Fernando
Mires 19 de diciembre de 2015
Un
suspiro de alivio emitido al unísono por todos los demócratas de Europa fue
sentido a lo largo y ancho del continente al ser dados a conocer los primeros
resultados de la segunda vuelta de las elecciones regionales de Francia. La
derecha republicana y los socialistas cerraron el paso, otra vez, al Frente
Nacional.
Vale
la pena remarcar ese “otra vez”. Quien
sabe si por descuido o ignorancia la mayoría de los comentaristas olvidó
mencionar que ese día 13 de Diciembre de 2015 había ocurrido no una repetición
(la historia no se repite) pero sí una reiteración histórica.
El 21
de Abril de 2002, efectivamente, todos los partidos democráticos se unieron por
primera vez en su historia para impedir que Le Pen, no Marine, sino su padre
Jean-Marie, se hiciera del poder. Jacques Chirac fue elegido presidente gracias
al desafío de Le Pen y al apoyo de los socialistas.
Quien
fuera ministro de Chirac, el ex presidente de la república Nicolás Sarkozy,
aprendió la lección. La segunda vuelta de las regionales consagró a su partido
como el dique destinado a frenar el avance del Frente Nacional. En cierto
sentido las regionales del 13-D fueron un ensayo general de cara a las
elecciones presidenciales que tendrán lugar en el 2017.
Si en
la primera vuelta vuelve a ganar la Le Pen, lo más probable es que en la
segunda Sarkozy será elegido presidente.
Es su cálculo. Siempre y cuando, por
supuesto, Marine no logre batir su propio record, el de esos 6,8 millones de
votos que consagraron al Frente Nacional como el partido más votado de Francia.
Todo
es posible. Marine, política sagaz, ha logrado sacarse de encima la imagen
plebeya que enorgullecía a su padre integrando en su partido a los sectores más
conservadores, pero sin perder el voto
popular que una vez apoyó a Jean Marie. Aunque esta vez no se trata de
trabajadores arrojados a la intemperie después del colapso del Partido
Comunista, sino de una masa social post-industrial que ni siquiera cuenta con
posibilidades de articularse en forma clasista, como logró captar Alain
Touraine al comentar la pérdida del que fuera uno de los bastiones imbatibles
de la izquierda: Marsella.
En
cierto sentido, Marine, junto a su carismática sobrina, Marion Maréchal, de
apenas 26 años de edad, ha logrado establecer una alianza entre aristócratas de
la extrema derecha con la “chusma” post-industrial. De acuerdo a Hannah Arendt
esa alianza constituye el núcleo de todo fascismo. Neo o post- fascismo, no
importa. Es fascismo en sus nítidas expresiones: aversión a los extranjeros,
odio a la clase política, oposición a la Europa unida y, no por último, un
rechazo apenas encubierto a la
democracia como forma de convivencia ciudadana.
Afortunadamente
en Francia hay segundas vueltas electorales. Gracias a esa posibilidad las
fuerzas políticas reconocen afinidades y antagonismos. Cuando hay solo una vuelta
pueden ser formadas coaliciones entre partidos, es cierto, pero estas ocurren a espaldas del pueblo
elector. En Alemania se dice, con cierta razón, “cuando yo voto, nadie sabe
donde va a parar mi voto”.
En el
caso de una segunda vuelta no solo los partidos son reactivados en busca de un
nuevo posicionamiento. También lo son los electores. Así, en Francia, los
indecisos y abstencionistas tienen la oportunidad de reconocer el antagonismo
principal. Ese enemigo común es desde hace ya muchos años el Frente Nacional.
“Fue
una victoria pírrica", dijo el politólogo Jean Ives Camus. “Los electores
votaron en contra de alguien pero no a favor de algo”. Creo que en ese punto el
politólogo se equivoca. No hay nada más político que ese momento en el cual los
electores reconocen un enemigo común. Es
cierto que ellos no votaron por un programa. Pero sí lo hicieron a favor de
algo que está más allá de cualquier programa.
En
primer lugar los ciudadanos votaron por los valores que ha hecho suyos Francia
desde los tiempos de la revolución. Votaron por una república democrática, por
un ideal de sociedad sin exclusiones sociales ni raciales, y no por último, por
esos derechos humanos que no son solo para los franceses sino para todos los
habitantes de la nación.
En
segundo lugar votaron por la integridad de Europa. Efectivamente, para nadie es
un misterio que la familia Le Pen está en contra de la Unidad Europea. ¿Qué
sería de esa unidad sin Francia? Aún peor: una Francia lepenista podría
convertirse en la vanguardia de los ultranacionalismos europeos, hoy
desarticulados entre sí.
Que
los ultranacionalismos gobiernen en Polonia y Hungría no afecta a la integridad
continental. Pero si ocurre en Francia, habría que despedirse, quizás por mucho
tiempo, del ideal de una Europa unida.
Hay un
tercer punto que debe haber preocupado a los electores más informados. Marine
Le Pen no oculta sus simpatías por la Rusia de Putin. Un mayor acercamiento
entre Rusia y Francia podría llevar a
Europa a dividirse en dos fracciones: una pro-Putin liderada por Le Pen, y
otra, que si bien está de acuerdo en el diálogo con Putin, no está dispuesta a
hacer concesiones al expansionismo territorial ruso. Como es sabido, esta
segunda fracción es liderada actualmente por Merkel. En ese sentido, un triunfo
de Marine Le Pen significaría una derrota para todo el occidente político.
Interesante
es destacar, por último, que el gran ganador de la jornada electoral de
Diciembre fue un perdedor. No nos referimos esta vez al Frente Nacional. Nos
referimos a los socialistas.
Con
una generosidad digna de ser imitada (no solo en Europa) los socialistas
sacrificaron sus propias pretensiones en dos regiones apoyando a sus rivales,
los republicanos de Sarkozy. Mostraron así una clarividencia extraña en los
políticos europeos. Entendieron que esta vez no se trataba de una lucha en el
espacio político, sino por el espacio político.
Francia
mantiene una deuda con sus socialistas. Han llegado a ser los verdaderos
nacionalistas del país.
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