Por Hernán Carrera
Dos discursos, dos festejos,
dos formas de ser pueblo, dos –o quizá tres– estéticas estuvieron casi que
frente a frente por primera vez en muchos años. Lo más interesante del 5E no
ocurrió en el Hemiciclo, sino fuera, en las calles
En las escaleras de la Plaza
de los Pueblos y los Saberes no cabe, a las 10 de la mañana de este martes 5 de
enero, un alma más, una aguja tampoco. Al fondo, desde las columnas de la
portentosa Torre Ministerial, se deja ver la imagen de Hugo Chávez en par de
gigantografías. Adelante, en primera fila de la barrera humana, un hombre de no
corta edad blande un cartel que caricaturiza de rey desnudo al presidente Nicolás
Maduro.
Se le ve al hombre feliz,
divertido de su propia travesura, aunque posiblemente no sepa del todo bien –ni
él ni ninguno de los presentes– dónde en verdad se encuentra, ni conozca el
nombre de la torre, ni tenga idea de la cantidad de entes gubernamentales que
aloja, o que a su elevado atrio se le dio esa un tanto forzada condición de
plaza y el sonoro nombre para marcar el cariz de las actividades –actos,
exposiciones– que allí se querían realizar, o de las musicales bullarangas que
de hecho se hacen.
Al otro lado de la calle, no
menos feliz, un joven ondea la bandera amarilla de Primero Justicia. Está
encaramado, de pie, sobre una caseta metálica en la que alguien, por un
costado, ha dejado un mensaje. Reciente, a juzgar por los brillos del spray:
“No se equivoquen: esto es territorio chavista”.
El joven, si lo ha visto, no
se da por enterado. Tampoco la veintena de jovencísimos chicos que baten
banderas celestes, las de Vente Venezuela, el movimiento de María Corina
Machado. Ni los muchos que van de naranja, el color del partido de Leopoldo
López. Ni los cientos que visten de impecable blanco para manifestarse adecos.
Es la esquina de El Chorro,
avenida Universidad, viejo casco de Caracas, y la muchedumbre que se apretuja
hasta La Hoyada y se desparrama aún dos cuadras más, parece no enterarse del
amenazante mensaje o da por sentado que el equivocado fue quien lo escribió: el
ambiente es de fiesta.
Tres cuadras más hacia el
oeste, los 112 diputados electos de la oposición pugnan por entrar a la sede de
la Asamblea Nacional y aposentarse de la aplastante mayoría alcanzada el 6D,
que les otorga el control absoluto del Poder Legislativo en Venezuela. Por
primera vez en 17 años.
***
La tarde anterior, la del
lunes 4, en las redacciones de muchos medios de comunicación se abrían los
estantes del fondo para sacar los pertrechos del caso. Pertrechos: cascos,
máscaras antigas, chalecos antibala. Artilugios o artefactos que desvirtúan y
hasta imposibilitan el periodismo al transformarlo en otra cosa, en periodismo
de guerra, en periodismo de miedo, pero por los que no es posible reclamar nada
a quien los use: pertrechos concebidos para salvar vidas.
A las 8:30 de la noche, en
alocución televisiva, el Presidente daba un mensaje tranquilizador: el ministro
del Interior se encontraba reunido con una comisión de las fuerzas opositoras;
se garantizaba el derecho de manifestación, sin distingos de bando, para
acompañar la toma de posesión de los diputados el martes 5; se establecerían
vigilancia extrema y todas las medidas de seguridad.
Pero nadie quiso confiarse.
A las 5:30 de la mañana del
martes, cuando Dionisia Contreras, 72 años, metro cincuenta de estatura, quiso
como todos los días del mundo ir a su trabajo –un quiosco de chucherías–, se encontró
con lo mismo que poco más tarde verían los periodistas: en un perímetro de 20
cuadras, había barreras metálicas y cordones policiales o militares en cada
bocacalle. Hacia La Hoyada había tres puntos de acceso. Hacia el Capitolio,
sólo uno, fuertemente restringido.
Los chalecos y las máscaras y
los cascos serían fardo pesado.
***
Entre las tres mil a cinco mil
personas que se concentran en los alrededores de La Hoyada en la mañana de este
martes 5, predominan ampliamente los rostros jóvenes. Muy jóvenes para haber
estado allí la última vez que la oposición hizo presencia masiva por estos
lados: hace casi 14 años. Para ser precisos, el 11 de abril de 2002, minutos
antes de que francotiradores decretaran la matanza indistinta de opositores y
chavistas y el país todo se fuera por el despeñadero del golpe de Estado.
