Francisco Fernández-Carvajal 19 de diciembre de 2018
— El
Señor nos invita a estar en vela. Vigilar es amar. «Ven, Señor Jesús».
—
Nuestra vigilancia ha de estar en las cosas pequeñas de cada día. La oración
diaria, el examen de conciencia, las pequeñas mortificaciones... nos mantienen
en vela.
—
Purificación interior.
Viene
el Señor a visitarnos, a traernos la paz, a darnos la vida eterna prometida. Y
ha de encontrarnos como el siervo diligente2 que
no se duerme durante la ausencia de su amo, sino que cuando vuelve su señor lo
encuentra en su puesto, entregado a la tarea.
Lo que
a vosotros os digo, a todos lo digo: ¡velad!3.
Son palabras dirigidas a todos los hombres de todos los tiempos. Son palabras
del Señor dirigidas a cada uno de nosotros, porque los hombres tendemos a la
somnolencia y al aburguesamiento. No podemos permitir que se ofusquen
nuestros corazones con la glotonería y la embriaguez, y las preocupaciones de
esta vida4, y perder así el sentido sobrenatural que debe animar todo
cuanto hacemos.
El
Señor viene a nosotros y debemos aguardar su llegada con espíritu vigilante, no
asustados como quienes son sorprendidos en el mal, ni distraídos como aquellos
que tienen el corazón puesto únicamente en los bienes de la tierra, sino
atentos y alegres como quienes aguardan a una persona querida y largo tiempo
esperada.
Vigilar
es sobre todo amar. Puede haber dificultades para que nuestro amor se mantenga
despierto: el egoísmo, la falta de mortificación y de templanza, amenazan
siempre la llama que el Señor enciende una y otra vez en nuestro corazón. Por
eso es preciso avivarla siempre, sacudir la rutina, luchar. San Pablo compara
esta vigilia a la guardia que hace el soldado bien armado que
no se deja sorprender5.
Los
primeros cristianos repetían con frecuencia y con amor la jaculatoria: «Ven,
Señor Jesús»6.
Y aquellos fieles, al ejercitar así la fe y el amor, encontraban la fuerza
interior y el optimismo necesarios para el cumplimiento de los deberes
familiares y sociales, y se desprendían interiormente de los bienes terrenos,
con el señorío que da la esperanza en la vida eterna.
Para
el cristiano que se ha mantenido en vela, ese encuentro con el Señor no llegará
inesperadamente, no vendrá como ladrón en la noche7,
no habrá sorpresas, porque en cada día se habrán producido ya muchos encuentros
con Él, llenos de amor y de confianza, en los Sacramentos y en los
acontecimientos ordinarios de la jornada. Por eso la Iglesia reza: Escucha,
Señor, la oración de tu pueblo, alegre por la venida de tu Hijo en carne
mortal, y haz que cuando vuelva en su gloria, al final de los tiempos, podamos
alegrarnos de escuchar de sus labios la invitación a poseer el reino eterno8.
II. Es
necesario estar vigilantes contra los enemigos de Dios, pero también contra la
complicidad que ofrecen nuestras malas inclinaciones: vigilad y orad
para no caer en la tentación, porque si bien el espíritu está pronto, la carne
es débil9.
Estamos
alerta cuando nos esforzamos por hacer mejor la oración personal, que aumenta
los deseos de santidad y evita la tibieza, y cuando cuidamos la mortificación,
que nos mantiene despiertos para las cosas de Dios. También reforzamos nuestra
vigilancia mediante un delicado examen de conciencia, para que no nos ocurra lo
que señala San Agustín, como dicho por el Señor: «Ahora, mientras te dedicas al
mal, llegas a considerarte bueno, porque no te tomas la molestia de mirarte.
Reprendes a los otros y no te fijas en ti mismo. Acusas a los demás y tú no te
examinas. Los colocas a ellos delante de tus ojos y a ti te pones a tu espalda.
Pues cuando me llegue a mí el turno de argüirte, haré todo lo contrario: te
daré la vuelta y te pondré delante de ti mismo. Entonces te verás y llorarás»10.
Nuestra
vigilancia ha de estar en las cosas pequeñas que llenan el día. «Ese modo
sobrenatural de proceder es una verdadera táctica militar. —Sostienes la guerra
–las luchas diarias de tu vida interior– en posiciones, que colocas lejos de
los muros capitales de tu fortaleza.
»Y el
enemigo acude allí: a tu pequeña mortificación, a tu oración habitual, a tu
trabajo ordenado, a tu plan de vida: y es difícil que llegue a acercarse hasta
los torreones, flacos para el asalto, de tu castillo. —Y si llega, llega sin
eficacia»11.
Si
consideramos en nuestro examen de conciencia «las pequeñas cosas de cada día»,
encontraremos el verdadero camino y las raíces de nuestros fallos en el amor a
Dios. Las cosas pequeñas suelen ser antesala de las grandes.
