Francisco Fernández-Carvajal 18 de diciembre de 2018
— El
Señor se nos da a conocer con señales suficientemente claras. Necesidad de las
buenas disposiciones interiores.
—
Visión sobrenatural para entender los sucesos y acontecimientos de nuestra vida
y de nuestro alrededor. Humildad. Corazón limpio. Presencia de Dios.
—
Conversión del alma para encontrar a Jesús en nuestros quehaceres.
I. El
Evangelio de la Misa1 nos
presenta a dos discípulos del Bautista, que preguntan a Jesús: ¿Eres Tú
el Mesías que ha de venir, o tenemos que esperar a otro? Alguna duda
importante debía rondar por sus almas.
Y en
aquella ocasión Jesús curó a muchos de sus enfermedades, achaques y malos
espíritus, y a muchos ciegos les otorgó la vista.
Después contestó a los enviados: Id a anunciar a Juan lo que habéis
visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan... No hay otro a quien
esperar: Yo soy el Señor y no hay otro2,
nos declara también en la Primera lectura. Él nos trae la felicidad que
esperamos; Él satisface todas las aspiraciones del alma. «El que halla a Jesús
halla un buen tesoro... Y el que pierde a Jesús pierde muy mucho y más que todo
el mundo. Paupérrimo el que vive sin Jesús y riquísimo el que está con Jesús»3.
Ya no hay nada más alto que buscar. Y viene como tesoro escondido4,
como perla preciosa5,
que es necesario apreciar en lo que vale.
Oculto
a los ojos de los hombres, que le esperan, nacerá en una cueva, y unos pastores
de alma sencilla serán sus primeros adoradores. La sencillez de aquellos
hombres les permitirá ver al Niño que les han anunciado, y rendirse ante Él, y
adorarle. También le encuentran los Reyes Magos, y el anciano Simeón, que
esperaba la consolación de Israel, y la profetisa Ana. Y el propio Juan,
que le señala: Este es el cordero de Dios..., y un buen número de
sus discípulos, y tantos a lo largo de los siglos que han hecho de Él el eje y
centro de su ser y de su obra. Muchos han dado su vida por Él. También nosotros
le hemos encontrado, y es lo más extraordinario de nuestra pobre existencia.
Sin el Señor nada valdría nuestra vida. Se nos da a conocer con señales claras.
No necesitamos más pruebas para verle.
Dios
da siempre suficientes señales para descubrirle. Pero hacen falta buenas
disposiciones interiores para ver al Señor que pasa a nuestro
lado. Sin humildad y pureza de corazón es imposible reconocerle, aunque esté
muy cerca.
Le
pedimos ahora a Jesús, en nuestra oración personal, buenas disposiciones
interiores y visión sobrenatural para encontrarle en lo que nos rodea: en la
naturaleza misma, en el dolor, en el trabajo, en un aparente fracaso... Nuestra
propia historia personal está llena de señales para que no equivoquemos el
camino. También nosotros podremos decir a nuestros hermanos, a nuestros
amigos: ¡Hemos encontrado al Mesías!, con la misma seguridad y
convencimiento con que se lo dijo Andrés a su hermano Simón.
II.
Tener visión sobrenatural es ver las cosas como Dios las ve, aprender a
interpretar y juzgar los acontecimientos desde el ángulo de la fe. Solo así
entenderemos nuestra vida y el mundo en el que estamos.
A
veces se oye decir: «Si Dios obrara un milagro, entonces creería, entonces me
tomaría a Dios en serio». O bien: «Si el Señor me diera pruebas más
contundentes de mi vocación, me entregaría a Él sin reservas».
El
Señor nos da la suficiente luz para seguir el camino. Luz en el alma, y luz a
través de las personas que ha puesto a nuestro lado. Pero la voluntad, si no es
humilde, tiende a pedir nuevas señales, que ella misma querría también juzgar
si son suficientes. En ocasiones, tras ese deseo aparentemente sincero de
nuevas pruebas para tomar una decisión ante una entrega más plena, se podría
esconder una forma de pereza o de falta de correspondencia a la gracia.
Al
principio de la fe (o de la vocación), ordinariamente, Dios enciende una
pequeña luz que ilumina solo los primeros pasos que hemos de dar. Más allá de
estos primeros pasos está la oscuridad. Pero en la medida en que correspondemos
con obras, la luz y la seguridad se van haciendo más grandes. Y siempre, ante
un alma sincera y humilde que busca la verdad, el Señor se manifiesta con toda
claridad: Id a anunciar a Juan lo que habéis visto...
