Por Félix Seijas Rodríguez
Mientras más se escudriña en
la opinión pública, más claro queda que en Venezuela la mayoría es consciente
de las condiciones generales de nuestra realidad política y del papel que en
ello juega cada bando. Las personas saben que el país está repleto de leyes que
nadie cumple. Tan seguros están de eso que por lo general no tienen reparo en
reconocer que ellos mismos, como individuos, se saltan cuanta norma puedan
saltarse, porque total, aquí solo “pagan” los pendejos. Hablamos de algo que se
asume como un modo de vida que no distingue grupos o clases.
Independientemente del
estrato social o el gusto político, el venezolano se muestra convencido de una
serie de cosas; por ejemplo, de que el gobierno tiene el poder y desde ahí
decide lo que permite y lo que no; que ellos pueden conceder a la oposición la
victoria en alguna elección, pero que no los dejarán desplegar las funciones
del cargo obtenido; que la Constitución vigente puede decir misa, pero que al
final se hará lo que decida el TSJ por instrucciones de quienes les mandan
desde una oficina del partido de gobierno; que existen 12 millones de personas
dispuestas a revocar de inmediato el mandato del presidente en una consulta popular,
pero que esto no se hace porque el CNE lo niega por mandato de un alcalde; y
que todo esto ocurre a plena luz del día, con el gobierno esgrimiendo toda
clase de argumentos para justificar los hechos, en la mayoría de los casos
recurriendo a enemigos imaginarios.
Sin embargo, aquellos que
antes compraban tales historias y las repetían sin cesar, ya no lo hacen. La
mayoría de las personas de todas las tendencias políticas sonríen con sorna
cuando en un grupo focal se les habla de cosas como “guerra económica”. O miran
con ojos de compasión a quien les pregunta si piensan que el TSJ y el CNE son
poderes independientes. Ellos saben cómo funcionan las cosas, y están
convencidos de que eso forma parte del código genético de nuestra sociedad, de
nuestro estilo de vida, inexorable de origen.
¿Que uno se puede molestar y
despotricar de la situación? Sí. De hecho casi todos los venezolanos lo hacen.
¿Que detrás de ese sentimiento existe la convicción de que cada persona puede
sumar fuerzas para cambiar las cosas? Pues no, a pesar de que el deseo les haga
decir que sí, porque la realidad que encontramos en los estudios nos enseña que
el venezolano adolece de una autoestima sólida cuando se piensa a sí mismo como
agente de cambio social, papel que supone reducido en la práctica únicamente al
–por demás importante, vale enfatizar– acto del voto.
Adicionalmente, el panorama
se complica cuando encontramos que los individuos consideran que las
arbitrariedades del gobierno son atropellos en contra de una entelequia difusa
en la que los conceptos de “oposición” y “pueblo” se muestran borrosos. En
cuanto a esa noción confusa, la “oposición” es algo que merece cierto grado de
desconfianza, por lo que en ese caso la “maldad” del agresor se percibe menos
dramática. El “pueblo”, por su parte, es percibido como aquello que debe salir
y hacer “algo”. Es decir, “ellos” deben actuar porque “ellos” se están calando
esto y son “ellos” quienes deberían estar en la calle protestando. El asunto es
que son pocos los que se sienten parte de ese “ellos”.
A menudo se escucha que
Venezuela cambió. Y sí, es cierto, cambió en muchos sentidos. Ahora es un país
más atento al tema político, más consciente de que ello le afecta. Pero también
es un país más temeroso, más convencido de la invalidez que por años ha
construido en el imaginario colectivo, aquella misma discapacidad que Hugo
Chávez fomentó para erigirse a sí mismo como el protector de un pueblo
necesitado. También es un país más egoísta, porque la necesidad de sobrevivir
en la peor crisis que ha atravesado en tiempos de paz ha sacado lo peor de sus
habitantes. Un país donde la palabra “solidaridad” está cuestionada por todos y
donde las alianzas, más allá de los lazos familiares, se han convertido en algo
tan frágil que cualquiera no puede sino mirar con recelo a su propio vecino, y
en ocasiones incluso a sí mismo.
Sabemos que esta realidad
puede cambiar y que no hace falta décadas para lograrlo. Y no caigamos en
frases bonitas e inspiradoras tales como “de todos depende”, “¡vamos bravo pueblo!”.
Venezuela necesita de una élite política que tome las riendas y enrumbe el
barco, dando ejemplo de honestidad, sentido colectivo y vocación de servicio.
Una élite que demuestre que el bien común está por encima de los personalismos
y así genere confianza. En fin, una élite que no repita los errores que durante
los ochenta y los noventa destrozaron el único período sólido de democracia que
hemos vivido. Con tal élite al frente, todas las aguas entrarán en su cauce.
Aquí nadie está engañado,
aunque exista más de uno que prefiera cerrar los ojos. Para no darse cuenta de
lo que sucede en el país habría que ser dueño de una inocencia virginal. Como
la de aquel niño que, a la salida de un supermercado, escuché preguntarle a la
mamá: “Mami, ¿las vacas se están extinguiendo?”, a lo que ella contestó: “No,
hijo, ¿por qué?”, y él terminó de expresar su duda: “Entonces, ¿por qué no se
consigue leche?”.
23-06-16
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