Pero además, Caracas es ciudad compartimentada, de guetos mentales; impuestos unos, autoerigidos otros. Es muy probable que, entre los miles de asistentes, sólo muy pocos, los mayores, tengan representación del mapa que los circunda. Menos aún, de lo que en estos momentos hay alrededor, apenas unas pocas cuadras más allá.
***
El ambiente, ya se dijo, es de
fiesta. La gente habla, ríe, lanza consignas y sarcasmos y vaticinios de
inminente fin del “rrrrégimen”. El bullicio es infinito.
—¡Ya sacamos a Diosdado, ahora
vamos por Maduro! —grita una y otra vez, en coro, una veintena de muchachos que
agita horizontalmente una gran bandera nacional.
Por el lado, serios, pasa una
pequeña bandada de muchachos aún más jóvenes: al centro del pecho, en las
franelas estampadas, las dos manitas blancas. Ni necesidad tienen de
gritar consignas.
En derredor, de a dos u ocho o
diez, abundan en conversa los entusiastas y espontáneos: veinteañeros de
amplios bíceps en franela vieja y recortada, señores de bermudas y camisa
deportiva meticulosamente planchada, mujeres con aire bravío que no oculta el
esmero ni el buen gusto en la combinación de ropas y guindalejos, chicas
simplemente lindas sin adorno, varones de buen porte.
A los militantes partidistas
se les reconoce por la colorida vestimenta y por su condición grupal y
uniformada: hablan o se mueven en bloque. A los líderes o dirigentes se les
detecta porque están indefectiblemente al centro del grupo y miran directamente
a los ojos de los periodistas y camarógrafos que pululan por la zona.
A uno de estos últimos, sin
embargo, pocos son los que lo miran: más bien procuran todos no verlo. Avanza
tranquilamente, quizá tímidamente, mientras esgrime en mano un micrófono que lo
identifica como miembro del Sistema Bolivariano de Comunicación e Información
(SIBCI), que agrupa a los medios del Estado.
El joven periodista se detiene
a pocos pasos de una señora de mediana edad, impecable en su vestimenta deportiva,
que vocifera como nadie contra chavismo y gobierno. Se le acerca y le pregunta:
“¿Y qué le pediría usted, señora, a la nueva Asamblea Nacional?”. La señora se
desconcierta, se lo piensa un segundo, ve el micrófono del SIBCI y la
videocámara encendida y suelta:
—Que despolitice la seguridad
social, que las misiones sean para todos. –Y con unos decibeles más, añade–
¡Que le apliquen ley de vagos y maleantes a los que están desmantelando ahorita
mismo la Asamblea!
El joven periodista no se
arredra, se le acerca todavía más y algo le dice o pregunta que ya no se oye.
—Es verdad, mi amor, ven, dame
un abrazo.
Y en la cámara del SIBCI queda
registrado el abrazo y el beso que se dan el periodista e Irma Mendoza, dama de
Portuguesa, activista de derechos humanos.
***
Temprano, desde tan temprano
como saliera de su casa Dionisia Contreras, el mapa que circunda las veinte
cuadras del perímetro de seguridad empieza a teñirse también de color, aunque
allí de sólo uno.
Por la avenida San Martín, por
ejemplo, son motitas rojas que caminan dispersas, aisladas, afanosas muchas:
apuradas. En la plaza de El Silencio son ya cerca de un centenar, agrupadas; en
la avenida Barlat, varios cientos, cada una de su cuenta.
A las nueve de la mañana el
viejo casco histórico parece, del lado afuera del perímetro, un sábado
cualquiera –tanta así la muchedumbre en plan de sólo rondar por ahí–, pero en
la Plaza Bolívar, sitio de concentración del chavismo, no hay todavía un millar
de camisetas rojas.
Un poco después, o ya llegando
el mediodía, la cuenta ha sumado y multiplicado: la Plaza Bolívar es un mar
unicolor y purpurado, por la avenida Urdaneta se desborda otro desde Miraflores
hasta bastante más allá del Banco Central, y por todas las transversales se hace
difícil incluso caminar.
La inmensa mayoría de los
comercios están cerrados, y en los pocos abiertos es tanto el bululú por pescar
una empanada, que el hambre se persigna y resigna. Se aguanta, pero no deja de
percibir –y envidiar– los pequeños grupos que por aquí y por allá dejan ver el
común denominador de una bandejita de aluminio o plástico translúcido en una
mano y un jugo o refresco en la otra. O de una bolsita plástica con sanguchito
adentro. Los ojos buscan afanosamente dónde adquirir el preciado botín, pero no
lo hay, no. Hay quien lo distribuye. Por lista. Y se entiende entonces a qué se
refiere cierto chavismo de base, ese al que llaman “arrecho”, cuando afirma y
protesta que partido y Estado han devenido en una sola y misma cosa; incapaz,
por demás, de hacer nada sin la debida “logística”.
