Francisco Fernández-Carvajal 23 de diciembre de 2018
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María. Recogimiento. Espíritu de oración.
—
Nuestra oración. Aprender a tratar a Jesús. Necesidad de la oración.
—
Humildad. Trato con Jesús. Jaculatorias. Acudir a San José, maestro de vida
interior.
I. Por
la entrañable misericordia de nuestro Dios, nos visitará el Sol que nace de lo
alto, para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte, para
guiar nuestros pasos en el camino de la paz1. Jesús es el Sol que ilumina nuestra existencia. Todo lo
nuestro, si queremos que tenga sentido, ha de hacer referencia a Él.
De
modo muy especial y extraordinario, la vida de la Virgen está centrada en
Jesús. Lo está singularmente en esta víspera del nacimiento de su Hijo. Apenas
podemos imaginar el recogimiento de su alma.
Así
estuvo siempre, y así debemos aprender a estar nosotros, ¡tan dispersos y tan
distraídos por cosas que carecen de importancia! Una sola cosa es
verdaderamente importante en nuestra vida: Jesús, y cuanto a Él se refiere.
María
guardaba todas estas cosas ponderándolas en su corazón2; su madre guardaba estas cosas en su corazón3. Por dos veces el Evangelista hace referencia a esta actitud
de la Virgen frente a los acontecimientos que iban ocurriendo.
La
Virgen conserva y medita. Sabe de ese recogimiento interior en el que es
posible valorar y guardar los acontecimientos, grandes y pequeños, de su vida.
En su intimidad, enriquecida por la plenitud de gracia, reina aquella armonía
primitiva en la que el hombre fue creado. Ningún lugar mejor para guardar y
ponderar esa acción divina excepcional en el mundo de la que Ella es testigo.
Después
del pecado original, el alma pierde el dominio de los sentidos y la orientación
natural hacia las cosas de Dios. En la Virgen no fue así; en nosotros, sí. En
Ella, por haber sido preservada de la mancha original, todo era armonía, como
en los comienzos. Es más, estaba embellecida por la presencia, del todo
singular y extraordinaria, de la Santísima Trinidad en su alma.
María
está siempre en oración, porque todo lo hace en referencia a su Hijo: cuando
habla a Jesús, hace oración (eso es la oración, «hablar con Dios»), y cada vez
que le mira (también eso es oración, mirar con fe a Jesús Sacramentado,
realmente presente en el Sagrario), y cuando le pide o le sonríe (¡tantas
veces!), o cuando pensaba en Él. Su vida estuvo determinada por Jesús, y a Él se
orientaban permanentemente sus sentimientos.
Su
recogimiento interior fue constante. Su oración se fundía con su misma vida,
con el trabajo y la atención a los demás. Su silencio interior era riqueza, y
plenitud, y contemplación.
Nosotros
le pedimos hoy que nos dé este recogimiento interior necesario para ver y
tratar a Dios, muy cercano también a nuestras vidas.
II. Hoy
sabréis que viene el Señor, y mañana contemplaréis su gloria4.
La
Virgen nos alienta en esta víspera del Nacimiento de su Hijo a no dejar jamás
la oración, el trato con el Señor. Sin oración estamos perdidos, y con ella
somos fuertes y sacamos adelante nuestras tareas.
Entre
otras muchas razones, «debemos orar también porque somos frágiles y culpables.
Es preciso reconocer humilde y realmente que somos pobres criaturas, con ideas
confusas (...), frágiles y débiles, con necesidad continua de fuerza interior y
de consuelo. La oración da fuerzas para los grandes ideales, para mantener la
fe, la caridad, la pureza, la generosidad; la oración da ánimo para salir de la
indiferencia y de la culpa, si por desgracia se ha cedido a la tentación y a la
debilidad; la oración da luz para ver y juzgar los sucesos de la propia vida y
de la misma historia desde la perspectiva de Dios y desde la eternidad. Por
esto, ¡no dejéis de orar! ¡No pase un día sin que hayáis orado un poco! ¡La
oración es un deber, pero también es una alegría, porque es un diálogo con Dios
por medio de Jesucristo!»5.
Hemos
de aprender a tratar cada vez mejor al Señor a través de la oración mental
–esos ratos, como ahora, que dedicamos a hablarle calladamente de nuestros
asuntos, a darle gracias, a pedirle ayuda..., ¡a estar con Él!– y mediante la
oración vocal, quizá también con oraciones aprendidas cuando éramos pequeños.
No encontraremos a lo largo de nuestra vida a nadie que nos escuche con tanto
interés y con tanta atención como Jesús; nadie ha tomado nunca tan en serio
nuestras palabras como Él. Nos mira, nos atiende, nos escucha con extremado
interés cuando hacemos nuestra oración.
La
oración es siempre enriquecedora. Incluso en ese diálogo «mudo» ante el
Sagrario en el que no decimos palabras: basta mirar y sentirse mirado. ¡Qué
diferencia de la frecuente palabrería de muchos hombres, que nada dicen porque
nada tienen que comunicar! De la abundancia del corazón habla la boca.
Si el corazón está vacío, ¿qué podrán decir las palabras? Y si está enfermo de
envidia, de sensualidad, ¿qué contenido tendrá el diálogo? De la oración, sin
embargo, salimos siempre con más luz, con más alegría, con más fuerza. Poder
hacer oración es uno de los dones más grandes del hombre: ¡hablar y ser
escuchado por su Creador! ¡Hablar con Él y llamarle Amigo!
