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sábado, 26 de diciembre de 2015

Sobre la Asamblea (I) @silvamichelena


Por Hector Silva Michelena


Después del terremoto electoral del 6-D, que rajó el piso del oficialismo, ha habido reacciones variadas: unas, relativas a lo que puede hacer la nueva AN por el rescate de la democracia; otras, las menos, son un amargo y vengativo resuello de coloso herido. Yo iré al asunto, pero con otra mirada: ahondaré en los orígenes y evolución de lo que significa la Asamblea para la democracia, la comunidad y el pueblo. Veamos.


Uno de los sentidos de la palabra démos es el de asamblea. Si, en Homero, el pueblo es en primer lugar el laos, es decir, el pueblo en armas; en la Grecia clásica es, sobre todo, el pueblo reunido en asamblea, el demos. Es así como podemos comprender la extraña frase de Aristóteles según la cual: “En algunas constituciones no se da cabida al pueblo; en lugar de una asamblea pública existe un senado, donde las funciones de los jueces se atribuyen a cuerpos especiales”. No existe la costumbre te tener una asamblea. Así también define Rousseau el efecto del contrato social: “Este acto de asociación convierte al instante la persona particular de cada contratante, en un cuerpo normal y colectivo, compuesto de tantos miembros como votos tiene la asamblea y, para él. En una ciudad bien gobernada todos concurren a las asambleas; bajo un mal gobernio nadie da un paso para concurrir a ellas, ni se interesa por lo que allí se hace, puesto que se prevé que la voluntad general no dominará y que al fin los cuidados domésticos lo absorberán todo”.

La asamblea es constitutiva de la democracia: 1) porque es el lugar en el cual la unidad del pueblo es producida (Rousseau), porque es la soberanía de la asamblea (Aristóteles y Rousseau) la que constituye el poder democrático, 3) porque es como miembro de la asamblea que el ciudadano ejerce la soberanía, 4) porque la asamblea es el lugar privilegiado del debate democrático (Tucídides).

Los críticos de la democracia convergen en la puesta en cuestión de este modelo de asamblea al caracterizarlo tanto como unidad “inorgánica”, revelador de un atomismo social (Hegel), como denunciado por sus implicaciones, en particular por la abolición de la autonomía individual (Montesquieu) y, con él, todo el pensamiento liberal. A este respecto, Rousseau ocupa una posición muy singular: él afirma que la soberanía no puede ser sino la del pueblo reunido en asamblea, y concibe simultáneamente que los ciudadanos, una vez suficientemente informados, no deberían, ya reunidos en asamblea, tener más comunicación (El contrato social, libro II, cap. III).

Así, en la asamblea, se encuentra condensada, de alguna manera, lo que la democracia puede tener de problemático. El agrupamiento supone la multiplicidad previa de aquellos que vienen a ejercer su derecho político de proponer, opinar, elegir. Implica la producción de su unidad: voluntad, decisiones comunes. ¿Bajo qué condiciones es posible esta transmutación de lo múltiple en lo único? Esta cuestión decisiva implica una cuestión procedimental para toda reflexión sobre la democracia, que cruza necesariamente dos modelos de decisión: como confrontación de voluntades y como proceso racional. Toma de la palabra, discusión, proposición de leyes, voto, promulgación: es el lenguaje de la deliberación el que estructura, de cabo a rabo, el ejercicio de la democracia.

En el marco moderno, el pensamiento democrático tropieza, o choca, con los Estados-nación, con la imposibilidad de una asamblea de todo el pueblo como una dificultad central. A decir verdad, esta dificultad es la expresión de una más general que da contenido a la idea democrática de ciudadanía magistratura. Tres vías parecen, entonces, abrirse: la del voto como asamblea en las urnas (esta sería la democracia referendaria); la de la representación como modo de constitución de una asamblea de segundo grado (esta sería la democracia parlamentaria), y, en fin, la de una distribución del poder y competencias, y sus lugares geográficos: es la idea directriz de las comunas, consejos, soviets (Marx, Arendt). Esta sería la democracia directa. Podríamos ver en estas vías el principio de una tipología del pensamiento democrático de la época moderna.

Si la problemática de la asamblea parece estar menos presente en la reflexión contemporánea, esto no es signo de su desaparición, sino de su desplazamiento: mas la reencontramos enteramente en la cuestión de la deliberación. Carl Sacmitt (Parlamentarismo y democracia) manifiesta, a contrario, lo que hay de decisivo en esta lazo mediante su pretensión, muy suya, de oponer deliberación y democracia. Jürgen Habermas es, sin dudas, quien se ha dedicado de la manera más sistemática y frontal a pensar la problemática de la deliberación democrática (donde la asamblea es, de alguna manera, el lugar de focalización), bajo el sentido de los vocablos de actuar comunicacional y de teoría de la discusión. La participación política en la democracia pasa, según él, por “la institucionalización jurídica de una formación pública de la opinión y de la voluntad” (Derecho y democracia, p. 169). Esta constitucionalización implica “formas de comunicación” que hacen valer “el principio de discusión”. Este principio reviste una triple significación: de cognición (hacer aparecer, por la confrontación, opciones racionales), de legitimación (permitir la realización de elecciones democráticamente elaboradas), de producción del consentimiento (como efecto de convicciones comunes). Es la formación de un “espacio público como estructura de comunicación” de lo que dependería, entonces, la deliberación democrática (ibid. p- 387). Habermas describe este espacio público como “una red que permite comunicar los contenidos y las tomas de posición y, por lo tanto, de las opiniones”; “los flujos de comunicación son allí filtrados y sintetizados de manera que se condensan en opinión pública”. Se ha reprochado a esta concepción comunicacional y procedimental de la democracia el hecho de que borra la dimensión conflictiva del debate democrático y de hacer abstracción de las contradicciones sociales.

Igualmente, se le ha objetado a Habermas el costo racional y ético de su concepto de acción comunicativa: ¿son razonables los hombres y están bien predispuestos? Es interesante notar que pueden hacerse otros modelos de la comunicación, que descansan sobre hipótesis alternas. Así, en el horizonte del pensamiento cognitivista, Pierre Livet (La Communautévirtuelle, Éditions de l’Éclat, 1994, dice (p. 207): “El colectivo es virtual: no existe más que a los ojos de un observador exterior. Por esto, la constitución ontológica de la sociedad se reabsorbe en la constitución epistemológica de las ciencias sociales”. Livet propone un modelo de la comunicación partiendo de la formación de la comunidad, no como realización de una aptitud racional y de una disposición de los individuos a asociarse, sino como “un remedio a los fallos de nuestro conocimiento y de nuestras coordinaciones”. La comunicación que se hace, precisamente, mediante las prácticas, debe pensarse como un efecto, no como una intención. Podemos preguntarnos si este modelo de la comunicación no sería compatible con el concepto de la comunidad elaborado por Spinoza.

25-12-15




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