Andrés Velasco 26 de diciembre de 2015
El
número de gobiernos elegidos en las urnas que compiten por ser el peor del
mundo acaba de disminuir en dos. Robert Mugabe de Zimbabue continúa en su
cargo, al igual que Viktor Orban de Hungría. Polonia está cayendo en el
iliberalismo, mientras que regímenes que van desde África del Norte a la región
del Hindú Kush ya se encuentran en esa categoría.
Sin
embargo, en Argentina recién terminan doce años de arrogante autarquía bajo
Néstor y Cristina Kirchner. Y en Venezuela, su fuerte derrota en las elecciones
parlamentarias ciertamente marca el principio del fin de los dieciséis años de
abyecto chavismo. Todo esto es digno de aplauso.
En
Venezuela, todas las cartas estaban a favor del presidente Nicolás Maduro, el
sucesor de Hugo Chávez escogido por él mismo: prisión arbitraria de líderes
opositores, intimidación de manifestantes contrarios al gobierno a manos de
pandillas de matones, y lo que Human Rights Watch delicadamente ha llamado “medidas agresivas para
reducir la disponibilidad de medios de comunicación que tienen programación
crítica”.
No
obstante, la oposición consiguió dos tercios de los escaños del parlamento
monocameral. Ésta es la mayoría necesaria para que los opositores de Maduro
puedan enmendar la constitución, remover a los jueces y reguladores politizados
y, de ser menester, llamar a un plebiscito para destituir a Maduro.
Dos
semanas antes, los votantes en las elecciones presidenciales en Argentina
también desafiaron las probabilidades, y le dieron una estrecha victoria a
Mauricio Macri en la segunda vuelta. Los Kirchner nunca llegaron a los extremos
del chavismo de encarcelar a opositores o de cerrar canales de televisión. Pero
no dudaron en emplear el poder del estado para intentar perpetuarse en el
poder, hostigando a los diarios de la oposición, manipulando las
investigaciones judiciales y aboliendo la independencia del banco central.
Con la
economía estancada en Argentina y en caída libre en Venezuela, y la inflación
en ambos países entre las más altas del mundo, es obvio que estas sorpresas
electorales se vieron influidas por asuntos de bolsillo. El auge y caída de los
precios de los recursos naturales proveen una posible interpretación: estos
gobiernos podían ganar las elecciones solamente mientras los ingresos
provenientes de la exportación de productos básicos permanecieran altos. Según
este punto de vista, una vez que colapsaron los precios del petróleo y de la
soya, ninguna triquiñuela antidemocrática, excepto la suspensión de las
elecciones (algo que se rumoreó intensamente en Venezuela) podría haber salvado
a los populistas de la derrota.
Pero,
esta explicación es demasiado simple. A pesar de la disminución de los
ingresos, ninguna de las dos administraciones escatimó gasto público para
alcanzar el triunfo. En Argentina, el déficit fiscal es el 7% del PIB. En
Venezuela, nadie lo sabe con exactitud, aunque algunos creen que podría llegar a un exorbitante 24%
del PIB. Sin embargo, los votantes no se dejaron sobornar.
Esto
es comprensible. Después de todo, no hay dádiva gubernamental que pueda
contrapesar la sensación de inseguridad que se siente en los hogares y en las
calles. La tasa de homicidios en Venezuela, que llega a casi 54 de cada
100.000 personas, es más del doble que la de Brasil y la de México, países
con un alarmante número de asesinatos. En Argentina, una nación
tradicionalmente tranquila, los delitos relacionados con las drogas han ido en
aumento. Uno de los tres mantras de la campaña de Macri fue derrotar a las
bandas de traficantes (los otros dos fueron pobreza cero y fin a la
corrupción).
No
obstante, es imposible explicar los resultados de las elecciones en base a una
sola variante.
