Por Hector Silva Michelena
Después del terremoto
electoral del 6-D, que rajó el piso del oficialismo, ha habido reacciones
variadas: unas, relativas a lo que puede hacer la nueva AN por el rescate de la
democracia; otras, las menos, son un amargo y vengativo resuello de coloso
herido. Yo iré al asunto, pero con otra mirada: ahondaré en los orígenes y
evolución de lo que significa la Asamblea para la democracia, la comunidad y el
pueblo. Veamos.
Uno de los sentidos de la
palabra démos es el de asamblea. Si, en Homero, el pueblo es en
primer lugar el laos, es decir, el pueblo en armas; en la Grecia
clásica es, sobre todo, el pueblo reunido en asamblea, el demos. Es así como
podemos comprender la extraña frase de Aristóteles según la cual: “En algunas
constituciones no se da cabida al pueblo; en lugar de una asamblea pública
existe un senado, donde las funciones de los jueces se atribuyen a cuerpos
especiales”. No existe la costumbre te tener una asamblea. Así también define
Rousseau el efecto del contrato social: “Este acto de asociación convierte al
instante la persona particular de cada contratante, en un cuerpo normal y
colectivo, compuesto de tantos miembros como votos tiene la asamblea y, para
él. En una ciudad bien gobernada todos concurren a las asambleas; bajo un mal
gobernio nadie da un paso para concurrir a ellas, ni se interesa por lo que
allí se hace, puesto que se prevé que la voluntad general no dominará y que al
fin los cuidados domésticos lo absorberán todo”.
La asamblea es constitutiva de
la democracia: 1) porque es el lugar en el cual la unidad del pueblo es
producida (Rousseau), porque es la soberanía de la asamblea (Aristóteles y
Rousseau) la que constituye el poder democrático, 3) porque es como miembro de
la asamblea que el ciudadano ejerce la soberanía, 4) porque la asamblea es el
lugar privilegiado del debate democrático (Tucídides).
Los críticos de la democracia
convergen en la puesta en cuestión de este modelo de asamblea al caracterizarlo
tanto como unidad “inorgánica”, revelador de un atomismo social (Hegel), como
denunciado por sus implicaciones, en particular por la abolición de la
autonomía individual (Montesquieu) y, con él, todo el pensamiento liberal. A
este respecto, Rousseau ocupa una posición muy singular: él afirma que la
soberanía no puede ser sino la del pueblo reunido en asamblea, y concibe
simultáneamente que los ciudadanos, una vez suficientemente informados, no
deberían, ya reunidos en asamblea, tener más comunicación (El contrato social,
libro II, cap. III).
Así, en la asamblea, se
encuentra condensada, de alguna manera, lo que la democracia puede tener de
problemático. El agrupamiento supone la multiplicidad previa de aquellos que vienen
a ejercer su derecho político de proponer, opinar, elegir. Implica la
producción de su unidad: voluntad, decisiones comunes. ¿Bajo qué condiciones es
posible esta transmutación de lo múltiple en lo único? Esta cuestión decisiva
implica una cuestión procedimental para toda reflexión sobre la democracia, que
cruza necesariamente dos modelos de decisión: como confrontación de voluntades
y como proceso racional. Toma de la palabra, discusión, proposición de leyes,
voto, promulgación: es el lenguaje de la deliberación el que estructura, de
cabo a rabo, el ejercicio de la democracia.
En el marco moderno, el
pensamiento democrático tropieza, o choca, con los Estados-nación, con la
imposibilidad de una asamblea de todo el pueblo como una dificultad central. A decir
verdad, esta dificultad es la expresión de una más general que da contenido a
la idea democrática de ciudadanía magistratura. Tres vías parecen, entonces,
abrirse: la del voto como asamblea en las urnas (esta sería la democracia
referendaria); la de la representación como modo de constitución de una
asamblea de segundo grado (esta sería la democracia parlamentaria), y, en fin,
la de una distribución del poder y competencias, y sus lugares geográficos: es
la idea directriz de las comunas, consejos, soviets (Marx, Arendt). Esta sería
la democracia directa. Podríamos ver en estas vías el principio de una
tipología del pensamiento democrático de la época moderna.
Si la problemática de la
asamblea parece estar menos presente en la reflexión contemporánea, esto no es
signo de su desaparición, sino de su desplazamiento: mas la reencontramos
enteramente en la cuestión de la deliberación. Carl Sacmitt (Parlamentarismo y
democracia) manifiesta, a contrario, lo que hay de decisivo en esta lazo
mediante su pretensión, muy suya, de oponer deliberación y democracia. Jürgen
Habermas es, sin dudas, quien se ha dedicado de la manera más sistemática y
frontal a pensar la problemática de la deliberación democrática (donde la
asamblea es, de alguna manera, el lugar de focalización), bajo el sentido de
los vocablos de actuar comunicacional y de teoría de la discusión. La
participación política en la democracia pasa, según él, por “la
institucionalización jurídica de una formación pública de la opinión y de la
voluntad” (Derecho y democracia, p. 169). Esta constitucionalización implica
“formas de comunicación” que hacen valer “el principio de discusión”. Este
principio reviste una triple significación: de cognición (hacer aparecer, por
la confrontación, opciones racionales), de legitimación (permitir la
realización de elecciones democráticamente elaboradas), de producción del
consentimiento (como efecto de convicciones comunes). Es la formación de un
“espacio público como estructura de comunicación” de lo que dependería, entonces,
la deliberación democrática (ibid. p- 387). Habermas describe este espacio
público como “una red que permite comunicar los contenidos y las tomas de
posición y, por lo tanto, de las opiniones”; “los flujos de comunicación son
allí filtrados y sintetizados de manera que se condensan en opinión pública”.
Se ha reprochado a esta concepción comunicacional y procedimental de la
democracia el hecho de que borra la dimensión conflictiva del debate
democrático y de hacer abstracción de las contradicciones sociales.
Igualmente, se le ha objetado
a Habermas el costo racional y ético de su concepto de acción comunicativa:
¿son razonables los hombres y están bien predispuestos? Es interesante notar
que pueden hacerse otros modelos de la comunicación, que descansan sobre
hipótesis alternas. Así, en el horizonte del pensamiento cognitivista, Pierre
Livet (La Communautévirtuelle, Éditions de l’Éclat, 1994, dice (p. 207):
“El colectivo es virtual: no existe más que a los ojos de un observador
exterior. Por esto, la constitución ontológica de la sociedad se reabsorbe en
la constitución epistemológica de las ciencias sociales”. Livet propone un
modelo de la comunicación partiendo de la formación de la comunidad, no como
realización de una aptitud racional y de una disposición de los individuos a
asociarse, sino como “un remedio a los fallos de nuestro conocimiento y de
nuestras coordinaciones”. La comunicación que se hace, precisamente, mediante
las prácticas, debe pensarse como un efecto, no como una intención. Podemos preguntarnos
si este modelo de la comunicación no sería compatible con el concepto de la
comunidad elaborado por Spinoza.
25-12-15
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