Francisco Fernández-Carvajal 25 de diciembre de 2018
—
Calumnias y persecuciones de diversa naturaleza por seguir a Jesucristo.
—
También hoy existe la persecución. Modo cristiano de reaccionar.
— El
premio por haber padecido algún género de persecución por Jesucristo. Fomentar
también la esperanza del Cielo.
I. Las
puertas del Cielo se han abierto para Esteban, el primero de los mártires; por
eso ha recibido el premio de la corona del triunfo1.
Apenas
hemos celebrado el Nacimiento del Señor y ya la liturgia nos propone la fiesta
del primero que dio su vida por ese Niño que acaba de nacer. «Ayer, Cristo fue
envuelto en pañales por nosotros; hoy, cubre Él a Esteban con vestidura de
inmortalidad. Ayer, la estrechez de un pesebre sostuvo a Cristo niño; hoy, la
inmensidad del Cielo ha recibido a Esteban triunfante»2.
La
Iglesia quiere recordar que la Cruz está siempre muy cerca de Jesús y de los
suyos. En la lucha por la justicia plena –la santidad– el cristiano se
encuentra con situaciones difíciles y acometidas de los enemigos de Dios en el
mundo. El Señor nos previene: Si el mundo os odia, sabed que antes me
ha odiado a mí... Acordaos de la palabra que os he dicho: no es el siervo más
que su señor. Si me han perseguido a mí, también a vosotros os perseguirán3.
Y desde el mismo comienzo de la Iglesia se ha cumplido esta profecía. También
en nuestros días vamos a sufrir dificultades y persecución, en un grado u otro
y en diferentes formas, por seguir de verdad al Señor. «Todos los tiempos son
de martirio –nos dice San Agustín–. No se diga que los cristianos no sufren
persecución, no puede fallar la sentencia del Apóstol (...): Todos los
que quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús, padecerán persecución (2
Tim 3, 12). Todos, dice, a nadie excluyó, a nadie
exceptuó. Si quieres probar si es cierto ese dicho, empieza tú a vivir
piadosamente y verás cuánta razón tuvo para decirlo»4.
En los
mismos comienzos de la Iglesia, los primeros cristianos de Jerusalén sufrirán
la persecución de las autoridades judías. Los Apóstoles fueron azotados por
predicar a Cristo Jesús y lo sufrieron con alegría: salieron gozosos de
la presencia del Sanedrín, porque habían sido hallados dignos de padecer
ultrajes por el nombre de Jesús5.
Los
Apóstoles recordarían, sin duda, las palabras del Señor: Bienaventurados
seréis cuando os injurien, os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi
causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el
Cielo: de la misma manera persiguieron a los profetas que os precedieron6.
«No se
dice que no sufrieron, sino que el sufrimiento les causó alegría. Lo podemos
ver por la libertad que acto seguido usaron: inmediatamente después de la
flagelación se entregaron a la predicación con admirable ardor»7.
Poco
tiempo después, la sangre de Esteban8,
derramada por Cristo, será la primera, y ya no ha cesado hasta nuestros días.
De hecho, cuando Pablo llegó a Roma, los cristianos ya eran conocidos por el
signo inconfundible de la Cruz y de la contradicción: de esta secta –dicen
a Pablo los judíos romanos– lo único que sabemos es que por todas
partes sufre contradicción9.
El
Señor, cuando nos llama o nos pide algo, conoce bien nuestras limitaciones, y
las dificultades que encontraremos en el camino. Jesús no deja de estar a
nuestro lado cuando llega la hora de la dificultad, ayudándonos con su
gracia: En el mundo tendréis tribulación, pero confiad: Yo he vencido
al mundo10, nos dice.
Nada
nos debe extrañar si alguna vez en nuestro andar hacia la santidad hemos de
sufrir alguna tribulación, pequeña o grande, por ser fieles a nuestro camino en
un mundo con perfiles paganos. Pediremos entonces al Señor imitar a San Esteban
en su fortaleza, en su alegría y en el afán de dar a conocer la verdad
cristiana, también en esas circunstancias.
