¡Qué humildad, la de mi Madre Santa María! —No la veréis entre las palmas de Jerusalén,
ni –fuera de las primicias de Caná– a la hora de los grandes milagros.
»—Pero
no huye del desprecio del Gólgota: allí está, “juxta crucem Jesu” — junto a la
cruz de Jesús, su Madre»3.
No buscó nunca gloria personal alguna.
La
virtud de la humildad –que tanto se transparenta en la vida de la Virgen– es la
verdad4, es el reconocimiento verdadero de lo que somos y valemos ante
Dios y ante los demás; es también el vaciarnos de nosotros mismos y dejar que
Dios obre en nosotros con su gracia. «Es rechazo de las apariencias y de la
superficialidad; es la expresión de la profundidad del espíritu humano; es
condición de su grandeza»5.
La
humildad se apoya en la conciencia del puesto que ocupamos frente a Dios y
frente a los hombres, y en la sabia moderación de nuestros siempre desmesurados
deseos de gloria. Nada tiene que ver esta virtud con la timidez, con la
pusilanimidad o la mediocridad.
No se
opone a que tengamos conciencia de los talentos recibidos, ni a disfrutarlos
plenamente con corazón recto; la humildad descubre que todo lo bueno que existe
en nosotros, tanto en el orden de la naturaleza como en el de la gracia, a Dios
pertenece, porque de su plenitud hemos recibido todos6.
El Señor es toda nuestra grandeza; lo nuestro es deficiencia y flaqueza. Frente
a Dios, nos encontramos como deudores que no saben cómo pagar7,
y por eso acudimos como Medianera de todas las gracias a María, Madre de
misericordia y de ternura, a la que nadie ha recurrido en vano; «abandónate
lleno de confianza en su seno materno, pídele que te alcance esta virtud que
Ella tanto apreció; no tengas miedo de no ser atendido. María le pedirá para ti
a ese Dios que ensalza a los humildes y reduce a la nada a los soberbios, y
como María es omnipotente cerca de su Hijo, será con toda seguridad oída»8.
II. La
humildad está en el fundamento de todas las virtudes y sin ella ninguna podría
desarrollarse. Sin la humildad todo lo demás es «como un montón muy voluminoso
de paja que habremos levantado, pero al primer embate de los vientos queda
derribado y deshecho. El demonio teme muy poco esas devociones que no están
fundadas en la humildad, pues sabe muy bien que podrá echarlas al traste cuando
le plazca»9. No es posible la santidad si no hay lucha eficaz por adquirir
esta virtud; ni siquiera podría darse una auténtica personalidad humana. El
humilde tiene, además, una especial facilidad para la amistad, incluso con
gente muy diferente en gustos, edad, etc., que le prepara para todo apostolado
personal.
La
humildad es, especialmente, fundamento de la caridad. Le da consistencia y la
hace posible: «la morada de la caridad es la humildad»10,
decía San Agustín. En la medida en que el hombre se olvida de sí mismo, puede
preocuparse y atender a los demás. Muchas faltas de caridad han sido provocadas
por faltas previas de vanidad, orgullo, egoísmo, deseos de sobresalir, etc. Y
estas dos virtudes, humildad y caridad, «son las virtudes madres; las otras las
siguen como polluelos a la clueca»11.
El que
es humilde no gusta de exhibirse. Sabe bien que no se encuentra en el puesto
que ocupa para lucir y recibir consideraciones, sino para servir, para cumplir
una misión. No te sientes en el primer puesto..., por el contrario,
cuando seas invitado ve a sentarte en el último lugar12.
Y si el cristiano se encuentra entre los primeros puestos, ocupando
un lugar de preeminencia, sabe que «este motivo de excelencia se lo ha dado
Dios para que aproveche a los demás, de donde se sigue que tanto debe agradarle
al hombre el testimonio de los demás, cuanto que esto contribuya al bien ajeno»13.
Hemos
de estar en nuestro sitio (en conversaciones, familia, etc.), trabajando cara a
Dios, y evitar que la ambición nos ofusque. Mucho menos convertir la vida,
llevados por la vanidad, en una loca carrera por puestos cada vez más altos,
para los que quizá no serviríamos y que más tarde habrían de humillarnos
creando en nosotros el profundo malestar de sentir que no estamos en el lugar
que nos corresponde y para el que tampoco estábamos dotados. Esto no se opone a
la llamada del Señor para hacer rendir al máximo nuestros talentos, con muchos
sacrificios a la hora del aprovechamiento del tiempo.