A los “logistizados” se les
reconoce, adicionalmente, por la uniformidad de las camisetas. Que en algunos
casos son chaquetas: vistosas, rojas, negras, tricolores. Siempre con el
estampado del ente público tal, la empresa socialista cual.
Pero no hace falta mentir: así
hayan llegado tarde, en horario de oficina, no son mayoría. Lo que predomina, y
en sobreabundancia, es gente de pueblo, franelas lavadas y vueltas a la var y
ya desteñidas. No el mismo, pero tan pueblo como aquel otro que está allá, en
La Hoyada, y viceversa. Al menos si por pueblo se entiende,
constitucionalmente, a los habitantes del país.
De ambos lados, consignas. De
ambos lados, colores que definen y marcan. De ambos lados, gritos, reclamos, certidumbres
sin discusión, improperios jocosos y no tanto. De ambos lados, increíblemente,
risas, música, jolgorio. Nada es igual pero todo es igual.
El ojo, puesto a jugar aquí
como órgano de degustación, una vez más, como ya de tanto, se queda sin hallar
mayor diferencia que la de la estética. Claro, entiéndase que no es cosmética,
no son afeites, maquillajes: estética, con todas sus ocho densas y muy
filosóficas letras.
A un costado de Santa Capilla,
frente al Banco Central, a Andrés Eloy Blanco le robaron hace tiempo su plaza.
Al poeta cumanés, célebre por su prestancia para el humor, le habría hecho
gracia la cosa: de ese espacio simplemente se apropió, física y simbólicamente,
toponímicamente también tras su muerte, Lina Ron. Ahí, decían y dicen, se
reunían los círculos bolivarianos y, dicen, lo hacen ahora sus
sucedáneos, los colectivos, figura amorfa e indefinible en la que cabe de
todo, pero quizá principalmente el ejercicio de la función de “coco”, de
godzilla, frente al otro bando. Ahí mejor ni asomarse, dicen desde mucho en esa
otra Caracas que por estos lados no asoma.
Junto a la escalera que baja a
la Plaza Lina Ron está parado el diablo. O por lo menos un diablo.
Con sus debidos cachos, con tez de arcilla, pero también y extrañamente con
sotana de monseñor –de la que cuelgan fajos de billetes– y un inmenso crucifijo
y un cartel que proclama su satisfacción: “Me siento representado por mis
demonios de la AN”, dice. Uno tras otro, niños, mujeres, hombres, se toman
fotos con él. Pura risa.
Abajo, en la plaza, hay un
parquecito infantil. En los costados y debajo de los árboles, en toda
superficie horizontal algo o mucho elevada sobre el piso y con un pellizco de
sombra tan siquiera, se sientan decenas y decenas de aquellos a quienes la
corrección política manda llamar “adultos mayores”, o sea viejos. Habrá entre
todas las edades unas quinientas personas, en grupos grandes –los que
logísticamente matan el hambre– o pequeños, de sólo charla.
El grupo más llamativo es de
siete: dos hombres, cuatro féminas. Todos con botas militares, todos en
chaqueta de camuflaje. Uno de los hombres lleva atada en la cabeza una suerte
de pañoleta verde-oliva. De lejos, con el perdón de las ideologías, se asemeja
a Rambo: tiene, sí, ese no-sé-qué, esa fílmica pose, esa estudiada capacidad de
infundir temor. Las chicas son otra cosa: con el perdón de los machismos, les
sientan muy bien sus botas viejas y pulidas, sus jeans gastados y ceñidos, sus
chaquetones amplios, los lentes oscuros, el desgarbo bien llevado, la boina
negra que porta esa, la de la cabellera hermosa y desrulada. La bandera
roji-negra dice Movimiento Bolivariano Revolucionario. Sin el “200”, porque ese
era el de Chávez.
Se les ve muy serios. Tan
decididamente serios que frenan el deseo de abordarlos.
De vuelta en la Plaza Bolívar,
el entendimiento de que, pues sí, a veces resulta mejor frenarse. En la calzada
norte, la de los predicadores, un hombre se detiene, teléfono en mano. Es un
celular de los viejos: nada de iPhone ni de Vergatario-Android siquiera. La luz
del sol no le deja ver la pantallita, y el tipo está ahí parado, el aparato a
la altura de su cara, tratando de mirar.
