CARLOS PADILLA ESTEBAN 25 de junio de 2016
A
veces me empeño en ser feliz todos los días y a todas horas. No me funciona.
Tal vez porque sólo deseo tocar lo que no tengo. Y caminar por donde no he
elegido caminar. De nuevo mis opciones. Tal vez tengo que cambiar mi forma de
ver las cosas para ser más feliz, más alegre, más puro.
Decía
el padre José Kentenich: “¡Es importante que nosotros, como artistas de
la alegría, maestros y apóstoles de la alegría, aprendamos y enseñemos el
arte de descubrir y de disfrutar de esas pequeñas alegrías!Sí, en este
tiempo tan pobre de alegrías sería una tarea importante: gozar de las ‘gotitas
de miel’, de las pequeñas alegrías donde Dios se nos ofrece. Es el arte de
alegrarse, el arte de educar a los demás en la alegría”[1].
No es
fácil ser un artista de la alegría. No es tan sencillo detenerme a mirar las
alegrías que Dios me regala en lo cotidiano sin destacar las dificultades.
Me
suelo quedar en lo que no supero. En lo que no logro. En lo que no alcanzo. Y paso
por alto tantos detalles de la vida que se me escapan. Una mirada. Una
sonrisa. Una palabra acertada. Un abrazo. Una imagen que lo llena todo. Una
luz. Una sorpresa. Una canción. Un silencio. Una poesía.
Quiero
reírme más. Sonreír más. Una persona le dijo a otra:“Gracias por haberme
sonreído”. Es fácil sonreír. Pero a veces no lo hago.
Quiero
buscar entre las horas de mi vida alegrías pequeñas, de
esas que pasan desapercibidas tantas veces. Cuando no me basta con lo que hay.
Cuando no estoy contento con lo que hago, tal vez cansado y quiero más, o algo
distinto. O lo quiero todo.
Será
cierto entonces que cuanto más tengo más quiero y cuando menos tengo más feliz
soy. No lo sé, no lo entiendo.Busco la felicidad en las grandes metas que
nunca logro. Y desprecio las pequeñas conquistas de mi vida, esas que no
son tan grandilocuentes.
O
cuando las logro, quiero más, algo nuevo, diferente. Porque me siento joven y
veo todo un mundo abierto ante mis ojos.
Quiero
aprender a reírme con las tonterías del camino. Creo que los sabios, y también
los santos, con el paso de los años, se ríen más, son más trasparentes, cosa de
niños.
La
santidad, eso lo sé, tiene mucho que ver con hacerme niño. No consiste en
llegar a ser un hombre duro, fuerte, seguro de mí mismo, capaz de todo. Sino en ser
un niño frágil que dependa sólo de Dios en todo. Un niño que confíe y
vuelva siempre a confiar. Y se abandone. Pierda el miedo.
No
creo hacerlo bien cuando lleno mi vida de exigencias, de pretensiones, y me
canso. Me aferro a mis seguridades. Me enciendo con nuevos sueños y proyectos. Como
queriendo hacer rentable cada una de mis horas. Para rendir algún día cuentas a
ese Dios al que sigo.
No
quiero perderme nada. Quiero llegar a todas mis metas, a todas mis
citas, a todos mis proyectos, dibujando todos mis horizontes en el ancho
blanco de mi vida.
No lo
sé. Me da miedo que me pase lo que decía el P. Kentenich: “Si hacéis un
pequeño paseo esta noche o mañana temprano, examinad cuántas ocasiones de
alegría pasamos por alto en nuestras vidas”[2].
Quiero,
no sé bien cómo, hacer sagrado lo cotidiano, reírme de las cosas pequeñas,
disfrutar de mi vida. Y vivir a fondo, con toda el alma. Sin miedo.
Sin pretensiones. Y cansarme, al final del día, por haber dado la vida hasta el
extremo. Y descifrar los caminos de Dios ocultos entre las sonrisas y lágrimas
de mi camino. En palabras y en gestos.
Amar
me enseña a descubrir a Dios en todo lo que hago. No
sé cómo lo hago. No lo quiero todo aquí y ahora.
He
decidido confiar más en mi Dios sereno. Seguir sus pasos tranquilos. Adentrarme
en su mirada mar adentro. En medio de mis horas que se escapan. Aprender
a beber las gotas de alegría que me regala Dios. Y pensar que mi vida tiene
sentido en ese saborear cada minuto desde lo más profundo.
La
felicidad es una actitud ante la vida. Está en mis manos
decidir si quiero ser feliz o no con las circunstancias que me tocan vivir. De
mí depende, de nadie más.
Es
verdad que los imponderables nunca los controlo. Puedo elegir a quién sigo. No
puedo elegir cómo me va a ir en el seguimiento.
Decía
el papa Francisco: “Me gusta contemplar el lavatorio del seguimiento.
El Señor purifica el seguimiento mismo, Él se involucra con nosotros, se
encarga en persona de limpiar toda mancha”.
Jesús
me limpia mis pies cansados. Limpia mi seguimiento, mi cansancio. Se arrodilla
ante mí, sereno, para que mi alma recupere la serenidad perdida.
Me
gusta la palabra serenidad. Tiene mucho de paz y de descanso. Quiero ser un
hogar sereno, un pozo sereno, un mar sereno. Para Jesús que viene a caminar
conmigo. Para todo el que se acerque y necesite algo de consuelo. En su herida,
en su dolor, en la angustia de la vida.
Quiero
toda la serenidad del mundo sumergida en lo hondo de mi alma. Quiero descansar
para recuperar la serenidad perdida. Y que Jesús me limpie mi seguimiento, mis
pies sucios y cansados al final del día. Mi fragilidad herida después
de tantas luchas.
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