Leonardo Padrón 18 de diciembre de 2018
Tiempo
de tormenta. Turno de decisiones. Clima de borrasca y viento. Luz difícil.
Desde
hace meses no dejo de recibir invitaciones a charlas, conversatorios y
tertulias que gravitan alrededor del mismo tema: las razones para seguir apostando
por el país, para quedarse y lidiar, para no irnos en desbandada. No es un tema
fácil. Es complejo por inédito, por extraño a nuestro hábito, por subjetivo y
personal. Es un tema espinoso por el espinoso país que hoy vivimos. Por el caos
que nos rodea. Por la violencia de la marea que golpea nuestras certidumbres y
ataduras. Ahora bien, ocurre que habitualmente uno no anda explicando las
razones que tiene para no irse de su casa. Uno, simplemente, está, permanece,
hace hogar en ella. Construye familia. Teje su día a día. Come allí, duerme en
ella, la pasea descalzo, se demora en sus ventanas, erige su biblioteca, pone
su música, domestica su almohada, conoce sus ruidos y caprichos. Es el lugar
donde pugnas con tus gripes, tus despechos o tus resacas. El espacio donde
ocurren tus epifanías y descalabros. Donde más has celebrado la navidad, los
pequeños triunfos y cada nuevo centímetro de altura de tus hijos. Mi casa, si
me pongo específico, limita al norte con la fiesta que es el Caribe, al sur con
la selva fantástica de Brasil, al oeste con kilómetros de vallenato, cumbia y
hermandad y al este con la vastedad del Atlántico y ese litigio histórico, otra
vez de moda, que es Guyana. Mi casa tiene el techo azul casi todo el año. Mi
casa es un clima de mangas cortas y risa fácil. Mi casa tiene un catálogo de
playas irrepetibles. Y si la camino a fondo me topo con la belleza de sus
abismos de agua, con la neblina a caballo de sus páramos, con sus árboles
redondos, con su sol de tamarindo y papelón. Mi casa tiene 30 millones de
habitantes. Tiene un océano de mujeres hermosas, nocturnas y sensuales. Mi casa
es una geografía vehemente y delirante. La han llamado Tierra de Gracia,
Pequeña Venecia, Norte del Sur, El Dorado, Crisol de Razas, Paraíso Perdido. En
mi casa se baila en todas las esquinas, se toma cerveza sin piedad, se
coleccionan abrazos, se hace el amor en cada vestíbulo, y se hace el humor
hasta el amanecer. En mi casa está mi infancia, mi ventana y mi lámpara, mi
postre favorito, mi carro, mi lista de amigos, mi cine recurrente, mi ruta de
librerías, mi estadio de beisbol, mi zona de costumbre y apegos. El sol nace y
se pone en mi casa. Resulta que mi razón de ser, lo que me explica y
define, limita por todas partes con mi
casa. Este es el domicilio de mis entusiasmos y obsesiones. Tengo una vida
entera en ella. Y una vida entera es mucho tiempo. Es todo el tiempo. Una vida
amueblada por mis años, mis logros y mis mejores fracasos. Y sucede que a pesar de todo eso, tengo que
explicar por qué no me quiero ir de mi casa.
Generalmente,
cuando no llega el agua a mi casa averiguo, pregunto, resuelvo, compro, instalo
un tanque. Cuando aparecen filtraciones busco, llamo, persigo al plomero.
Cuando la basura se acumula en el depósito reclamo, toco la puerta, hablo con
la junta de condominio. Cuando se agrietan sus paredes, cuando se colma de
insectos, cuando la cubre el polvo, cuando se trastornan sus aparatos, cuando
la polilla ataca, en todos esos casos, no suelo irme, no desisto, no salto por
la ventana. Sencillamente, me ocupo. La lleno de atenciones. Busco prodigios
que la sanen. Sí, en estos tiempos las goteras se han vuelto absurdas, el techo
se ha corrompido, el agua sale negra, la luz es escasa, el tronar de las armas
eclipsa el bullicio de las guacamayas, la nevera se ha llenado de vacío y
nostalgia, a los insectos se le han sumado alimañas impensables. Mi casa es hoy
un tesoro arruinado, malbaratado, saqueado. Pero es mi casa. Me cuesta no
atenderla. No procurar remedios. No aportar la cal de mis opiniones, la
despensa de mis esmeros, el martillo de mi insistencia y su tanto de ética,
perspectiva y confianza. Mi casa está rota. Y yo me sumo a la reparación. No al
adiós. Irme es un verbo posible. Tengo derecho a hacerlo. A veces me intoxico
de ganas. Pero entiendo que en cualquier otro confín seré un extranjero. Un
emigrante. Un nómada accidental. Es una opción válida, legítima. En ciertos
casos, emocionante, y en otros, atemorizante. Es irresponsable juzgar a quien
se va. Irse posee el calibre de las desgarraduras. El exilio es una palabra
llena de piedras. Quien parte intenta llevarse el peso existencial de la casa.