Sí se
opone, por el contrario, a la falta de rectitud de intención, síntoma claro de
soberbia. La persona humilde sabe estar en su papel, se siente centrada y es
feliz en su quehacer. Además, es siempre una ayuda. Conoce sus limitaciones y
posibilidades, y no se deja engañar fácilmente por su ambición. Sus cualidades
son ayuda, mayor o menor, pero nunca estorbo. Cumple su función dentro del
conjunto.
Otra
manifestación de humildad es evitar el juicio negativo sobre los demás. El
conocimiento de nuestra flaqueza impedirá «un mal pensamiento de nadie, aunque
las palabras u obras del interesado den pie para juzgar así razonablemente»14.
Veremos a los demás con respeto y comprensión, que llevarán, cuando sea
necesario, a hacer la corrección fraterna.
III.
Entre los caminos para llegar a la humildad está, en primer lugar, el desearla
ardientemente, valorarla y pedirla al Señor; fomentar la docilidad ante los
consejos recibidos en la dirección espiritual, y esforzarse por ponerlos en
práctica; recibir con alegría agradecida la corrección fraterna, llena de
delicadeza, que nos hacen; aceptar las humillaciones en silencio, por amor al
Señor; la obediencia rápida y de corazón; y, sobre todo, la alcanzaremos a
través de la caridad, en constantes detalles de servicio alegre a los demás.
Jesús es el ejemplo supremo de humildad. Nadie tuvo jamás dignidad comparable a
la suya, y nadie sirvió a los hombres con tanta solicitud como Él lo
hizo; yo estoy en medio de vosotros como un sirviente15.
Imitando al Señor, aceptaremos a los demás como son y pasaremos por alto muchos
detalles quizá molestos que, en el fondo, casi siempre carecen de verdadera
importancia. La humildad nos dispone y nos ayuda a tener paciencia con los
defectos de quienes nos rodean y, también, con los propios. Prestaremos
pequeños servicios en la convivencia diaria, sin darles excesiva importancia y
sin pedir nada a cambio, y aprenderemos de Jesús y de María a convivir con
todos, a saber comprender a los demás, también con sus defectos. Si procuramos
ver a los demás como los ve el Señor, será fácil acogerles también como Él los
acoge.
Al
meditar los pasajes del Evangelio en los que se manifiestan las imperfecciones
de los Apóstoles, aprenderemos nosotros a no impacientarnos con las nuestras:
el Señor cuenta con ellas, y cuenta con el tiempo, con la gracia, con nuestros
deseos de mejorar en esas virtudes o en esa determinada faceta del propio
carácter.
Terminaremos
este día nuestra oración contemplando a Nuestra Madre Santa María, que
alcanzará de su Hijo para nosotros esta virtud que tanto necesitamos. «Mirad a
María. Jamás criatura alguna se ha entregado con más humildad a los designios
de Dios. La humildad de la ancilla Domini (Lc 1,
38), de la esclava del Señor, es el motivo de que la invoquemos como causa
nostrae laetitiae, causa de nuestra alegría (...). María, al confesarse
esclava del Señor, es hecha Madre del Verbo divino, y se llena de gozo. Que
este júbilo suyo, de Madre buena, se nos pegue a todos nosotros: que salgamos en
esto a Ella –a Santa María–, y así nos pareceremos más a Cristo»16.
1 Antífona
de entrada, Sal 23, 7. —
2 Lc 1,
44. —
3 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 507. —
4 Cfr. Santa
Teresa, Moradas sextas, c. 10 b. —
5 Juan
Pablo II, Ángelus 4-III-1979. —
6 1
Cor 1, 4. —
7 Cfr. Mt 18,
23-25. —
8 J.
Pecci (León XIII), Práctica de la humildad,
56. —
9 Santo
Cura de Ars, Sermón sobre la humildad. —
10 San
Agustín, Sobre la Virginidad, 51. —
11 San
Francisco de Sales, Epistolario, fragm. 17, vol. II, p.
651. —
12 Lc 14,
7 ss. —
13 Santo
Tomás, Suma Teológica, 2-2, q. 131. —
14 San
Josemaría Escrivá, cfr. Camino, n. 442. —
15 Lc 22,
27. —
16 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 109.
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