Américo Martin 07 de agosto de 2015
¿Fue la comodidad periodística -en busca
de simetrías noticiosas- la que creó la ficción de un auge de la izquierda
radical latinoamericana en el siglo XXI?
¿Fue el pragmatismo de la izquierda
castrista, el que, muerto el socialismo real bajo los escombros del Muro y
hundida la prometida recuperación latinoamericana de la década de los 80,
inventó este pastiche de viejas resonancias revolucionarias mezcladas con
novedades de mercado?
Lo cierto es que en los alrededores del
siglo XXI los más importantes gobiernos latinoamericanos comenzaron a caer –o,
como en México, estuvieron a un tris de hacerlo- en manos de una autoproclamada
izquierda nacionalista que, por el empuje y el dinero del comandante Chávez,
fue identificada –con renuencia de unos y oportunismo de otros- con el vistoso
nombre de socialismo del siglo XXI. ¡Por fin reaparecía la inmortal utopía
racionalista del siglo XIX que bajo influencia de Marx llegó a apoderarse de
una tercera parte del planeta! Se apoderó, sí, pero finalmente la perdió.
Favoreció el inesperado cambio, por
supuesto, el auge de los commodities y la pérdida de influencia de EEUU, sumida
en demasiados conflictos asiáticos, africanos y europeos, como para sacarle
provecho a la circunstancial condición de única superpotencia viva de la hora.
Entre los commodities destaquemos el petróleo, con un mercado alcista sin
precedentes. Fue el salto descomunal de los ingresos venezolanos lo que hizo
soñar a Fidel-Chávez en la ¡ahora sí! inminente destrucción del capitalismo y
la victoria final del socialismo emanado del puño de Marx y Lenin.
El intervencionismo chavista le dio
vestidura socialista a la izquierda triunfante en Brasil, Uruguay, Chile, Perú,
Guyana, República Dominicana, Nicaragua… y Argentina. La influencia que
cobraron –dinero de por medio- en el Caricom y otros países de Centroamérica y
el Caribe pareció abrumadora. Es verdad que muchos de esos países se sintieron
incómodos con la estrecha vestidura revolucionaria, pero pronto descubrieron
que nada les costaba asumirlo más bien moderadamente, si la munificencia
chavista y su riqueza interminable estaban a la mano.
La historia que vino después es ya
conocida. El fracasado modelo agotó el poderío financiero venezolano y decretó
una crisis tan descomunal que pocos dudan que se llevará en los cuernos la
festinada revolución socialista. La armazón de estructuras internacionales
montadas con los recursos chavo-maduristas no solo no progresa sino que se está
desmoronando. Ya nadie recuerda los festinados recursos para financiar planes
integracionistas y las alianzas insólitas con las que Chávez esperaba cambiar
la organización del mundo. Todo eso pasó a mejor vida, como le está ocurriendo
al socialismo siglo XXI y a varios de los modelos del muestrario
latinoamericano que ya no se exhiben en vidrieras.
Pero quiero detenerme en el caso de
Brasil por ser la primera economía de la Región y convertirse –desde el
presidente Juscelino Kubitschek- en potencia subimperialista.
El Partido de los Trabajadores, dirigido
por Lula y Dirceu, aprovechando la exitosa gestión del socialdemócrata Fernando
Henrique Cardozo, impulsaron cambios fundamentales y combinaron sin enredarse
demasiado tesis populistas y de mercado y dieron entrada a poderosas
transnacionales, que poco antes habían condenado vigorosamente.
Con el gobierno de Dilma Rousseff la
economía ha comenzado a retroceder y asoma el peligro inflacionario, pero los
éxitos obtenidos podían sostener la popularidad del “lulismo”. Lo extraño es
que el factor que puede convertirlos a todos en cadáveres políticos es una
enfermedad que nuestros pueblos se habían acostumbrado a tolerar mientras el
paternalismo y las oportunidades estuvieran disponibles. Me refiero a la
corrupción de los altos dirigentes que la han acometido con atroz voracidad.
Las tres figuras más importantes del
partido aparecen incursas: Lula, Dilma y sobre todo José Dirceu, quien estuvo
destinado a sustituir a Lula en la presidencia y solo porque le pusieron los
ganchos en el horrendo caso de la “gran mesada” o “mensalao” es que su lugar lo
ocupó Dilma.
Dirceu había sido condenado a 10 años y
gozaba de arresto domiciliario, cuando su nombre aparece de nuevo envuelto en
la macrocorrupción de Petrobras con la bonita cifra de USD 2000 millones. Estos
dos han sido calificados como los hechos de corrupción más grandes en la
historia de Brasil. En el medio está Dirceu, jefe del gabinete de Lula, mano
derecha de su ensayo y antiguo guerrillero en tiempos de dictadores militares.
Dirceu influía notablemente en Lula,
cuya formación teórica deja mucho que desear, pero su inteligencia natural lo
mantiene en el procerato. Su desplome mancha al jefe del partido porque es
imposible que Dirceu hubiera operado sin autorización de aquel. Cualquier
brasileño podría confirmarlo y de hecho lo estará haciendo porque el miasma
incontenible de la corrupción, como hidra de mil cabezas, brota y rebrota
insistentemente
En Brasil se aproxima un cambio. La
popularidad de Dilma está en el subsuelo y la de Lula va en la misma dirección.
El partido está conmovido internamente; sacudido, diría mejor. El indispensable
aliado que controla las cámaras del senado y diputados, el PMDB, se está
desmarcando a ojos vista.
El viraje democrático del gran país
cambiará enormemente la fachada de Latinoamérica. Si recordamos que las
conversaciones de Obama y Raúl siguen avanzando y reflexionamos sobre la ruina
en que está sumida Venezuela, llegaremos a la conclusión de que nuestro
subcontinente finalmente no se resignó a morir en el pantano de una ilusión
absurda, sino que podrá enrumbarse en democracia hacia los altos horizontes del
desarrollo, la ciencia, la educación, la salud, propios de las sociedades
basadas en la inteligencia.
No parece haber más grotescos obstáculos
que lo impidan.
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