Fernando Mires 21 de diciembre de 2015
@FernandoMiresOl
No
vamos a insistir demasiado en lo que ya se sabía: que las elecciones del 20D
consagrarían en España el fin de la vertebración bi-partidista.
Es
cierto que los dos partidos del bloque histórico post-franquista, PP y PSOE,
conservan -sumando la cantidad de escaños que obtuvieron en conjunto- la
mayoría absoluta (123 y 90 respectivamente). Pero aún en el caso de que ambos
decidieran armar un compromiso histórico a la española –lo que en el papel se
ve fácil pero en la realidad muy difícil- abrirían un enorme espacio para el
crecimiento de los de por sí no muy pequeños “partidos emergentes” los que han
dejado hace rato de ser emergentes. Hay que repetir entonces la ya manida
frase: los nuevos partidos, Podemos y Ciudadanos llegaron para quedarse.
Realicen
o no PP y PSOE un pacto de gobierno, este aparecerá siempre como lo que será:
una simple unión en defensa de un pasado que al ser pasado ya no existe. Bien
para los conservadores, mal para los socialistas quienes perderían así el
último gramo de identidad que les resta: el de ser “la izquierda” frente a “la
derecha”. Desde ahora en adelante, si PSOE no decide unir su mala suerte con el
PP, deberá compartir el lugar tradicional de la izquierda con Podemos. Les
guste o no. Lo más seguro es que no les guste.
En
términos generales, si dejamos al lado cifras nominales, el resultado de las
elecciones muestra a tres grandes perdedores -PP, PSOE y Ciudadanos – y un solo
gran ganador, Podemos.
Que el
PP ganaría perdiendo su mayoría absoluta, ya se sabía. Lo que no se sabía era
la dimensión de la pérdida. Y bien, esa dimensión fue enorme.
Se
dirá que la gran cantidad de votos perdidos es el precio que tuvo que pagar
Rajoy al implementar su economía de rescate, imposible de realizar sin llevar a
cabo los llamados recortes sociales. Esa es una verdad. Pero también es verdad
que Rajoy, para realizar sus reformas, eligió abandonar el primado de la
política convirtiendo a su gobierno en una simple oficina de administración
financiera.
En
aras de la economía, Rajoy se ha desvinculado de todos los temas gravitantes que
acosan a España y Europa. Así, ha dejado de ofrecer lo que todo gobernante debe
ofrecer a su país: liderazgo. O dicho en otra fórmula: Rajoy obtuvo una muy
relativa mayoría pero al precio de perder la hegemonía política sobre el
conjunto de la nación.
El
segundo gran derrotado fue evidentemente el PSOE. Es cierto que la proyección
de Pedro Sánchez, un político de confección, hecho a la medida para el momento,
pero sin dotes de liderazgo y conducción estratégica, logró detener en parte la
debacle electoral transformándola en una simple derrota. Pero también es cierto
que el PSOE, después de las elecciones, es un partido que ha quedado muy mal
posicionado. Expliquemos:
De
todos los partidos el PSOE aparece como el más indicado para formar parte de un
futuro gobierno, ya sea en relación subordinada al PP, ya sea ocupando un
aparente lugar de comando en alianza con Podemos. Eso significa que mires hacia
donde mires no podrá haber futuro gobierno sin la participación del PSOE. Pero
a la vez, mires hacia donde mires, cualquiera de esas dos alternativas trae
consigo la posibilidad de un fraccionamiento interno del PSOE.
Si el
PSOE une su destino con el PP la rebelión de sus bases de izquierda ya es cosa
programada. Si une su destino a Podemos, perderá gran parte de su mejor
capital, el centro político. ¿Imagina alguien a Felipe González y a Pablo
Iglesias formando parte de una misma coalición? Más fácil sería unir al agua
con el aceite.
Tanto
o más grave es la situación para el PSOE si se considera que el único árbol en
donde podía afirmarse, el emergente Ciudadanos, es el tercer perdedor de la
jornada. La alianza PSOE- Ciudadanos aparecía como una combinación ideal para
un eventual gobierno siempre y cuando Ciudadanos lograra mantener el caudal de
votos que tres semanas antes de las elecciones parecía disfrutar según todas
las encuestas.
¿Qué
pasó con Ciudadanos? Algo muy simple: fue bloqueado por una confabulación de
los tres partidos restantes.
