Óscar Arias Sánchez 31 de julio 2015
Decía Przeworski que la democracia es un
sistema en donde los partidos políticos pierden elecciones. Esto es, que solo
en una democracia las agrupaciones políticas se encuentran genuinamente al
amparo de la voluntad popular: pueden ser aplaudidas, pueden ser aclamadas,
pero nunca podrán asegurar su permanencia en el mando. La verdadera medida de
un sistema democrático no es el respaldo popular que reciba un líder o un
régimen, sino la posibilidad de que ese mismo líder y ese mismo régimen pierdan
el poder si una mayoría de ciudadanos desaprueba su desempeño.
Quien tenga un compromiso real con la
democracia debe entonces someterse a un juego de resultados inciertos, a un
juego en que el futuro es desconocido para todos los actores políticos. No hay
forma de asegurar esa incertidumbre que no sea otorgándole independencia al
árbitro: un pueblo sabe que su voluntad será respetada únicamente si las
instancias de control y las autoridades electorales tienen autonomía para hacer
valer el mandato popular.
El Partido Socialista Unido de Venezuela
enfrentará el 6 de diciembre su mayor desafío electoral desde el ascenso al
poder de Hugo Chávez. Los niveles de apoyo del gobierno de Nicolás Maduro se
encuentran en números rojos. El desabastecimiento se ha convertido en el
viacrucis cotidiano de los venezolanos. La economía colapsa bajo el peso de la
irresponsabilidad, el populismo y la corrupción. Los presos políticos
constituyen un signo innegable de autoritarismo en un gobierno al que no le
alcanzan las teorías conspirativas para explicar la extensión de sus
calamidades.
Si Venezuela fuera una democracia como
cualquier otra en el mundo, el oficialismo no tendría más recurso que preparar
una estrategia para amortizar el golpe electoral. Se enfocaría en las
circunscripciones más leales y se abocaría a atraer el voto indeciso. El PSUV
está haciendo todo esto, pero dispone además de herramientas que resultan
incompatibles con un proceso electoral democrático: el despliegue de un masivo
aparato de comunicación estatal, frente a una prensa censurada y
sistemáticamente debilitada; el encarcelamiento de líderes de la oposición, que
sin duda serían protagonistas de una elección equitativa; la manipulación
cumulativa de las normas electorales; el control de los tribunales de justicia
y de las instancias contraloras; y la complicidad del Consejo Nacional
Electoral.
Difícilmente exista alguien que crea que
las autoridades electorales venezolanas actúan de manera imparcial frente al
poder político. Y esto es riesgoso en un escenario tan polarizado. Cuando
existen elecciones en contextos de crisis –como es el caso de Venezuela en la
actualidad– la estabilidad se preserva a través de la confianza en la
institucionalidad. Tirios y troyanos deben sentir que el juego es limpio y que
todos participan en igualdad de condiciones.
Me preocupa que el resultado electoral
no sea reconocido por el grupo perdedor, sin importar cuál sea. Me preocupa que
el descontento popular no logre canalizarse por las vías institucionales y se
exprese, en cambio, por vías violentas e inconstitucionales. Me preocupa que
Venezuela no encuentre la forma de realizar una transición política pacífica y
profundice aún más su crisis institucional, económica y social.
Aún hay tiempo para asegurar que las
elecciones legislativas sean un mecanismo de reconciliación y transición, y no
uno de enfrentamiento y sujeción al poder. Aún hay tiempo para generar
confianza en el proceso electoral. Si el gobierno de Nicolás Maduro tuviera
perspectiva de largo alcance; si el PSUV comprendiera que todo poder
democrático es, por naturaleza, transitorio, entonces permitiría la visita de
observadores internacionales de carácter imparcial, como la Organización de los
Estados Americanos y la Unión Europea, y nombraría en el Consejo Nacional
Electoral a personas sin preferencia partidaria, personas que cuenten con el
respaldo de las distintas tendencias políticas.
Por supuesto que esto requiere madurez
política, pues uno siempre quisiera que el árbitro pite a su favor. Pero un
demócrata sabe que su triunfo solo es válido si es justo. Un demócrata sabe que
el éxito de un gobierno depende de su legitimidad. Esto lo creemos
profundamente en mi país. Luego de la guerra civil de 1948, Costa Rica creó una
autoridad electoral cuyo rasgo distintivo es la autonomía. Los magistrados y
magistradas del Tribunal Supremo de Elecciones son electos en virtud de su
imparcialidad, con el apoyo de las distintas tendencias políticas y bajo el
entendido de que servirán a un único amo: el pueblo de Costa Rica. Es por eso
que el TSE se ubica siempre en los primeros lugares de confiabilidad en América
Latina. Es por eso que en Costa Rica los resultados electorales son recibidos
por todos, ganadores y perdedores, como la expresión indiscutible de la
voluntad popular.
Ojalá Venezuela comprenda la lección que
encierra el ejemplo de Costa Rica. Ojalá comprenda que su negativa a recibir misiones
de observación internacional incita sospechas legítimas. Ojalá comprenda que la
parcialidad del CNE confirma todas las acusaciones de la oposición y de la
comunidad internacional. Ojalá comprenda que hay cosas más sagradas que
cualquier proyecto político y cosas más funestas que cualquier resultado
electoral. Todos quisiéramos ganar, pero solo los déspotas prefieren la
victoria a la democracia.
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