Por Hugo Prieto
El Servicio Jesuita de
Refugiados (JRS) tiene dos polos. Uno que mira al norte del continente, desde
los países de Centroamérica y el Caribe hasta la frontera de México con Estados
Unidos y otro que mira al Sur, desde Colombia hasta Chile. Todas las oficinas
están interconectadas y tiene como centro de operaciones la ciudad de Bogotá.
Así que el director del
JRS de Venezuela, Eduardo Soto*, tiene información de primera mano sobre lo que
ocurre en la porosa frontera entre Colombia y Venezuela, con los más de 60.000
mil migrantes —según cifras oficiales— que han regresado al país. Las
organizaciones humanitarias actúan con total libertad en el lado colombiano,
pero del lado venezolano los protocolos son muy diferentes. La estrategia para
enfrentar el Covid 19 ha puesto la acogida y el traslado de los migrantes en
lugares de cuarentena bajo el mando de las Zonas Operativas de Defensa
Integral. Surge aquí el primer llamado de atención, porque las organizaciones
humanitarias tienen equipos humanos, tienen la experiencia y la experticia para
dar respuesta a los venezolanos que regresan porque en los países de acogida no
hay condiciones para que puedan hacer sus vidas.
Un segundo punto tiene
que ver con el recibimiento, la bienvenida en las comunidades. Si bien hay un
mayor deterioro de los servicios públicos y una pronunciada crisis económica,
hay la voluntad política de construir comunidad, de construir vínculos, pero se
necesita que el Estado retome la gestión del bien común en todo el territorio
nacional, que dirija las políticas públicas para todos los venezolanos. Deseos
no empreñan, reza la conseja popular, quizás por eso, Soto advierte que hay que
trabajar con lo que hay. Así de sencillo.
¿En qué condiciones
están regresando a Venezuela los migrantes que se fueron a buscar una vida
mejor en otros países de América Latina?
Regresan en condiciones deplorables, entre otras cosas, porque esas personas, en buena medida, se dedicaban al comercio y a la economía informal, cuya actividad depende del tráfico en las calles. Todo eso quedó completamente paralizado por las medidas de cuarentena social dictadas por los distintos gobiernos de los países receptores. Esto les impidió contar con su fuente principal de ingresos. Al no dictarse medidas de protección —particularmente la suspensión del pago de alquileres— se vieron obligados a salir de sus viviendas. Lo que los dejó expuestos, no solamente a contraer el virus, sino a los riesgos que implica vivir a la intemperie en las grandes ciudades de América Latina.
Así como los migrantes
salieron del país con sus enseres a cuestas, del mismo modo están regresando.
Se han registrado, además, arrollamientos en las carreteras. ¿Cuál es la
condición física de estos venezolanos, su estado psicológico y emocional?
Eso depende de cada
individualidad. Muchas de estas personas se fueron y están regresando en
grupos. El grupo te permite tener algún tipo de estabilidad psicosocial y emocional.
Pero cuando regresan solas, digamos, una mujer con hijos, obviamente, su salud
psicosocial está muy comprometida. Más cuando el abordaje que hacen los medios
de esta situación no se hace desde una perspectiva de esperanza o propositiva,
sino más bien desde una óptica lastimera y de desgracia. Ciertamente, hay
sobrados elementos que soportan esa cobertura informativa, pero esa no puede
ser la única perspectiva, porque el solo hecho de que las personas hayan tenido
el valor de buscar una solución al problema —y eso es precisamente lo que han
hecho quienes regresan al país en autobús, a pie o en bicicleta— habla de una
gran determinación y de un empoderamiento. Lo que no puede haber y eso es algo
que tenemos que reclamarle a los estados receptores, es una diferenciación
entre migrantes y nacionales, al momento de tomar decisiones para enfrentar la
pandemia.
Si uno se va del país
para buscar una vida mejor en otro lado y no lo encuentra, la sensación no
puede ser otra sino de derrota y fracaso. Sin embargo, usted habla de valor y
empoderamiento. ¿No son dos cosas encontradas?