En la
oración hemos de hablar al Señor con toda sencillez. «Pensar y entender lo que
hablamos y con quién hablamos, y quiénes somos los que osamos hablar con tan
gran Señor, pensar esto y otras cosas semejantes de lo poco que le habemos
servido y lo mucho que estamos obligados a servir, es oración mental; no
penséis que es otra algarabía ni os espante el nombre»6.
Algunos
pueden pensar que la oración es extraordinariamente difícil de hacer, o que es
para personas especiales. En el Santo Evangelio podemos ver una gran variedad
de tipos humanos que se dirigen al Señor con confianza: Nicodemo, Bartimeo, los
niños, con quienes el Señor se goza especialmente, una madre, un padre que
tiene un hijo enfermo, un ladrón, los Magos, Ana, Simeón, los amigos de
Betania... Todos ellos, y nosotros ahora, hablamos con Dios.
III. En
la oración, es importante la perseverancia y las buenas disposiciones: entre
ellas, la fe y la humildad. No podemos llegar a la oración como el fariseo de
aquella parábola dirigida a algunos que confiaban en sí mismos y
despreciaban a los demás7. El fariseo, quedándose de pie, oraba para sus
adentros: Oh Dios, te doy las gracias porque no soy como los demás hombres,
ladrones...
Ayuno
dos veces por semana... Enseguida nos damos cuenta de que el
fariseo ha entrado al Templo sin amor. Él es el centro de sus pensamientos y el
objeto de su propia estimación. Y, en consecuencia, en vez de alabar a Dios se
alaba a sí mismo. No hay amor en su oración, no hay tampoco caridad; no hay
humildad. No necesita a Dios.
Por el
contrario, podemos aprender mucho de la oración del publicano, humilde, atenta
–con la mente fija en la persona con quien hablamos–, confiada. Procurando que
no sea monólogo en el que nos damos vueltas a nosotros mismos, recordando
situaciones sin referirlas a Dios, o dejando incontrolada la imaginación,
etcétera.
El
fariseo, por falta de humildad, se marchó del Templo sin haber hecho oración.
Hasta en eso se puso de manifiesto su oculta soberbia.
El
Señor nos pide sencillez, que reconozcamos nuestras faltas, y le hablemos de
nuestros asuntos y de los suyos. «Me has escrito: “orar es hablar con Dios.
Pero, ¿de qué?”—¿De qué? De Él, de ti: alegrías, tristezas, éxitos y fracasos,
ambiciones nobles, preocupaciones diarias..., ¡flaquezas!: y hacimientos de
gracias y peticiones: y Amor y desagravio.
»En
dos palabras: conocerle y conocerte: “tratarse”»8.
«Et
in meditatione mea exardescit ignis —Y, en mi meditación se enciende
el fuego. —A eso vas a la oración: a hacerte una hoguera, lumbre viva, que dé
calor y luz.
»Por
eso, cuando no sepas ir adelante, cuando sientas que te apagas, si no puedes
echar en el fuego troncos olorosos, echa las ramas y la hojarasca de pequeñas
oraciones vocales, de jaculatorias, que sigan alimentando la hoguera. —Y habrás
aprovechado el tiempo»9.
Sobre
todo al principio, y a veces por temporadas, nos ayudará el servirnos de un
libro, como el cojo se sirve de sus muletas, para ir adelante en nuestra
oración. Así hicieron también muchos santos. «Si no era acabando de comulgar,
jamás osaba comenzar a tener oración sin libro; que tanto temía mi alma estar
sin él en oración, como si con mucha gente fuera a pelear. Con este remedio,
que era como una compañía o escudo en que había de recibir los golpes de los
muchos pensamientos, andaba consolada»10.
Habitualmente,
nuestra oración debe concluir en precisos propósitos de mejora. Preguntaremos
con sinceridad al Señor: ¿qué deseas de mí en este asunto concreto que he
estado considerando?, ¿cómo puedo mejorar yo ahora en esta virtud?, ¿qué debo
proponerme de cara a los próximos meses para cumplir tu Voluntad?
Ninguna
persona de este mundo ha sabido tratar a Jesús como su Madre y, después de su Madre,
San José, quien debió pasar largas horas mirándole, hablando con Él, tratándolo
con toda sencillez y veneración. Por esto, «quien no hallare maestro que le
enseñe oración, tome este glorioso Santo por maestro y no errará en el camino»11.
Al
terminar nuestra oración contemplamos a José muy cerca de María, lleno de
atenciones y de delicadezas hacia Ella. Jesús va a nacer. Él ha preparado lo
mejor que ha podido aquella gruta. Le pedimos nosotros que nos ayude a preparar
nuestra alma, a no estar dispersos y distraídos cuando tenemos tan cerca a
Jesús.
1 Evangelio
de la Santa Misa, Lc 1, 78-79. —
2 Lc 2,
19. —
3 Lc 2,
51. —
4 Antífona
del Invitatorio del día 24. —
5 Juan
Pablo II, Audiencia con los jóvenes, 14-III-1979. —
8 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 91. —
9 Ibidem,
n. 92. —
10 Santa
Teresa, Vida, 4, 7. —
11 Ibídem,
6, 3.
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