No se da cuenta de que apunta,
directo, a dos hombres que están más allá, recostados de una pared. Dos hombres
con chaleco antibala. De civil, pero chalecos de Policaracas. Uno de ellos,
ancho como el ajeno mundo y macizo como los escaparates que ya más nunca se
hicieron, rápido como un lince, salta y grita y manotea:
—¿Qué te pasa a ti, vale? ¿Tú
estás loco?
De la nada surgen seis u ocho
hombres más. O seis hombres y dos mujeres. No son aquellos de la placita de
Lina. La vestimenta es similar –botas militares, jeans, chaquetas de
camuflaje–, pero en lugar de fashion view lo que se produce es
profesionalismo puro: una maniobra envolvente y rápida, certera, inescapable y
a la vez de absoluta discreción: nadie alrededor se percata. El tipo del
celular no atina sino a mostrar, mudo, que no tiene cámara.
Lo dejan ir.
En los chaquetones, a la
altura del corazón, se lee: “Colectivo La Pulga”. Al decir de google, un grupo
o lo que fuere que se define como “colectivo social y político del estado
Vargas, ¡en defensa de la patria!” y que por logo esgrime el dibujo de una
pulga con boína roja y kalashnikov al hombro.
***
No ha pasado nada.
En la esquina del teatro
Principal, diez metros más allá, sí se ha formado una tángana, pero de golpes
de tambor: los cueros retumban y un remolino de gente baila feliz. No es como
en la tarima de la avenida Urdaneta, donde toda música es patria o muerte: aquí
es ritmo y cadera, sensualidad y bonche limpio.
Al centro de la plaza, junto a
la estatua de Bolívar, el apretujamiento de franelas y banderas rojas es
impenetrable. Ahí nadie baila, sonrisas no se ven: allí está la convicción, la militancia
de fila cerrada, cerca de quinientos pesuvistas y comunistas y tupamaros y
polos-patrioticos que siguen, como hipnotizados, en pantalla de televisión y
por los gigantescos altoparlantes, el hecho que supuestamente a todo mundo
congrega hoy y al que nadie más le para: la instalación de la nueva Asamblea
Nacional. Oyen a Ramos Allup en silencio, algunas pocas pifias apenas. Oyen a
Héctor Rodríguez e igual pero inversa: silencio y algunos pocos aplausos.
¿No ha pasado nada?
***
En la esquina de Pajaritos,
único punto establecido para dar paso hacia el Parlamento –para dar paso a los
debidamente acreditados, se entiende–, quedan ya pocos periodistas. Un
fotógrafo comenta que poco antes fue tanta la aglomeración, que no pudo casi aprovechar
“el momento cúspide de la jornada”: la alfombra roja, dice y la bautiza y
se lamenta.
No, no hubo nunca tal
alfombra, ni el supuesto color hace alusión a las particularidades crómaticas
del día. Pero sí: aquello fue momento cúspide.
Nadie logró constancia gráfica
de si era o no su tan afamada cartera Black Caviar Double Flap de
Channel lo que llevaba Cilia Flores este día, pero es también porque, a
despecho de las paridades de género que dictara el CNE, las miradas se
concentraron en otros glamores. Para decirlo en farandulero: fueron los chicos
los que se robaron el show.
Los de Voluntad Popular, los
del encarcelado Leopoldo López, con sus flamantes liqui-liquis, en indiscutido
primer lugar. Pero también los del PSUV, Héctor Rodríguez a la cabeza, de
impecable traje nuevo y corbata en seda roja. Y hasta el siempre desgarbado
Chúo Torrealba se enfundó en terno inglés y se anudó como dios manda la
corbata, en un de tú a tú con Darío Vivas.
¿Para quién se vistieron este
martes 5 los diputados? ¿Para la majestuosidad del acto? ¿Para la prensa “del
corazón”? ¿Para los que por allá andaban de chaqueta vistosa o camisa bien
planchada?
¿Para el pueblo? No, no
pareciera. En las calles, la fiesta es otra. Y sí, las estéticas dicen a veces
cosas muy densas.
***
Las formas de hacer periodismo
también.
Cierto periodista de TV,
figura mediática del oficialismo talibán, se deja ver por ahí, por
Pajaritos, obligado paso opositor, y, más que preguntar, increpa a sus
entrevistados. No parece muy interesado en las respuestas que recibe su
pregunta, que aparentemente es siempre la misma, salvo cuando el interrogado no
consigue dar los nombres de los diputados por los que votó. Algo que, quizá eso
pretende así decir, nunca ha ocurrido ni ocurrirá jamás si se interroga a un
chavista. Este periodista no quiere saber: quiere demostrar,
para comérsela quién sabe ante quién, que el otro es un imbécil.