Nuestra
meditación diaria nos mantendrá vigilantes ante el enemigo que no duerme, y nos
hará fuertes para sobrellevar y vencer tentaciones y dificultades. Y en esa
meditación encontraremos los medios para combatir al hombre viejo, esas
tendencias menos rectas que continúan latentes en nosotros.
Para
conseguir esa necesaria purificación interior es precisa una constante
mortificación de la memoria y de la imaginación, porque gracias a ella será
posible eliminar del entendimiento los estorbos que nos impiden cumplir con
plenitud la voluntad de Dios. Afinemos por tanto en pureza interior, durante
estos días de espera de la Navidad, para recibir a Cristo con una mente limpia
en la que, eliminado todo lo que va contra el camino o está fuera de él, no
quede ya nada que no pertenezca al Señor: «Esa palabra acertada; el chiste que
no salió de tu boca; la sonrisa amable para quien te molesta; aquel silencio
ante la acusación injusta; tu bondadosa conversación con los cargantes y los
inoportunos; el pasar por alto cada día, a las personas que conviven contigo,
un detalle y otro fastidiosos e impertinentes... Esto, con perseverancia, sí
que es sólida mortificación interior»12.
III. Esa
purificación del alma por la mortificación interior no es algo meramente
negativo. Ni se trata solo de evitar lo que esté en la frontera del pecado; por
el contrario, consiste en saber privarse, por amor de Dios, de lo que sería
lícito no privarse.
Esta
mortificación, que tiende a purificar la mente de todo lo que no es de Dios, se
dirige en primer lugar a librar la memoria de recuerdos que vayan en contra del
camino que nos lleva al Cielo. Esos recuerdos pueden asaltarnos mientras
trabajamos o descansamos e, incluso, mientras rezamos. Sin violencia, pero con
prontitud, pondremos los medios para apartarlos, sabiendo hacer el esfuerzo
necesario para que la mente vuelva a llenarse del amor y del deseo divino que
dirige nuestro día de hoy.
Con la
imaginación puede suceder algo parecido: que moleste inventando novelas de muy
diversos tipos, urdiendo historias fantásticas que no sirven para nada. «Aleja
de ti esos pensamientos inútiles que, por lo menos, te hacen perder el tiempo»13.
También entonces hay que reaccionar con rapidez y volver serenamente a nuestra
tarea ordinaria.
De
todas formas, la purificación interior no se limita a vaciar el entendimiento
de pensamientos inútiles. Va mucho más allá: la mortificación de las potencias
nos abre el camino a la vida contemplativa, en las diversas circunstancias en
las que Dios nos haya querido situar. Con ese silencio interior para todo lo
que es contrario al querer de Dios, impropio de sus hijos, el alma se encuentra
dispuesta al diálogo continuo e íntimo con Jesucristo, en el que la imaginación
ayuda a la contemplación –por ejemplo, al contemplar el Evangelio o los
misterios del Santo Rosario– y la memoria trae recuerdos de las maravillas que
Dios ha hecho con nosotros y de sus bondades, que encenderán de gratitud el
corazón y harán más ardiente el amor.
La
liturgia de Adviento nos repite muchas veces este anuncio apremiante: El Señor
está para llegar, y hay que prepararle un camino ancho, un corazón
limpio. Crea en mí, ¡oh Dios!, un corazón puro14,
le pedimos. Y en nuestra oración hacemos hoy propósitos concretos de vaciar
nuestro corazón de todo lo que no agrada al Señor, de purificarlo mediante la
mortificación, y de llenarlo de amor a Dios con constantes muestras de afecto
al Señor, como hicieron la Virgen Santísima y San José, con jaculatorias, actos
de amor y de desagravio, con comuniones espirituales...
Muchas
almas se beneficiarán también de este esfuerzo nuestro para preparar una morada
digna al Salvador. Le podremos decir a muchos que nos acompañan por nuestros
mismos senderos lo que expresa con sencillez aquella antigua copla
popular: Yo sé de un camino llano / por donde se llega a Dios / con la
Virgen de la mano.
A ella
le pedimos que nuestra vida sea siempre, como pedía San Pablo a los primeros
cristianos de Éfeso, un caminar en el amor15.
1 Antífona
de entrada. Viernes de la 3ª Semana de Adviento: Cfr. Mc 13,
34-37. —
2 Mc 13,
37. —
3 Lc 21,
34. —
4 Cfr. 1
Tes 5, 4-11. —
5 1
Cor 16. —
6 Cfr. Santos
Evangelios, EUNSA, Pamplona 1981, nota Mc 13, 33-37.
—
7 1
Tes 5, 2. —
8 Oración
colecta del día 21 de diciembre. —
9 Mt 26,
41. —
10 San
Agustín, Sermón 17. —
11 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 307. —
12 Ibídem,
n. 173. —
13 Ibídem, n. 13. —
14 Sal 50, 12. —
15 Cfr. Ef 5, 2-5.
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