Busca sostenerla desde la distancia. Toda mudanza es incertidumbre y desvelo.
Es una acrobacia espiritual. Hay vecinos que se han ido, otros que están
haciendo maletas, ensayando un nuevo idioma, aprendiendo a usar un GPS. Mis
hijos se despiden de sus mejores amigos. Mi pareja se despide de sus mejores
amigos. Mis mejores amigos se despiden de sus enemigos. Le pregunto a mi hija
de 13 años por qué no se iría del país. Me suelta una ráfaga de sustantivos: la
gente, el clima, el idioma, la comida, el paisaje, los amigos. Y agrega algo
inesperado: ?Me gustaría estar cuando se arreglen las cosas y ver el cambio?.
Hace
poco leí en el blog de alguien un concepto interesante. Decía Daniel Pratt:
?migrar es aceptar que tu lugar y tú no pueden continuar juntos, rendirse,
asumir que no hay manera de arreglarlo. Tienes que divorciarte, perder,
naufragar (?) Desde el momento que
partes eres extranjero siempre, hasta en tu propio país?. Y, vamos a estar
claros, hay mil razones para irse, y quizás solo diez para quedarse. Pero esas
diez razones pueden justificar tu vida. En estos tiempos los venezolanos
estamos viviendo una experiencia inédita. En esta época de ideologías y
militancias extremas, el desencanto ha hecho que el país esté advirtiendo el
mayor de los éxodos de su historia. Me he topado con la conmovedora
circunstancia de ver a una madre hacer todo lo posible por separar a su hijo de
ella. Apurándolo para que se vaya a estudiar a Calgary. Lejísimo. Para
salvarlo. Para saberlo seguro. Y, ciertamente, las migraciones son tan antiguas
como la especie humana. No debería alarmarnos tanto. Cada ser humano está
obligado a vivir sus propios renacimientos.
Pero
la casa no puede quedarse sola. Necesita la atención de sus propietarios. Este
extrañamiento, este estupor colectivo, nos hace comprometernos aún más con el
momento histórico que estamos viviendo.
¿Es
este el fin del país? No. Los países no concluyen. Es este un episodio severo.
Amargo. Ruinoso. Se habla de la inflación más alta del mundo. De la escasez más
pavorosa que hemos vivido. Del corrimiento del sistema de valores. De una
violencia sórdida y copiosa que ha convertido al mapa entero en sangre y luto.
Así de grave está la casa, así de extrema la inundación. Sí, hacemos agua por
todas partes. Los pronósticos del tiempo anuncian sólo noticias oscuras.
Entonces, ¿desertamos?, ¿desmantelamos lo que queda? Es una opción, pero
¿realmente queremos renunciar a nuestra casa? Si esta es la piedra fundacional
de nuestros días, ¿qué estamos haciendo para detener su ruina? ¿Basta con el
largo quejido que hoy somos? Si no nos involucramos, toca renunciar, incluso
estando adentro. Dejar que otros
impongan la ruta de nuestros afanes. Es
fácil ser ciudadano de un país cuando el viento es benigno, cuando el subsuelo
es oro, cuando el peatón ejerce la alegría como contraseña, cuando la comida
abunda, cuando el mar es amable y no hay marea alta en el horizonte. Pero
también hay que ser ciudadano cuando el país está enfermo, acosado por la
indolencia, atascado en un pantano de errores, cuando es víctima de sus propias
contradicciones. El país, nuestra casa mayor, nos necesita en su adversidad, en
sus fiebres, en la penuria y la borrasca. Querer a alguien es también lidiar
con su infortunio. Si tu pareja se enferma de cáncer, ¿la abandonas?, si tu
mejor amigo cae preso, ¿renuncias a visitarlo?; si tu hijo sucumbe a las
drogas, ¿le das la espalda?, si tu madre comienza a sufrir de Alzheimer, ¿le
sueltas la mano y dejas que camine sola hacia la locura? Supongo que no. Pasa
igual con el país. Si los que aquí insistimos no nos comprometemos en buscarle
cura a sus desvaríos, en otorgarle coherencia y sensatez, entonces no vale la
pena quedarnos. Los optimistas (dicen que es una raza en extinción en el
territorio nacional) saben que toda crisis genera una mina de posibilidades.
Repito a Francois Guizot en su
afirmación de que los optimistas son quienes transforman al mundo. La lección
ante nuestros errores acumulados ha sido amarga. Pero es hora de responder. De
apostar duro. De vivir cada día como construcción. De devolverle a esta tierra
de gracia todo lo que nos ha dado, empezando por el derecho a existir y crecer
en su aire, en su luz, en su maravilla, maravilla que vamos a devolverle con
nuestras ganas de seguir perteneciendo a un gentilicio, de seguir viviendo en
la casa grande de nuestra existencia.
Leonardo
Padron
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