No, no hay tal
contradicción. La persona puede tener una sensación de fracaso, pero al mismo
tiempo busca una solución, no se paraliza. Se ve forzada a regresar, porque en
el país receptor no se dan las condiciones para su permanencia segura. Se
siente fracasada, porque los ahorritos que llegó a tener y las remesas que pudo
enviar a su familia, los va a tener que destinar para pagar un alquiler
costosísimo, mientras pasa la frontera hacia Venezuela. Entonces, esa
sensación de fracaso lo activa, lo lleva a buscar una solución y a asumir
riesgos. Sabemos que son riesgos reales, que no son riesgos imaginarios, en los
cuales está en juego la propia vida, como lo hemos visto en esos arrollamientos,
como lo hemos visto en esos contagios.
¿Qué tipo de
asistencia, de terapia psicosocial, le prestan ustedes a los migrantes que
llegan al país?
La terapia individual
es muy difícil en estos momentos, no solamente por lo costosa, sino porque son
muy pocas las organizaciones que ofrecen ese tipo de servicio. Puedo decirte —y
este es uno de los grandes dramas que estamos viviendo— que debido a las
restricciones que imponen las autoridades venezolanas, los migrantes que
regresan al país quedan represados durante días, incluso semanas, en el lado
colombiano de la frontera. Ahí, sin embargo, tienen acceso a toda la red de
protección y de acompañamiento psicosocial que prestan las organizaciones
humanitarias del vecino país. Pero una vez que pasan a Venezuela por los
puestos fronterizos legales, quedan bajo el estricto control de las autoridades
militares que están coordinando la respuesta al Covid-19 en frontera. Ellos van
a unos lugares de reclusión que son coordinados por las Zodi (Zonas Operativas
de Defensa Integral), a los cuales no tienen acceso las organizaciones
humanitarias del lado venezolano.
Provea ha denunciado
maltratos a los migrantes que regresan. ¿Qué clase de bienvenida es esa?
Exactamente. ¡Qué clase
de recibimiento es ese! Nosotros deberíamos recibir a nuestros connacionales
con los brazos abiertos, con todos los equipos de seguridad preparados, con
espacios dignos de alojamientos para que estas personas pasen la cuarentena,
con todas las atenciones y oportunidades que las organizaciones humanitarias
—destacadas en frontera— podemos ofrecer a estas personas. Pero lamentablemente
no es así.
¿Qué implicaciones
tiene el hecho de que se haya militarizado la respuesta al Covid-19 en los
puestos fronterizos?
Tiene la gran
limitación de que no hace propuestas coordinadas con organismos, que no
solamente tienen mayor experiencia en el manejo de esta situación, sino que
además cuentan con personal calificado para asumir y enfrentar, lo que en sí
mismo es un hecho novedoso para el pueblo venezolano, particularmente en las
fronteras. Todo se decide al modo militar, al modo jerárquico, al modo de una
sola línea de pensamiento, que no permite la participación de otras
organizaciones, que tienen su propia experiencia y experticia, que necesitan
movilizarse, pero no tienen acceso a los salvoconductos, que necesitan
activarse en sus vehículos y no tienen acceso al combustible, que necesitan
estar con los equipos de protección en los lugares de confinamiento de esas
personas, porque no se les puede llamar de otra manera.
Aquí se han
militarizado los servicios públicos, la industria petrolera, el Arco Minero del
Orinoco y los venezolanos no hemos visto resultados satisfactorios. ¿Por qué
tendríamos que esperar unos resultados distintos en este caso?
