Gustavo J. Villasmil-Prieto 19 de diciembre de 2018
“Sal
fuera y permanece en el monte esperando a Yahvé, pues Yahvé va a pasar”.
1 Re 19, 3-15
En esta Navidad, a los exiliados y presos
políticos de Venezuela, en la memoria por siempre viva de Fernando Albán,
mártir de la democracia
Se
atribuye a César Zumeta, en cita que de él hace Don Mario Briceño-Yragorri a
propósito ciertas afirmaciones suyas en la Academia Nacional de la Historia a
principios del siglo pasado, la opinión según la cual la distancia entre el
Antiguo y el Nuevo Testamento es insalvable y que ningún puente existía que les
conectase a ambos. Grave error el aquel notable pensador positivista venezolano
metido un día – también- a teólogo: porque en María y en la Natividad del Señor
se verifica bellamente el continuum de la promesa hecha a los hombres por
Yahvé, Dios de Israel. Al respecto, cito lo revelado por el más grande de todos
nevi´im (profetas) veterotestamentarios, Isaías, casi ocho siglos antes de
nuestra era:
“El
Señor pues les dará esta señal: la joven está embarazada y da a luz un varón a
quien le pone el nombre de Emmanuel, es decir Dios-con-nosotros” (Is 7,14).
El
Israel bíblico fue, hasta bastante después del éxodo desde Egipto, una sociedad
de la Edad del Bronce. Una cierta idea de Dios estaba ya presente en las
civilizaciones de ese tiempo; idea derivada de la contemplación maravillada de
todo lo creado.
El henoteísmo
era lo usual, incluso entre los hebreos. Los grupos humanos asentados al este
del Mediterráneo concibieron deidades locales alrededor de las cuales tejieron
cultos más o menos complejos. La idea del dios único era aún lejana, siendo
superada, en el mejor de los casos, por un politeísmo que admitía la idea de un
dios superior al resto. Son los egipcios los primeros en proponer a un dios
único, a Amón-Ra, representado en su mundo por Faraón. La vida del egipcio se
organizó alrededor de esa idea. Egipto todo era, escribe García Pelayo, una
gran “ciudad-templo” con sus soberanos investidos como reyes-sacerdotes.
Pero
este Dios único que viene al hombre y se le revela es muy distinto a aquel otro
que concebían los egipcios, para quienes apenas si era el habitante solitario
de algún templo al que todos peregrinaban. Yahvé-Dios – “el que es”- se revela
al hombre no para someterlo sino para proponerle una alianza primero con Adán,
reiterándola sucesivamente en Noé, en Abraham, en Moisés, en David y finalmente
llevada a su culmen en Jesucristo Nuestro Señor, el cordero del sacrificio que
habría de sellar para siempre la indisolubilidad de dicho pacto y cuyo
advenimiento celebramos, precisamente, en cada Navidad.
Recae
en María, una virtuosa muchacha judía de su tiempo, la misión de hacerlo
posible con su fiat, aquel sí generoso que materializó la promesa hecha en su
día por Yahvé-Dios a su pueblo y al que hermosamente canta en su Magnificat:
“Auxilia
a Israel su siervo, acordándose de su santa alianza según lo había prometido a
nuestros padres en favor de Abraham y su descendencia por siempre” (Lc 1,
46-55)
De ser
conscientes de la profunda verdad que subyace al misterio de la Navidad poco
tendría que importarnos la calidad del condumio decembrino y del guiso de las
hallacas de casa, que siempre habrán de ser las mejores del mundo si las hizo
nuestra mamá.
Personalmente,
agradezco la definitiva desaparición de las pantallas de aquellas patéticas
“cuñas” navideñas con las que en otros tiempos las televisoras nos hastiaban
hasta bien entrado el mes de enero: porque bastante mella que por años hizo en
nuestra fe como pueblo la excesiva folclorización de una ocasión tan señalada;
porque entre “ferias” y “horarios” navideños en centros comerciales,
“explosiones gaiteras”, “compartires” de oficina y un largo etcétera de
expresiones de fiesta puramente material acabó eclipsándose el portento
implícito a la llegada del Mesías.
Poco
tendrían que importarnos, en la perspectiva de la fe, los ancianitos obesos
vestidos de rojo que llegan con el solsticio (el lamentable “espíritu de la
Navidad” de la Nueva Era), las lucecitas chinas, las cornamentas de reno
(¿desde cuándo los hay en Venezuela?), las ensordecedoras pirotecnias y las
opíparas cenas regadas con escocés de 18 años que ya no podemos pagar. El
jesuita norteamericano Peter Edmond nos lo dice: a lo largo de los
años, inversamente al incremento de su riqueza material y del consumo,
Occidente fue vaciando a la Navidad de su sentido cristiano.
Poco
quedó en el recuerdo de aquel nacimiento ocurrido en Belén de Judá, en la
verdadera periferia de la Roma de Tiberio, hace más de 2000 años. Fue
por ahí, por el consumismo materialista y la banalización de un hecho tan
profundo como el del misterio de la Natividad del Señor, por donde comenzó a
deshilachársenos un día y sin percibirlo la fe para resistir y continuar que
hoy nos hace más falta que nunca.
“Os ha
nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador que es Cristo el Señor”,
escribe Lucas (Lc 2, 11). Los hombres ya no tendremos que escalar hasta lo alto
del Horeb para encontrar a Dios.
No
necesitaremos para ello de estruendos, bailes de gala ni bullarangas porque,
por el contrario, será en el silencio de la oración sincera y profunda en el
que el Señor se nos hará presente, como nos lo enseña el pasaje de Elías en el
desierto que recoge el primer Libro de los Reyes (1Re 19, 3-15). En pocos días
habremos de enfrentarnos a los tiempos más difíciles que jamás imaginamos
vivir.
Tiempos
decisivos en los que será nuestra fe como pueblo la que unida a nuestro valor
cívico la que nos de fuerzas para vencer al oprobio. Que ello nos baste para
confortarnos en estas fechas
Tengan
mis apreciados lectores una serena y profundamente reflexiva Navidad, en la
seguridad de que en el silencio del recogimiento podremos, como Elías, escuchar
el paso del Señor por nuestras vidas. Hermanémonos en el espíritu con
los millones de venezolanos dispersos por el mundo que desde lejos sufren por
estas fechas. Elevemos una oración sentida por nuestros presos
políticos, por nuestros enfermos en los hospitales públicos y por los que, como
Fernando, ofrendaron sus vidas en estos veinte años de lucha. Porque nos ha
nacido un Salvador. Él y su infinita Providencia jamás nos abandonarán a
nuestra suerte.
Referencias:
Briceño-Yragorri,
M (ed.1966) Mensaje sin destino. Ediciones EDIME, Madrid, p.470.
Edmond, P (2016) Christmas without the crib?
Mark´s Gospel in Advent. En: https://www.thinkingfaith.org/articles/christmas-without-crib-mark%E2%80%99s-gospel-adventhttps://www.thinkingfaith.org/articles/christmas-without-crib-mark%E2%80%99s-gospel-adventhttps://www.thinkingfaith.org/articles/christmas-without-crib-mark%E2%80%99s-gospel-adventhttps://www.thinkingfaith.org/articles/christmas-without-crib-mark%E2%80%99s-gospel-advent (recuperado
el 8 de diciembre de 2018).
Gustavo
J. Villasmil-Prieto
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