El
Señor ha de encontrarnos con esa disposición humilde y llena de autenticidad,
que excluye los prejuicios y permite saber escuchar, porque el lenguaje de
Dios, aunque acomodado a nuestro modo de ser, puede hacerse en ocasiones
difícil de aceptar, porque contraríe nuestros proyectos o nuestros caprichos, o
porque sus palabras no sean precisamente las que nosotros esperábamos o
desearíamos escuchar... A veces, el ambiente materialista que nos rodea puede
también presentarnos falsas razones contrarias al lenguaje con que Dios se
manifiesta. Escuchamos entonces como dos idiomas distintos: el de Dios y el del
mundo, este último con razones aparentemente «más humanas». Por eso la Iglesia
nos invita a rezar: Señor todopoderoso, rico en misericordia, cuando
salimos animosos al encuentro de tu Hijo, no permitas que lo impidan los afanes
de este mundo; guíanos hasta él con sabiduría divina, para que podamos
participar plenamente del esplendor de su gloria6.
III. No
hay otro a quien esperar. Jesucristo está entre nosotros y nos llama. «Él
ha dejado sobre este mundo las huellas limpias de sus pasos, señales indelebles
que ni el desgaste de los años ni la perfidia del enemigo han logrado
borrar. Iesus Christus
heri, et hodie, ipse et in saecula (Heb 13,
8). ¡Cuánto
me gusta recordarlo!: Jesucristo, el mismo que fue ayer para los Apóstoles y
las gentes que le buscaban, vive hoy para nosotros, y vivirá por los siglos.
Somos los hombres los que a veces no alcanzamos a descubrir su rostro, perennemente
actual, porque miramos con ojos cansados o turbios»7.
Con
esa mirada turbia y falta de fe miraron a Jesús sus paisanos la primera vez que
vuelve a Nazaret. Aquellos judíos solo vieron en Jesús al hijo de José8,
y terminaron echándole de mala manera, no supieron ver más. No descubrieron al
Mesías que les visitaba.
Nosotros queremos
ver al Señor, tratarle, amarle y servirle, como objetivo primordial de
nuestra vida. No tenemos ningún objetivo por encima de este. ¡Qué error tan
grande si anduviéramos con pequeñeces, faltos de generosidad, en las cosas que
a Dios se refieren! «¡Abrid de par en par las puertas a Cristo! –nos anima Su
Vicario aquí en la tierra–. Tened confianza en Él. Arriesgaos a seguirle. Eso
exige evidentemente que salgáis de vosotros mismos, de vuestros razonamientos,
de vuestra prudencia, de vuestra indiferencia, de vuestra suficiencia, de
costumbres no cristianas que habéis quizá adquirido. Sí; esto pide renuncias,
una conversión, que primeramente debéis atreveros a desear, pedirla en la
oración y comenzar a practicar. Dejad que Cristo sea para vosotros el camino, la
verdad y la vida. Dejad que sea vuestra salvación y vuestra felicidad. Dejad
que ocupe toda vuestra vida para alcanzar con Él todas sus dimensiones, para
que todas vuestras relaciones, actividades, sentimientos, pensamientos, sean
integrados en Él o, por decirlo así, sean “cristificados”. Yo os deseo –decía
el Papa– que con Cristo reconozcáis a Dios como principio y fin de vuestra
existencia»9.
Debemos
desear, una vez más, una conversión, esa vuelta al Señor para contemplarle, ya
cercana la Navidad, con una mirada más limpia, y nunca «con ojos cansados o
turbios». Por eso imploramos con la Iglesia: Concédenos, Señor Dios
Nuestro, permanecer alerta a la venida de tu Hijo para que cuando llegue y
llame a la puerta nos encuentre velando en oración y cantando su alabanza10.
La
Virgen nos ayudará en la pelea contra todo lo que nos aparta de Dios, y
podremos preparar nuestra alma en estas fiestas que vamos a celebrar y guardar
mejor los sentidos, que son como las puertas del alma. Nunc coepi!:
ahora, Señor, vuelvo a empezar; con la ayuda de tu Madre. Acudimos a Ella
«porque Dios no quiso que tuviéramos nada sin que pasara por manos de María»11.
Como
propósito de este rato de oración, podemos ofrecer al Señor nuestro deseo de
cumplir con fidelidad el plan de vida que hayamos acordado con nuestro director
espiritual, aunque quizá por alguna circunstancia pueda parecer difícil. La
fortaleza de nuestra Madre la Virgen ayudará nuestra debilidad, y nos hará
comprobar que para Dios nada es imposible12.
1 Lc 7,
19-23. —
2 Is 45,
7. —
3 T.
Kempis, Imitación de Cristo, 11. —
4 Mt 13,
44. —
5 Mt 13,
45-46. —
6 Oración
del 2º Domingo de Adviento. —
7 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 127. —
8 Lc 4,
22. —
9 Juan
Pablo II, En Montmartre, 1-VI-1980. —
10 Oración
del Lunes de la 1ª Semana de Adviento. —
11 San
Bernardo, Sermón 3, en la Vigilia de Navidad, 10. —
12 Lc 1,
37.
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