por Ángel Alayón
A principios de diciembre de
2012, Oriana* recibió una llamada de su madre desde San Juan de Lagunillas, un
pueblo pequeño que queda a cuarenta minutos en carro de la ciudad de Mérida:
“Aquí no se consigue nada. Después de las elecciones dejaron de mandarnos
cosas”.
Oriana entendió la queja de
su mamá como una oportunidad. Empezó a recorrer establecimientos comerciales en
Caracas para comprar lo que más escaseaba en San Juan de Lagunilllas: harina
precocida de maíz y de trigo, aceite, papel toilet… le tocó hacer colas y
recorrer la ciudad varias veces, pero pudo llenar la maleta de su carro y
emprender el viaje hacia Los Andes.
Tenía miedo de que la
pararan en las alcabalas, pero una estrategia le sirvió de salvoconducto:
detenía su carro ante la alcabala y le preguntaba a los guardias, antes de que
ellos pudieran abordarla: “Buenas tardes. ¿Barinas queda derecho?” Y los
guardias no tardaban en contestar: “Sí, mi amor. Siga derecho.”
La venta fue un éxito. Puso
una mesita en la puerta de la casa con los productos y todo se vendió en menos
de tres días. Oriana repitió el viaje durante el carnaval de 2013 y las
vacaciones de agosto. La gente del pueblo hacía encargos y ella los atendía.
Todo iba bien, pero su actividad comercial pronto tuvo un giro inesperado: un
amigo le contó que conocía a alguien que tenía tres años viajando a Cuba desde
Venezuela para vender lentes y que le estaba yendo muy bien. “Ahí mismo me puse
a averiguar. Llamé a una amiga cubana que vive en Miami quien me puso en
contacto con un familiar en La Habana y me confirmó que allá había una
oportunidad de negocio, pero que todo debía venderse barato”.
Oriana llamó a la señora
cubana y ella le dijo que con gusto la recibiría. También le contó el tipo de
cosas que podría vender en la isla, en especial en la zona donde ella reside:
Guanabacoa, conocida como “la cuna de los santeros”.
El primer viaje de Oriana lo
hizo por CONVIASA en julio de 2013. Llegó como turista y no tuvo ningún
problema en inmigración. Sus anfitriones la esperaron en las afueras del
aeropuerto y tomaron un taxi (no oficial) hasta la casa. No le cobraron
alquiler, pero ella compró toda la comida mientras estuvo allí. Los de la casa
le dieron tres consejos para sobrevivir en Cuba: que no confiara en
la gente, que se cuidara de los hombres que sólo buscaban una oportunidad
para salir de Cuba y que no hablara de política. “Las paredes tienen oídos”.
Los productos se agotaron
rápido: vendió cholas, ropa interior, camisetas de damas, franelas, pasta de
dientes, jabón y champú; todo lo vendió en pesos convertibles que cambiaba en
el mercado negro a una tasa de 1 peso convertible por 1 dólar. La pasta de
dientes la vendía a 3 US$ el tubo de 150 gramos, cuando en Venezuela le costaba
20 bolívares. El desodorante en aerosol lo vendía también en tres
dólares. La tasa de retorno era extraordinaria y el viaje fue un éxito
financiero: había ganado 300 US$.
“El único problema que he
tenido en este negocio fue cuando me involucré sentimentalmente con un cubano.
El tenía un Cadillac del 42 y me hacía el servicio de transporte. Él me llevó a
la playa, en Varadero, y empezó a echarme los perros. Era un tipo serio y de
bonitas facciones. Nuestra relación fue muy buena durante un par viajes, pero
en el momento en que se enteró de que había llegado a Cuba con tres personas
que iban a raspar el cupo se desató su ambición y empezó a cobrarme por todo… y
caro. El último día del viaje faltaban por raspar 1.500 dólares y ya no
teníamos tiempo, por lo que decidimos comprarlo en cerveza. Compramos 80 cajas
y él se las llevó a su casa. Acordamos que vendería cada una de las caja de 24
botellas en 20 dólares. Al mes siguiente me tocaba recoger el dinero y ahí fue
cuando me dijo que pudo vender las cajas de cerveza en 16 dólares cada una, en
lugar de los 20 que habíamos acordado. Me había engañado y terminé con él”
Oriana ha hecho veinte
viajes de negocio a Cuba desde agosto de 2013. Las ganancias por viaje oscilan
entre 500 y 800 dólares. El último viaje fue en abril de 2015. Desde esa fecha
no ha podido conseguir pasaje. Sus clientes le escriben desesperados, pero ella
no puede atenderlos. Mientras tanto, va acumulando ciertos productos por si
acaso encuentra pasaje para una próxima vez.
— ¿Tú te consideras
bachaquera?
— Sí, porque bachaquero es quien compra productos regulados y los revende. Y yo revendo. Aunque no sólo productos regulados: yo también compro productos a mayoristas como cualquier comerciante.
— ¿Y algún día te gustaría dejar de bachaquear?
— No quisiera hacer más bachaqueo. Yo lo que soy es comerciante, pero el bachaqueo seguirá mientras haya productos regulados: uno vende lo que la gente necesita.
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* Oriana no es el nombre
verdadero de la testimoniante: ha sido cambiado según su petición.
08-08-15
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