Alberto Barrera Tyszka 27 de junio de 2016
Podría
ser una historia de desplazados, de gente que fue forzada a escapar de su
tierra, a cruzar una frontera, sorteando la geografía y evitando las fuerzas
militares. No es así. Fueron 180 personas que querían ejercer un derecho que
consagra la Constitución: validar sus firmas para activar el referendo
revocatorio. Pero para hacerlo tuvieron que atravesar una montaña y cruzar un
río. Caminaron 5 horas. Ocurrió en el Estado Aragua pero la misma experiencia,
con diferentes variantes, se repitió en muchísimos otros lugares de todo el
país. Esta semana, el gobierno y las instituciones que controla se convirtieron
nuevamente en enemigos de los ciudadanos. El Estado revolucionario existe para
impedir la democracia.
La
imagen de todos estos hombres y mujeres, vestidos como quieren o pueden, de
manera irregular y multicolor, todos distintos, con pensamientos y caprichos
diferentes, unidos por la pasión y la paciencia de hacer valer sus firmas, sus
marcas íntimas en medio de esa mayúscula grandilocuente que llaman pueblo; la imagen de todos ellos luchando por
defender sus nombres, tan suyos y tan patria como cualquier nombre, es un
símbolo que desarma al poder, que deja desnuda la retórica rimbombante de estos
17 años ¿Al servicio de quién está la autoridad? ¿Qué es, en verdad, la unión cívico- militar?
¿Dónde está? La famosa Fuerza Armaba Bolivariana y Chavista parece destinada a
cumplir tan solo con el manual de Engels: son un cuerpo violento, dedicado a
proteger a la clase dominante. No le de más vuelta, General Padrino López.
Usted está ahí para defender los privilegios de los poderosos.
Hugo
Chávez siempre habló como si su historia fuera una epopeya. Sin embargo, su
historia no lo correspondía. Así pasa. Sus palabras decretaban una épica que no
tenía relación con su vida. La escena que dibuja de manera más patética este
dinámica sucedió el 2 de marzo del año 2008. Chávez, aguerrido y frontal,
ordenó lo siguiente: “Señor Ministro de Defensa: ¡envié 10 batallones a la
frontera con Colombia de inmediato! ¡Batallones de tanques¡!La aviación militar
que se despegue!” No estaba en el
frente, entre bombas y cañonazos. No se encontraba tampoco en un fuerte
militar. Para nada. Chávez estaba en su programa de televisión. Dijo lo que
dijo y el público aplaudió. El General Rangel Briceño, Ministro de la Defensa
en ese entonces, respondió que sí, por
supuesto, pero volvió a sentarse otra vez en su silla. No pasó nada grave. No
hubo mayores consecuencias. Como si la guerra fuera una parte del show.Como si
todos supiéramos que, en realidad, Chávez está fanfarroneando un poco, que
tampoco la vaina es así, que no nos tomemos esto tan en serio, que mañana se le
pasa y todo sigue igual.
La
épica del chavismo estaba en los dólares. Cuando había dinero, el heroísmo
fluía de manera fascinante, maravillosa. El precio del barril de petróleo
guarda un particular equilibrio con la moral bolivariana. La boina roja se alimenta con billetes
verdes. Y ahora que se acabó el dinero,
que la gente tiene hambre y protesta, la unión cívico-militar de repente se ha
esfumado. Las hazañas de las FNAB son otras: detienen impunemente a jóvenes,
golpean a mujeres, cierran las vías para que 180 personas no pueden ir a
validar sus firmas.
En un
extraordinario artículo, publicado hace unos días en el periódico español El
País, Colette Capriles señalaba cómo, en esta ocasión, el CNE ni siquiera ha
podido practicar el “decoro republicano” que –hasta ahora- lo había ayudado a
disfrazar algunas de sus anteriores acciones. Se va la plata y se va el pudor.
Ya no hay recato. Ya no hay respeto por las formas. Ahora solo administran la
violencia.
En
medio de toda esta jerga pomposa, en el contexto de un discurso oficial
militarista, esta semana es tal vez más importante de lo que aparenta. De
pronto irrumpió de nuevo el otro heroísmo. Aquí está la épica de a pie. La
épica que no se financia con el dinero público. La épica que no quiere obedecer
sino expresarse de manera individual. Es
el heroísmo de los bolígrafos, no de las armas. El heroísmo que no lleva
uniforme. El heroísmo que no grita en cadena nacional, lanzando amenazas al
aire. El heroísmo que no cuenta con escoltas ni con bachaqueros rojos rojitos.
El heroismo que no tiene guardaespaldas ni programas de televisión. El heroísmo feroz que camina horas, que
enfrenta agresiones, que no se deja silenciar. El heroísmo que solo tiene un
nombre, su propio nombre, su nombre propio. Y el inmenso desespero de decirse,
de reafirmarse, de pronunciarse limpia y libremente sobre el mapa.
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