En su
influyente ensayo de 1997, “The Rise of Illiberal Democracy” [El ascenso de la
democracia iliberal], Fareed Zakaria acuñó el término para referirse a países
que llevan a cabo elecciones (con diversos niveles de transparencia) para
elegir a sus líderes, pero que al mismo tiempo restringen las libertades
civiles y democráticas. Bajo Chávez y Maduro, Venezuela se ha convertido en una
democracia de lleno iliberal. Bajo los Kirchner, Argentina se encaminaba hacia
esto. Sin embargo, los aspirantes a autócratas fueron estrepitosamente
derrotados.
En
última instancia, lo que muestran Argentina y Venezuela – y ésta es la mala
noticia para personas como Orban y el presidente de Rusia, Vladimir Putin – es
la fragilidad inherente de la democracia iliberal como sistema político. En una
autocracia abierta, se aplasta a los intelectuales que se ocupan de la cosa
pública, a los partidos liberales y a las instituciones de la sociedad civil;
bajo la democracia iliberal, se los hostiga, pero la mayoría sobrevive.
Si a
esto se añade la existencia de tecnologías modernas que hacen que las
comunicaciones y la organización sean fáciles y de bajo costo, resulta que el
aspirante a autócrata enfrenta una combinación volátil. Cuando las circunstancias
objetivas y la correlación de fuerzas (para emplear
dos conceptos anticuados) lo permiten, los ciudadanos emprenden acción.
Esto
es exactamente lo que sucedió tanto en Argentina como en Venezuela en el
período previo a las últimas elecciones. En la provincia de Buenos Aires, donde
reside casi el 40% de los votantes argentinos, María Eugenia Vidal, de 42 años,
perteneciente al partido de Macri, derrotó de manera contundente al ex jefe de
gabinete de Cristina Kirchner para transformarse en la primera mujer
gobernadora de la provincia. Las organizaciones vecinales resultaron ser clave
para vencer la maquinaria política local de los peronistas, supuestamente la
más fuerte de Argentina. En Venezuela, estudiantes universitarios junto con ONG
diseñaron sistemas de monitoreo de las elecciones para que fuera más fácil
detectar fraudes potenciales por parte del gobierno.
Los
intentos por hacer iliberal la democracia en otras partes de América Latina
también están flaqueando. Los ecuatorianos se tomaron las calles en protesta
por la pretensión de su presidente, Rafael Correa, de ser reelegido
indefinidamente. En Nicaragua, no se están dejando pasar las alianzas de
su presidente sandinista, Daniel Ortega, con empresarios locales cuestionables,
como tampoco su acuerdo con un misterioso empresario chino para construir otro
canal a través de Centroamérica.
Y el
presidente de Bolivia, Evo Morales, tal vez el más astuto de los populistas,
calladamente parece estar cambiando de postura. La noche previa a que Macri
asumiera el mando, jugó un partido de fútbol amistoso con el nuevo presidente.
En
Argentina y en Venezuela, lo que al fin y al cabo posiblemente importó más fue
el deseo de los votantes de vivir en lo que se podría llamar un país normal.
Esto significa una nación donde las instituciones gubernamentales llevan a cabo
su labor de modo silencioso, donde los presidentes no amenazan a los ciudadanos
ni tampoco dan discursos de tres horas que los canales televisivos están
obligados a emitir, donde las personas pueden transitar por las calles sin
temor, y donde la economía no está constantemente al borde del colapso.
María
Elena Walsh, la muy apreciada escritora de canciones infantiles argentina,
escribió un poemita llamado el “Reino del Revés”, donde el ladrón es juez, un
año dura un mes, los bebés llevan barbas y bigotes, un perro se cae para arriba
y después no puede bajar. Este mundo podría estar llegando a su fin en
Argentina y Venezuela; por el bien de todos sus ciudadanos, es de esperar que
enderece su rumbo a la brevedad.
Andrés Velasco, a former presidential candidate and finance minister
of Chile, is Professor of Professional Practice in International Development at
Columbia University’s School of International and Public Affairs. He has taught
at Harvard University and New York University, and is the author of numerous
studies on international economics and development. Traducido
del inglés por Ana María Velasco
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