Cierto periodista de página
web, medio emblemático del antichavismo talibán, se deja ver por allá, del lado
fuera del perímetro, del lado de las motas y el mar rojo, con una franela
estampada que, más que provocación, es para algunos ultraje abierto. Recibe
unas cuantas trompadas. Bochornosas, condenables, repudiables, encarcelables:
cada quien habría de poder vestir y proclamar lo que quiera. Pero vaya: qué
ganas. Este periodista tampoco quiere saber: quiere mostrar, así sea poniéndose
de sparring, que el otro es un bruto.
¿Ha cambiado algo? Quién sabe.
Habría que preguntárselo al otro periodista, el del SIBCI, que quizá todavía
ande por allí, sonriendo y tratando de entender.
***
La sorpresa de este martes 5
es lo que no ocurre: no hay incendio, no hay muertos, no hay heridos, no hay
hecatombe.
Como que, con un poquito de
civilidad y de orden, con una pizquita de legítima fuerza disuasoria también,
como que sí: diríase que los dos países, las dos estéticas, podrían hasta
convivir. Coexistir al menos.
A pesar de una que otra
trompada, claro está. Las mediáticas y las otras, las verbales y no tanto que
ya mismo se empiezan a lanzar los excelentísimos diputados de un bando a otro.
Allí como que mucho no quieren enterarse. Allí como que el país, los dos
toletes que peligrosamente sigue siendo el país, muy mucho y así como demasiado
no interesa.
La fiesta es afuera. ¿Para que
nadie interrumpa?
Que es, valga el colofón y
ahora sí de cierre, lo que no le gusta a Dionisia Contreras, quien, sí, cómo
no, dará su nombre y contará lo que le pasó en la mañana y cuánto le costó abrir
su quiosco de chucherías, pero todavía no. Lo dirá en breve, ya casi por
bajarse del autobús que la lleva por la avenida Lecuna, de vuelta a su casa.
Por los momentos, sólo conversa con su vecina de asiento, una negra alrededor
de los sesenta que le saca medio cuerpo de estatura. O, más que convesar,
comparten lamentos.
—Es que la gente no entiende
que no se trata de Maduro –dice la negra, que resultará llamarse Carmen,
“Carmen y ya”–. Es la soberanía, coño. Ya vas a ver: en unos poquitos años, esa
gente llena los comercios de mercancía. Sí, sí, anda, compra lo que te dé la
gana... Cómo nie, ¿y con qué? En unos años, vas a ver, estamos como Colombia:
pañales pa’ tirá pal techo, pero chupados de contrabando de otro país y a
precio que ni tú ni yo. ¿Y Venezuela? A mí lo que me da dolor es por mis
nietos, que se van a quedar sin patria, nojoda. Y ese poco e’ escuálidos ahí,
haciendo fiesta.
—Nooo, mi amor. A mí –responde
Dionisia– lo que me da dolor es la otra fiesta, la y que nuestra, la
roja-rojita. ¿Qué es eso de hacer fiesta, si nos están dando palo? Nos lo
dieron ya, y no el 6: en todo ese tiempo que no se hizo un carrizo. Y Maduro
ahí, ¿ah?, como muñequito e’ torta. Fiesta para que nadie diga nada. Yo no,
mija, yo soy comunista de toda la vida y comunista me voy a morir. Yo no me
callo la boca. Qué socialismo un carajo, esto no es nada.
En el autobús, aparte del
chofer, hay sólo cuatro pasajeros más. Uno de ellos interviene:
—Señora, pero no se ponga así.
¿Por qué andar siempre buscando un culpable? Mire: el tiempo de Dios es
perfecto y todo está en la Biblia. Lo que hace falta es amor. Amor.
Y por ahí sigue, en
interminable cháchara-sermón. Cuando Dionisia y Carmen se bajan, o huyen, en
San Agustín, dos de los pasajeros se suman entusiastas a la conversa y a la
hermandad en Cristo.
–Sí, sí, ¿qué es uno si no
cree en Dios? Nada. Todo lo que hay que hacer es tener fe, creer en Dios.
El cuarto pasajero llega a
Chacaíto, se baja, arrastra los pies. Ha sido un día de sorpresas: no pasó nada
y pasó tanto.
06-01-16
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