II. No
siempre la persecución ha sido de la misma forma. Durante los primeros siglos
se pretendió destruir la fe de los cristianos con la violencia física. En otras
ocasiones, sin que esta desapareciera, los cristianos se han visto –se ven–
oprimidos en sus derechos más elementales, o se trata de llevar la
desorientación al pueblo sencillo con campañas dirigidas a minar su fe. Incluso
en tierras de gran solera cristiana se ponen todo tipo de trabas y dificultades
para educar cristianamente a los propios hijos, o se priva a los cristianos,
por el mero hecho de serlo, de las justas oportunidades profesionales.
No es
infrecuente que, en sociedades que se llaman libres, el cristiano tenga que
vivir en un ambiente claramente adverso. Puede darse entonces la persecución
solapada, con la ironía que trata de ridiculizar los valores cristianos o con
la presión ambiental que pretende amedrentar a los más débiles: se trata de la
dura persecución no sangrienta, que no infrecuentemente se vale de la calumnia
y de la maledicencia. «En otros tiempos –dice San Agustín– se incitaba a los
cristianos a renegar de Cristo; ahora se enseña a los mismos a negar a Cristo.
Entonces se impelía, ahora se enseña; entonces se usaba de la violencia, ahora
de insidias; entonces se oía rugir al enemigo; ahora, presentándose con
mansedumbre insinuante y rondando, difícilmente se le advierte. Es cosa sabida
de qué modo se violentaba a los cristianos a negar a Cristo: procuraban
atraerlos a sí para que renegasen; pero ellos, confesando a Cristo, eran
coronados. Ahora se enseña a negar a Cristo y, engañándolos, no quieren que
parezca que se los aparta de Cristo»11.
Parece que el santo hablara de nuestros días.
También
quiso prevenir el Señor a los suyos para que no se desconcertaran ante la
contradicción que viene no ya de los paganos, sino de los mismos hermanos en la
fe, que con esa actuación injusta, movida ordinariamente por envidias,
celotipias y faltas de rectitud de intención, piensan que hacen un
servicio a Dios12.
Todas las contradicciones, pero esas especialmente, hay que sobrellevarlas
junto al Señor en el Sagrario; allí adquiere especial fecundidad el apostolado
que estemos llevando a cabo entonces.
Esas
circunstancias expresan una especial llamada del Señor a estar unidos a Él
mediante la oración. Son momentos en los que se deben poner de manifiesto la
fortaleza y la paciencia, sin devolver nunca mal por mal. Es más, nuestra vida
interior necesita incluso de contradicciones y de obstáculos para ser fuerte y
consistente. De esas pruebas, el alma, con la ayuda del Señor, sale más humilde
y purificada. Gustaremos de una manera especial la alegría del Señor y podremos
decir como San Pablo: Estoy lleno de consuelo, reboso de gozo en todas
nuestras tribulaciones13.
Señor,
concédenos la gracia de imitar a tu mártir San Esteban, que oraba por los
verdugos que le daban tormento, para que nosotros aprendamos a amar a nuestros
enemigos14.
III. El
cristiano que padece persecución por seguir a Jesús sacará de esta experiencia
una gran capacidad de comprensión y el propósito firme de no herir, de no
agraviar, de no maltratar. El Señor nos pide, además, que oremos por quienes
nos persiguen15, veritatem facientes in caritate16.
Estas palabras de San Pablo nos llevan a enseñar la doctrina del Evangelio sin
faltar a la caridad de Jesucristo.
La
última de las Bienaventuranzas acaba con una promesa apasionada del
Señor: Bienaventurados seréis cuando os injurien, os persigan y os
calumnien por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será
grande en el cielo17.
El Señor es siempre buen pagador.
