Por Ángel Oropeza
Si uno clasificara a
Venezuela en tres esferas de su realidad –la económica, la social y la
política– el diagnóstico no es igual para todas. Lo económico marcha mal, y
amenaza con ponerse peor. Lo social involuciona a un ritmo de deterioro tan
vertiginoso como inédito. Solo en el campo político están ocurriendo cosas en
dirección contraria. La clave, sin embargo, está en que estos tres mundos se
mueven a velocidades diferentes.
Esta inevitable diferencia
de ritmos ha venido a convertirse hoy en una severa amenaza. Porque existe el
riesgo de que la tragedia social avance a un paso tan acelerado de
pauperización que no dé chance a que las soluciones que se están construyendo
desde la esfera política arrojen los frutos deseados. De hecho, no existe hoy
en el país un peligro mayor y más temible que el riesgo de que lo social pueda
desbordarse y no espere las respuestas que afanosamente se trabajan desde el
campo de batalla político.
Frente a esta peligrosa
amenaza, se le presentan tanto a la Mesa de la Unidad Democrática como al resto
de los venezolanos algunos retos cruciales. En el caso de la alianza, lo
primordial –aunque es más fácil escribirlo que hacerlo– es intentar darle norte
claro y cauce inteligente al inmenso sentimiento nacional de cambio. Al mismo
tiempo, hacer lo posible para que esa demanda de cambio no se frustre o se
desvíe contra la propia gente, bien sea por desesperación o por caer
involuntariamente en las trampas de un gobierno agónico necesitado de errores
contrarios que le den oxígeno.
Hoy por hoy, el partido
político más grande del país es el partido de los descontentos. Y la principal
fortaleza de la MUD es actuar como cara política del país en demanda de cambio,
como vanguardia política del descontento. Desde esa posición de vanguardia, su
preocupación prioritaria es cómo conectar con su base de apoyo, que es
precisamente la inmensa legión de descontentos y sufrientes.
No se trata de la ingenua
conseja de intentar dirigir la conflictividad social, que es precisamente la
expresión conductual del descontento. Ello no solo es políticamente
inconveniente sino además inútil, pues la conflictividad tiene su propia y
autónoma dinámica. Se trata de concebir y hacer funcionar la Unidad como el
instrumento político de la lucha social de los descontentos. Y eso pasa, entre
otras cosas, por evitar que algunos sectores de la población perciban,
equivocadamente, que hay dos luchas distintas: la política y la del descontento
callejero. La lucha es una sola, y es lograr la canalización política del
descontento, tanto para lograr el cambio de régimen como para generar las
condiciones políticas que permitan la gobernabilidad y estabilidad de la
transición.
El resto de los venezolanos
tenemos también varias tareas frente a la asincronía de los relojes político y
social. La primera es perseverar, que es muy distinto a simplemente tener
paciencia. La segunda es confiar en sus propias capacidades, fortalecidas en el
duro crisol de las adversidades. Y la tercera es no caer en las trampas del
gobierno, interesado en exacerbar a la población buscando reacciones que
justifiquen reprimir con un mínimo de justificación y legitimidad. A este
respecto, lo sucedido hace pocos días en Cumaná levanta toda clase de suspicacia.
Los cumaneses hablan de cómo
sujetos identificados con el oficialismo iniciaron y dirigieron los saqueos, lo
que provocó la inmediata militarización de la ciudad. El resultado de ambas
tragedias –saqueos y represión militar– ha sido la aparición de un manto de
temor colectivo que intenta arropar las expresiones de legítima indignación y
protesta. Si esta jugada no fue ideada en los oscuros laboratorios del fascismo
gobernante, lo cierto es que le ha caído de perlas.
Esto es precisamente lo que
hay que evitar: que la presión social sea utilizada para voltearla contra la
propia gente, y servir así a los propósitos de un gobierno desesperado por
cualquier excusa que le permita escapar de lo que el pueblo le tiene preparado.
28-06-16
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