En
efecto, los tres partidos restantes del cuadrilátero estaban interesados en
mantener el dualismo izquierda- derecha del cual son tributarios. En ese
sentido Ciudadanos rompía los esquemas, desarticulaba los alineamientos y
quitaba votos a los otros tres partidos. El PP lo veía como competidor en el
espacio de la derecha. El PS perdía votos centristas que emigraban a Ciudadanos
y Podemos estaba interesado en recomponer el orden ideológico
(izquierda-derecha) de la Guerra Fría, único lugar en donde se siente seguro.
En los
debates pre-electorales fue notorio que había un acuerdo tácito (y quizás no
tan tácito) entre PSOE y Podemos para arrinconar a Ciudadanos hacia la derecha
a fin de hacerlo aparecer como un PP más chico. No bastó la reacción de Albert
Rivera al proclamar, tres días ante de las elecciones, que no apoyaría al PP en
la configuración de un nuevo gobierno. Palabras tardías. Los votantes más
conservadores de Ciudadanos volvieron al redil del PP y Ciudadanos no tuvo el
tiempo necesario para recuperar los votos centristas e incluso los
izquierdistas perdidos frente a sus otros dos contrincantes.
En
todo caso Ciudadanos mantiene su identidad de partido no alineado, identidad
que puede ser muy útil si se da el caso de que las elecciones deban ser
repetidas al no producirse ningún acuerdo. Pero eso es en este momento una
simple especulación.
El
único ganador ha sido, en consecuencias, Podemos. No obstante, las razones que
explican su gran votación (69 escaños) hay que ponerlas en el inventario no
tanto de su proyecto histórico (que no tiene) sino en el de la ausencia de
alternativas políticas mostradas por sus contrincantes principales, sobre todo
el PSOE.
Por
una parte Podemos fue el partido que con su ataque continuo a toda la clase
política (“la casta”) capitalizó mejor que otros la difusa idea de un “cambio”.
Muchos votos que recibió Podemos fueron productos del desencanto español frente
a la corrupción y burocratización manifiesta de los partidos de la era
bi-partidista. Algo así como el deseo de “que se vayan todos”, tan popular una
vez en Argentina.
Por
otra parte Podemos logró insertarse entre “las masas post-industriales”
(Touraine) de trabajadores sin puesto fijo, trashumantes sociales,
desarraigados de la pos-modernidad, en fin, de los “indignados” sin partido.
Ese mismo espacio que en Francia ha sido cubierto por el neo-fascismo del
Frente Nacional se encontraba en España a libre disposición de Podemos. Pero
solo en parte. Estamos hablando de un electorado volátil, sin pertenencias
políticas estables, susceptible de ser movilizado desde uno hacia otro extremo.
Sin
embargo, la razón principal del ascenso de Podemos hay que encontrarla en la
increíble audacia y demagogia de su líder Pablo Iglesias. Situado Podemos hasta
hace algunas semanas muy por debajo de los otros tres partidos, Iglesias
realizó una movida desde el punto de vista electorero, hábil, pero desde el
punto de vista político, muy peligrosa: concertó un pacto con los
independentismos e incluso con los secesionistas catalanes de izquierda. Así llegó
a convertirse, sobre todo con su apoyo a un plebiscito en Cataluña, en el
candidato español de la no-España. Después de haberse presentado como el
candidato de la anti-política, en las elecciones del 20 D emergió de pronto
como el candidato de la disociación nacional. El representante más genuino de
una España invertebrada.
“España
invertebrada” es, como es sabido, el título de un clásico de José Ortega y
Gasset. En ese libro, el filósofo, con agudeza insospechada de sociólogo, nos
hablaba de los dos grandes peligros que se avecinaban sobre la España de
pre-guerra. Uno era el separatismo regional, representado tanto ayer como hoy
por los movimientos independentistas. El otro era el separatismo social,
representado por los comunistas y socialistas de su tiempo. Hoy ambos peligros
aparecen de nuevo, pero esta vez ocultos en el ropaje libertario y en las
cabelleras despeinadas de los podemistas.
Quizás
más temprano que tarde, PP, PSOE y Ciudadanos, se verán obligados a formar un
dique de contención frente al peligro de la doble disociación representada
potencialmente por Podemos. Por cierto, no estamos hablando de la política de
mañana. Pero sí, tal vez, de la de pasado mañana.
Ortega
y Gasset, el gran filósofo de la palabra galana, es hoy más actual que nunca.
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