Por Roberto Giusti
¿Sobrevivirá el chavismo a la
derrota electoral del 6D? Es una pregunta cuya respuesta, lejos de lucir
intrascendente, debe marcar el futuro del país a corto y mediano plazo.
¿Estamos ante un fenómeno circunstancial, como dicen los voceros oficialistas,
que muy pronto será superado por el rescate de una lealtad popular que
hasta hace un par de años parecía indestructible o la profunda caída electoral
marca el inicio del fin de un movimiento sin real calado en el sentir de los
venezolanos?
En realidad las respuestas son muchas y de variada naturaleza, y para llegar a ellas tenemos que evaluar las siguientes premisas: primera, el chavismo es una corriente ideológicamente anacrónica, que llegó a su cita con el poder con más de medio siglo de retraso, en un caso, y más de cien años visto desde otra perspectiva. Segunda, como consecuencia de lo anterior, la concepción chavista del poder se centraba en el mandato de un caudillo, a cuya imagen y semejanza se armó un régimen que era un hombre llamado Hugo Chávez. Así, a cualquiera que viniera después (y Chávez, quien daba por sentado que gobernaría por mucho tiempo, no previó le sucesión) le resultaría imposible calzar en un molde elaborado única y exclusivamente para él. Ahora sabemos que el sucesor, designado con mucho de improvisación y tomando en cuenta como virtudes fundamentales la obsecuencia y la obediencia, no calzaba en el molde, en su caso particular, porque éste le quedó demasiado grande.
Y decíamos anacrónico porque si el peronismo, un patrón que presenta como antecesor unas cuantas coincidencias con el populismo chavista, emergió en un contexto en el cual lo que dominaba en América Latina eran las dictaduras militares, Chávez irrumpe en el vecindario democrático, cual fantasma del pasado, con un golpe de estado y un modelo económico y político fundamentado, a través del filtro cubano, en el totalitarismo soviético y el aliño nacionalista de un supuesto socialismo bolivariano.
Sin embargo, el pastiche funcionó debido a dos factores: uno, el carisma, la audacia y la astucia de un militar que supo entender el mecanismo perverso de usar la democracia, en este caso las elecciones, para destruir la democracia; otro, la abundancia generada por los altos precios del crudo, que le permitió financiar la creación de una inmensa estructura clientelar, base sobre la cual montó su leyenda de luchador invicto en veinte torneos electorales, gracias a los cuales se apropió del resto de los poderes públicos y en síntesis, de la economía y de la sociedad.
La ilusión se deshizo cuando los dos factores desaparecieron casi simultáneamente. Primero fue la muerte del caudillo, que dejó claro, en pocos meses, que el vacío dejado por él sería imposible de llenar, tal y como se pudo comprobar en las elecciones presidenciales del abril del 2013. Y segundo, la baja de los precios petroleros, que pusieron al descubierto la debilidad de un gobierno que malgastó una cantidad alucinante de divisas y cuya herencia se manifiesta en la más terrible crisis económica vivida por el país en toda su historia.
Quizás ya tarde los venezolanos, inmersos en todo tipo de insólitas privaciones, comprendieron la estafa a la cual se les sometió durante largos 17 años de desgobierno chavista. Vistas así las cosas, resulta difícil pensar en un renacimiento del fenómeno chavista, condenado a pagar el precio de haber intentado retroceder el país en el tiempo y a un costo que llevará décadas superar, aun incluso en el supuesto negado de que el precio del barril de crudo llegara a subir a los niveles que tuvo hasta el 2014 y de que, paralelamente, apareciera en el horizonte un émulo capaz de llenar el vacío dejado por el caudillo.
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