Simón García 05 de agosto de 2015
@garciasim
El gobierno ni resuelve los problemas ni
rectifica. Al contrario, aplica con más vigor el modelo que le estalló en las
manos. Sigue adoptando decisiones contra los que producen y enfilándose contra
los opositores y los que reclaman. Para atacar a los empresarios acaban con la
economía y para maniatar a la oposición acaban con las libertades. Las dos
operaciones agravan las calamidades.
La loca capacidad del gobierno para
hundirse y hundirnos en el fracaso no tiene sentido. A menos que la cúpula roja
considere que el estado general de escasez y la constante subida de los precios
formen parte del camino de espinas que hay que recorrer de rodillas para
instaurar su versión totalitaria de socialismo.
Si Giordani proclamó que sin pobres no
habría revolución, cualquier otro cerebro fanatizado podría acuñar el disparate
que para liquidar a los capitalistas hay que quitarles las empresas y
quebrarlas. Es lo que ha hecho el gobierno con las industrias que expropió.
También con las empresas públicas del hierro, el aluminio y el oro. El petróleo
lo lleva a medio término.
Sea cual sea la explicación del plan de
destrucción que está ejecutando Maduro, la situación se nos torna inaguantable.
La tragedia que carcome al país no deja indiferente a nadie porque golpea todos
los días a cada familia asentada en nuestro territorio.
La evidencia se va generalizando: o se
acaba con las causas de la crisis o ella acabará con todos. Se arriba a la
conclusión del querido Watson: hay que parar el desastre que está ocasionando
el gobierno. La razón práctica es similar: tanto los que están en desacuerdo
con el proceso como quienes lo apoyan pagan los mismos mil bolívares por un
kilo de caraotas.
Por debajo se populariza la importancia
de ponerle fin a la crisis por vías pacíficas, democráticas y constitucionales.
La oposición debe oír este consenso y evitar que respuestas falsamente
radicales le suministren al gobierno pretextos para justificar nuevos
descarrilamientos legales. Hay que estar con la gente y mantenerse en el camino
del 6 de diciembre, aguantando las provocaciones que arreciarán y para las
cuales se supone que estamos preparados.
El rasgo interesante es que en el seno
del oficialismo están creciendo las voces que opinan que llegó la hora de
cambiar de modelo y de políticas. Son sectores que desean lograr los actuales
objetivos por otros medios y que se resisten a echarle más gasolina a la
candela. Algunos comienzan a intuir que su única posibilidad de influir en un
cambio de rumbo es dejar que los grandes jefes, el grupito de los privilegiados
y los vivos de ocasión reciban el tortazo preventivo de una derrota electoral.
Para el país, las elecciones
parlamentarias tienen el significado añadido de expresar el común llamado
popular, un lado como exigencia y el otro como solicitud, a cambiar esta situación
cambiando las políticas económicas. La nueva Asamblea Nacional tendrá el
desafío de ser voz activa de esa exigencia y canal de reconducción de esa
solicitud. Un mandato que tendrá que cumplir resolviendo la tensión y el
conflicto entre la profundidad de los cambios y la aspiración mayoritaria de
llevarlos a cabo en paz y con la estabilidad indispensable para que la
reconstrucción de la economía y la democracia pueda ser impulsada por todos.
Si los que tienen el poder no saben o no
quieren resolver los problemas, entonces los candidatos de la unidad deben
levantar sus soluciones a la crisis y acercarse a la gente con la convicción de
que la relación directa con ella es una de las claves para recuperar la
confianza en la política y en los partidos.
Si el país se va al infierno, cada uno
tendrá una paila esperándolo. Diciembre es la gran oportunidad para evitarlo.
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