Esteban
fue el primer mártir del cristianismo y murió por proclamar la verdad. También
nosotros hemos sido llamados para difundir la verdad de Cristo sin miedo, sin
disimulos: no temáis a los que matan el cuerpo y no pueden matar el
alma18. Por eso no podemos ceder ante los obstáculos, cuando se
trata de proclamar la doctrina salvadora de Cristo, de forma que se nos pueda
decir: «No tengas miedo a la verdad, aunque la verdad te acarree la muerte»19.
El día
en que los cristianos son perseguidos, calumniados o maltratados por ser
discípulos de Jesús, es para ellos un día de victoria y de ganancia: Vuestra
recompensa será grande en los cielos. También en esta vida paga el Señor
con creces, pero será en la otra donde nos espera, si somos fieles, un inmenso
premio. Aquí la alegría no puede ser plena; pero cuando estamos cerca del
Señor, por la oración y los sacramentos, gozamos de un anticipo de la felicidad
eterna. Tengo por cierto, escribía San Pablo a los primeros
cristianos de Roma, que los padecimientos del tiempo presente no son
nada en comparación de la gloria que ha de manifestarse en nosotros20.
La
historia de la Iglesia muestra que a veces las tribulaciones hacen que una
persona se acobarde y enfríe su trato con Dios; y en otras ocasiones, por el
contrario, hacen madurar a las almas santas, que cargan con la cruz de cada día
y siguen a Cristo identificados con Él. Vemos constantemente esa doble
posibilidad: una misma dificultad –una enfermedad, incomprensiones, etcétera–,
tiene distinto efecto según las disposiciones del alma. Si queremos ser santos
es claro que nuestras disposiciones han de ser las de seguir siempre de cerca
al Señor, a pesar de todos los obstáculos.
En
momentos de contrariedades es de gran ayuda fomentar la esperanza del Cielo.
Nos ayudará a ser firmes en la fe ante cualquier género de persecución o de
intento de desorientación. «Y con ir siempre con esta determinación de antes
morir que dejar de llegar al fin del camino, si os llevare el Señor con alguna
sed en este camino de la vida, daros ha de beber con toda abundancia en la otra
y sin temor de que os haya de faltar»21.
En
épocas de dificultades externas hemos de ayudar a nuestros hermanos en la fe a
ser firmes ante esas contrariedades. Les prestaremos una gran ayuda con nuestro
ejemplo, con nuestra palabra, con nuestra alegría, con nuestra fidelidad y
nuestra oración; y hemos de poner especial delicadeza al vivir con ellos la
caridad fraterna en esos momentos, porque el hermano, ayudado por su
hermano, es como una ciudad amurallada22;
es inexpugnable.
La
Virgen, Nuestra Madre, está particularmente cerca en todas las circunstancias
difíciles. Hoy nos encomendamos también de modo especial al primer mártir que
dio su vida por Cristo, para que seamos fuertes en todas nuestras
tribulaciones.
1 Antífona
de entrada de la Misa. —
2 San
Fulgencio, Sermón, 3. —
3 Jn 15,
18-20. —
4 San
Agustín, Sermón, 6, 2. —
5 Hech 5,
41. —
6 Mt 5,
11-12. —
7 San
Juan Crisóstomo, Hom. sobre los Hechos de los Apóstoles,
14. —
8 Cfr. Hech 7,
54-60. —
9 Hech 28,
22. —
10 Jn 16,
33. —
11 San
Agustín, Comentarios sobre salmos, 39, 1. —
12 Jn 16,
2. —
13 2
Cor 7, 4. —
14 Oración
colecta de la Misa. —
15 Cfr. Mt 5, 44. —
16 Ef 4, 15. —
17 Mt 5, 11. —
18 Mt 10, 28. —
19 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 34. —
20 Rom 8,
18. —
21 Santa
Teresa, Camino de perfección, 20, 2. —
22 Prov 18,
19.
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