La militarización la
podemos ver de dos maneras. Una cosa es la experiencia que puede haber en el
manejo del poder y la gerencia propias del estamento militar, y otra cosa es el
papel que pueden jugar los militares frente al Covid-19, una pandemia que pone
en peligro la seguridad nacional. Eso siempre justificaría una participación de
los militares dentro de la estrategia de atención a las personas. Pasa aquí y
en todas partes del mundo. Lo que no se puede permitir, en primer término, es
politizar el tema, y lo que se está buscando es la mejor respuesta que tú
puedas articular ante este problema humanitario. ¿Tiene que haber presencia
militar? Absolutamente, porque los militares tienen que garantizar la seguridad
física de los equipos y de las personas que están allí, además son quienes han
vigilado y han estado anteriormente allí. Ahora, ¿que los militares sean los
únicos que decidan? Ahí está el detalle. ¿Que las cosas se hagan solamente a
seguro militar? Ahí está el detalle. ¿Que no permitan la participación de otros
entes de la sociedad o que su participación se amolde y se ajuste a las líneas
de mando que se dan sin ningún tipo de justificación científica o social? Ahí
está el detalle. Eso es lo que estamos criticando, porque ciertamente no va a
ofrecer la respuesta que necesita nuestra gente que está retornando. ¿Qué es lo
que ocurre? Que la gente está pasando por las trochas y eso va a generar no
sólo un problema de seguridad nacional, sino la expansión de la pandemia.
El gobierno del señor
Maduro atribuyó la ola migratoria a una campaña mediática, sin tomar en cuenta,
por ejemplo, la crisis económica, la ausencia de servicios públicos y
condiciones de vida realmente deplorables. Esto se politizó desde el principio.
Ahí están las declaraciones de la
señora Iris Valera.
Yo no hago un discurso
político, sino un discurso superador de la politización. De lo único que puedo
hablar es de las crecientes necesidades de esa población, tanto de la que no
pudo retornar como de la que está retornando. Quiero que se vea esto como una
oportunidad para que nosotros, como venezolanos, y la comunidad internacional, que
ha mostrado interés en este problema, nos articulemos para que podamos generar
un discurso y una acción que nos permita atender de manera eficiente esta
situación.
El señor Maduro dice
que los migrantes que regresan al país “presumen que fueron contaminados” en
los autobuses que los trajeron de regreso al país y el secretario de gobierno
del Zulia, Lisandro Cabello, advirtió que “toda persona que viole el sistema
migratorio será considerada arma biológica y encarcelada”. No creo que haya
mayor politización que esas declaraciones.
Ese tipo de comentarios
refleja lo que no se debe hacer, precisamente, porque estamos ante un escenario
en el que cualquier cosa que venga de Colombia —desde la cura del cáncer hasta
la alimentación para garantizar la vida de los venezolanos por un año completo—
se va a demonizar, entre otras cosas, por esa tirria que existe entre el
presidente Nicolás Maduro y el presidente Duque producto de las diferencias
insalvables en la forma en que ellos ven la política de sus países. Pero
estamos hablando de gente, de vidas humanas, no de cosas. Estamos hablando de
hombres, de mujeres, de niños, que están llegando al país. Pero
independientemente de lo que digan los mandatarios, nosotros como sociedad
tenemos que activarnos para atender a esas personas. Nosotros no estamos en
capacidad de comprobar la veracidad de lo que han dicho las autoridades
venezolanas, pero en todo caso podrían servir para que el personal médico, las
organizaciones humanitarias y los militares cuenten con los debidos equipos de
bioseguridad para realizar su trabajo.
Ustedes actúan, además
de la oficina que tienen en Caracas, en tres puntos de la frontera (Zulia,
Táchira y Apure). ¿Los migrantes llegan en las mismas condiciones a esos puntos
del territorio o hay particularidades que pueda señalar?
Lo que ha dicho la
mayoría de las personas a las que hemos podido entrevistar, es que lo que más
necesitan es empleo. Ellos se fueron del país porque perdieron su empleo, sus
fuentes de trabajo. Eso habla de su capacidad de comenzar. Obviamente, vienen muy
deterioradas desde el punto de vista nutricional, vienen afectadas
psicológicamente por todo el trauma que significa regresar en las condiciones
en que lo han hecho, con todo el temor de estar a la intemperie en un contexto
de pandemia. La idea es, precisamente, que nosotros podamos generar una
respuesta a la necesidad que ellos están manifestando, que tiene que ver
directamente con la falta de lugar donde vivir y la falta de trabajo para poder
subsistir.
No sólo en Venezuela,
sino en el resto de América Latina, vamos a experimentar una caída muy
importante de la actividad económica; y es Venezuela, precisamente, la que
encabeza esa lista. La gente que regresa para enfrentar un deterioro mayor al
que había cuando decidieron irse. ¿Qué podría hacerse para paliar en algo esta
realidad?
Nosotros —las
organizaciones no gubernamentales, la Iglesia y otros actores sociales— nos
estamos articulando para prepararnos ante toda la carestía que puede
presentarse en el país, si no se toman las medidas efectivas. Sabemos que
tenemos esta amenaza encima y la idea es que hagamos eso conjuntamente con las
comunidades, para que cuando estas personas regresen, si bien se van a
encontrar con un país con mayores dificultades, con un mayor deterioro
económico y de servicios en general, vean una comunidad mucho más articulada,
una familia mucho más conectada con su parroquia, con sus escuelas de Fe y
Alegría, con su comunidad, en la cual se hacen ollas comunitarias, se articula
para la protección social y se lucha contra la violencia de género. Es decir,
que no se encuentren solamente con un deterioro tan marcado en el manejo de la
cosa pública, sino que además de eso, puedan ver comunidades trabajando juntas
con los pocos recursos que se consigan. De manera que puedan paliar la necesidad
de ellos y de los que están en su entorno.
En toda la enumeración
que ha hecho hay un gran ausente: El Estado, que no puede desentenderse de este
asunto ni eludir su responsabilidad. ¿Cuál podría ser el papel del Estado en su
articulación con la comunidad?
Las políticas públicas,
que deberían orientarse al bien común, se convierten en una serie de acciones
que solamente benefician a un sector de la población, contraviniendo,
precisamente, el principio y fin de la función del Estado. El Estado nace para
abarcar todo el territorio y para que gestione el bien común en todos los
habitantes de ese territorio. Sí, nos estamos articulando en las comunidades,
pero eso no va a generar la respuesta suficiente que necesitan las personas que
están llegando al país. Nosotros necesitamos un renacer del Estado con
políticas públicas adecuadas, con distanciamientos de los programas sociales de
las políticas partidistas. Que se detenga, de una vez por todas, la destrucción,
la corrupción y el narcotráfico; la impunidad ante la violencia y el chantaje.
La sociedad y la Iglesia cumplen con su papel en medio de tanta adversidad,
pero necesitamos que el Estado funcione eficientemente y cumpla con el
compromiso que tiene con el país y con las comunidades, con las organizaciones
humanitarias, y que no las vea siempre bajo sospecha. El Estado debe enfocarse
en la emergencia humanitaria y dejarla de ver como algo de lo cual pueda sacar
provecho para su proyecto político; debe asumir el papel que le corresponde
como gestor del bien común de la nación.
No atisbo ninguna señal
que indique que pudiera haber un cambio de conducta en el gobierno, todo lo
contrario: Hay un mayor deterioro institucional y la pandemia ha servido para
apalancar el control social. Es muy difícil que uno albergue la esperanza de
que el Estado se apegue, o actúe en consonancia, con la definición que acaba de
hacer. ¿Qué diría usted?
Lo único que puedo
decir es que uno tiene que trabajar con lo que hay. A mí me gustaría que
Nicolás Maduro tuviera la capacidad gerencial, la capacidad de conectar que
tiene, por ejemplo, Ángela Merkel. Me gustaría tener una Asamblea Nacional
donde sean respetadas sus opiniones. Hay una cantidad de cosas que están en el
campo del deseo, pero yo estoy hablando de lo que hay. Y desde allí, hay que
construir algo distinto. Todo lo que hacemos desde la Iglesia, y yo como
sacerdote, es desde la perspectiva de la reconciliación. Y la reconciliación
tiene que ver con reconocer al otro como persona y como ser humano. No puedo
negar al otro como persona e incluso como persona humana. Y desde ahí construir
una alternativa donde todos nos veamos incluidos. No sacar a uno para meter a
otro, como ocurre en el campo de la política. Por eso, en el problema
humanitario, todos están incluidos.
***
*Eduardo Soto,
sacerdote jesuita. Licenciado en Teología, abogado, doctor en Paz y Conflicto
social por la Universidad de Manitoba, Winninpeg, Canadá.
31-05-20
https://prodavinci.com/eduardo-soto-no-todas-las-decisiones-se-pueden-tomar-al-modo-militar/
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